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El mejor día de mi vida

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6 conmovedoras historias para disfrutar y emocionarse.

El día que recuperé la libertad

Alan Beaman

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Cuando tenía 22 años me condenaron y fue a la cárcel por el homicidio de mi ex novia, Jennifer Lockmiller. Sólo que yo no la maté. Los únicos que me creían eran mis padres y mis abogados del Centro de Condenas por Error de la Universidad Northwestern, en Illinois. Ellos trabajaron sin tregua en mi caso y, en 2008, cuando ya hacía 13 años que estaba recluido, lograron que el Supremo Tribunal de Illinois escuchara mi apelación.

Naturalmente, yo debía estar emocionado, pero no me hice muchas ilusiones. ¿Para qué? Ya había perdido cinco apelaciones; cinco veces esperé un veredicto a mi favor y cinco veces me enviaron de nuevo a mi celda. Con todo, aún tenía esperanza; era lo último que me quedaba. La fiscalía basó su alegato en el hecho de que mi relación con Jennifer había sido inestable, aunque nunca fui violento. Como móvil del crimen, arguyeron que yo estaba celoso de sus ex novios, lo cual, para ser sincero, era cierto. Esta vez mis abogados tenían un as bajo la manga: pruebas, pasadas por alto en el primer juicio, de que yo estaba a 225 kilómetros de distancia cuando asesinaron a Jennifer.

En la mañana del 22 de mayo de 2008, el juez estaba listo para pronunciar su veredicto. Un guardia me hizo salir de mi celda, y en el pasillo me encontré a mi amigo Armando. Parecía más nervioso que yo.

—No podría soportar oírte decir que perdiste —me susurró—, así que, si ganas, no me digas nada. Sólo da un salto y entrechoca los talones.

Entré a un cuarto sin muebles en el Centro Correccional de Dixon. Dentro había un guardia. Minutos después, escuché el veredicto.

Me dirigí a mi celda como obnubilado. Armando me miró desde la sala pública, buscando en mi rostro alguna señal, pero yo me mantenía impasible. De pronto aceleré el paso, y en unos instantes ya estaba corriendo. Después de 13 años de vivir un infierno, doblé un poco las rodillas, salté como impulsado por un resorte… ¡y entrechoqué los talones!

Actualmente mantengo una demanda en contra de cinco agentes de la policía y dos fiscales por conspirar para incriminarme con pruebas falsas. También solicité al estado de Illinois un certificado de inocencia, ya que el veredicto fue de “no culpable” en vez de “inocente”. Pero sea cual sea el desenlace, nadie me podrá quitar la felicidad que sentí aquel día de mayo, el día que recuperé mi vida.

El día que canté con Bruce Springsteen

Nick Ferraro

Cantar en un escenario con Bruce Springsteen ocupaba el primer lugar en mi lista de “cosas por hacer antes de morir” desde 1975, cuando cursaba el primer año del secundario. Crecí en el distrito sur de Filadelfia, y solía ir a ver las carreras de autos callejeras en Front Street con mi amigo Bert en su Buick Skylark, escuchando la radio a todo volumen. ¡Mi vida era una canción de Springsteen!

Como desde finales de los años ochenta yo hacía imitaciones de Elvis Presley para mis amigos, se me ocurrió que si asistía a uno de los conciertos de Springsteen vestido con uno de mis disfraces, Bruce tal vez me vería y me invitaría a subir al escenario para cantar una canción de Elvis. Cada vez que iba a uno de sus conciertos pensaba: ¡Esta vez lo haré! Pero en el último momento me acobardaba.

El 19 de octubre de 2009 tenía entradas para una función en el Spectrum de Filadelfia, el mismo lugar en el que había visto mi primer concierto de Springsteen, en 1980. Allí se hace una rifa entre los espectadores para estar en el “foso”, justo junto al escenario, y yo fui uno de los ganadores. La suerte me acompañaba.

Llegué al concierto disfrazado de Elvis, con un traje celeste, capa y un cartel que decía: “¿Puede el Rey cantar con el Jefe?” Bruce lo vio, se rió y bromeó con su banda. Ya era el mejor día de mi vida. Cuando la banda empezó a tocar All Shook Up (“Me estremezco”), Springsteen me miró y dijo: “Está bien, Rey, sube aquí”.

De repente estaba junto a mi ídolo y frente a más de 18.000 espectadores eufóricos. Bruce me pasó el micrófono. Fue como si me diera las llaves de su grupo, la E Street Band, y di todo de mí. Pensé: ¡Bien, es uno por el dinero, dos por el espectáculo!

Al terminar la canción empecé a entonar las primeras líneas de Blue Suede Shoes, y Springsteen me miró como diciendo: “Bien, amigo, ya terminaste”. Hice una venia al público con un vaivén de mi capa, y al bajar del escenario Bruce anunció:

—¡Elvis ha dejado el edificio!

El día que mi hijo volvió a caminar

Cynthia Teare

Para todo padre, el día que su bebé da sus primeros pasos es un día especial. Pero cuando mi hijo Connor empezó a caminar, a los 17 meses de edad, supe que algo malo ocurría: el niño lo hacía en puntas de pie. El pediatra me dijo que no me preocupara, pero muy pronto los músculos de Connor comenzaron a perder fuerza. A los tres años presentó síntomas de debilidad en la parte superior del cuerpo; a los cinco, no podía sostener derecha la cabeza, y cuando entró en la escuela primaria ya había pasado de caminar con soportes en las piernas a depender de una silla de ruedas eléctrica. Verlo me partía el alma. Su capacidad mental estaba bien, pero cada día se cansaba más y ni siquiera podía sostener el lápiz para escribir. De seguir así, en dos años más estaría tan débil que le sería imposible comer sin ayuda.

Los médicos estaban perplejos: no sabían cuál podría ser la causa de los síntomas de Connor. Su cuerpo estaba fallando, pero su mente funcionaba a la perfección. Le hicieron pruebas para descartar diversas enfermedades, entre ellas distrofia muscular. Consulté a otros especialistas, pero ninguno pudo hacer un diagnóstico exacto. Me sentía tan frustrada que decidí investigar por mi cuenta qué era lo que padecía mi hijo.

En 2002, cuando Connor tenía cuatro años, leí un artículo en una revista acerca de un raro trastorno genético llamado distonía, y desde entonces no lograba sacármelo de la mente. Los niños que aparecían en la foto del artículo sostenían sus cuerpos exactamente como Connor. Yo le mostraba la foto a cada médico que consultaba, pero siempre obtenía la misma respuesta: “La distonía es un trastorno muy raro, y su hijo no presenta todos los síntomas característicos”.

Finalmente, en 2004, acudí al doctor Shawn McCandless, un especialista en genética que tomó muy en serio el caso de Connor. Para mí, luego de tanto esfuerzo, ¡fue como ganar una medalla de oro! El doctor coincidió en que los síntomas del niño indicaban distonía, y dijo que un fármaco llamado levodopa podría curarlo. Sin embargo, había un problema: en los ensayos clínicos de la levodopa con adultos se había observado que podía causar alucinaciones, arritmia cardíaca y otros efectos secundarios. De ninguna manera iba yo a arriesgar a eso a mi hijo, que ya tenía seis años. Pero cuando su salud empeoró, comprendí que no había otra opción.

El tratamiento de Connor con levodopa tenía que ser suministrado por un neurólogo, así que en 2006 acudimos al doctor Irwin Jacobs, quien accedió a administrarle el fármaco al niño. Si daba resultado, dijo, lo sabríamos de inmediato.

El 21 de junio de 2007, cuando mi hijo tenía nueve años, Jacobs le administró la primera dosis. A la mañana siguiente, cuando fui a despertar a Connor, lo encontré arrodillado en su cama, lo que no había hecho desde que era muy pequeño.

—¡Mírame, mamá! —exclamó.

Estaba eufórico. Pero yo no quería ilusionarme demasiado y creer que el medicamento estaba funcionando.

En los días siguientes Connor se fortaleció un poco más. Al cabo de una semana mantenía el torso mucho más recto, y varias semanas después caminaba apoyándose en los muebles, de la misma manera en que lo hace un bebé cuando está aprendiendo a caminar. No tardó mucho en dar pasos agarrado a mis dos manos, luego a una sola y, finalmente, el 13 de agosto, atravesó el living de la casa de mi madre sin ningún apoyo.

Yo no podía creer lo que veía: el niño tan frágil y débil que ni siquiera podía comer sin ayuda, ahora caminaba. Desde entonces ya puede correr, nadar, jugar básquet y salir en Halloween a pedir golosinas.

El 9 de mayo festejamos los 13 años de vida de Connor. Y tenemos otra fecha para recordar: cada 21 de junio celebramos el Día Levodopa, con una torta y regalos. Es como una segunda fiesta de cumpleaños para Connor, y para mí, la conmemoración del mejor día de mi vida.

El día que dejé de sentirme sola

Katie Spotz

Cuando la gente se entera de que soy la persona más joven que ha atravesado a remo el Atlántico en soledad, invariablemente preguntan: “¿Cómo logró una mujer de 22 años pasar 70 días seguidos en un barco de 5,8 metros de eslora remando entre fuertes vientos y olas enormes?

Bueno, mi mayor desafío no fue físico. Para entonces, ya había recorrido 5.300 kilómetros a campo traviesa en bicicleta, cruzado el desierto Mojave y nadado los 523 kilómetros del río Allegheny. El desafío más difícil iba a ser mental: ¿cómo afrontaría la soledad, el aburrimiento y la inmensidad del mar abierto?

El 3 de enero de 2010 partí desde la costa de Senegal dispuesta a averiguarlo. Más del 50 por ciento de las personas que intentan cruzar a remo el océano en soledad tienen que ser rescatadas en las primeras dos semanas, así que me propuse hacer la cuarta parte del recorrido, lo cual me llevaría alrededor de 20 días.

El día 20 de mi travesía, el 22 de enero, amaneció nublado, pero eso no era un impedimento para celebrar, así que me comí una barra de chocolate. Cuando uno está solo en medio del Atlántico, hacer eso parece una locura, pero me di el gusto. Luego me dio un terrible ataque de soledad. No había visto tierra en más de dos semanas. Era uno de esos días en que 10 minutos parecen 10 horas, y lo peor es que los días siguientes fueron iguales: comer, remar, dormir y mirar el cielo y el océano una y otra vez…

De pronto, al atardecer, vi que algo se movía más adelante: una docena de aletas cortaban el agua cerca de mi barco. ¡Tiburones!, pensé. Me quedé petrificada de miedo viendo cómo se acercaban. Instantes después oí una especie de silbidos en la superficie del agua. No eran tiburones, ¡sino delfines! Empezaron a dar vueltas alrededor del barco. Estaban tan cerca que podía tocarlos, y eso hice.

De inmediato me sentí conectada con ellos y muy agradecida. Los delfines habían llegado para celebrar conmigo, justo cuando más lo necesitaba. Remé durante 20 minutos con todas mis fuerzas, mientras los delfines daban saltos, hacían piruetas en el aire y jugueteaban junto al barco. Cuando finalmente se alejaron, ya no me sentía sola. Mejor aún, sabía que todo saldría bien y llegaría a la meta.

Lo logré: hice el recorrido de 4.533 kilómetros en total. Llegué a la costa de Guyana, en Sudamérica, el 14 de marzo, luego de pasar 70 días y cinco horas en el mar. Mi travesía ayudó a recaudar 70.000 dólares para la Fundación Planeta Azul, que financia programas de suministro de agua potable en todo el mundo.

Sé que algunos atletas de resistencia se ayudan a llegar a la meta visualizándose en ella mientras compiten. Para mí, el secreto es concentrarme en cada momento, lo cual me permite tener un crecimiento personal.

Son instantes en que uno se conecta con el sol, el viento, las olas y, en el mejor día de mi vida, con esos delfines juguetones.

El día que lancé un hombre al espacio

Christopher C. Kraft

El mejor día de mi vida fue el 5 de mayo de 1961, cuando lanzamos al espacio al primer hombre estadounidense: el astronauta Alan Shepard. Yo era el director de vuelo del primer Control de Misión de la NASA. Supervisaba las comunicaciones del astronauta con el equipo técnico, y la más importante de mis responsabilidades era la seguridad de la misión.

Ese día había densas nubes sobre Cabo Cañaveral, y el lanzamiento tuvo que aplazarse varias veces. Cuando el cielo se despejó, iniciamos la cuenta regresiva: T menos tres horas, T menos una hora, T menos 10 minutos, T menos dos minutos… Habíamos practicado esto centenares de veces, pero nunca habíamos pasado de T menos dos minutos.

Habíamos hecho todo lo posible para garantizar la seguridad del astronauta, pero yo sabía que muchas cosas podrían salir mal. Los cohetes espaciales eran peligrosos en 1961: el riesgo de una explosión en la plataforma de lanzamiento o en el espacio era una preocupación real. Traté de no pensar en eso y repasé la lista de controles: ¿Telemetría? ¿Radar? ¿Seguridad de alcance? ¿Puesto de conteo? El personal respondió:

—Todo listo para el lanzamiento.

Después de T menos dos minutos uno guarda absoluto silencio, a menos que quiera detener el conteo. Si alguien hablaba, yo tendría que accionar un interruptor para abrir la compuerta de escape. Nadie lo hizo, por suerte para mí, porque estaba temblando tanto que apenas veía mi micrófono en la consola de mandos. Entonces escuchamos las palabras mágicas de Shepard:

—¡Listo para volar!

El vuelo completo duró tan sólo 15 minutos y 28 segundos. Al ver las cosas en retrospectiva, fue un día de gloria porque todo salió bien. Fue casi como otro vuelo simulado.

Pienso que ese día hice algo por los Estados Unidos. El 5 de mayo de 1961 no representé a la NASA, a un astronauta o a mí, sino a mi país. Aparte de en una guerra, ¿dónde más puede uno tener una sensación así?

El día que pedí una taza de café

Franklin Mccain

El primero de febrero de 1960 me reuní con tres amigos míos en la biblioteca de la Universidad Agrícola y Técnica de Carolina del Norte, en Greensboro, y juntos caminamos un kilómetro y medio hasta un supermercado Woolworth. Yo llevaba puesto mi uniforme del Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales de la Reserva porque acababa de salir de una práctica. Permanecimos en silencio durante todo el trayecto, con los nervios crispados. Yo sabía que ese día lo podría terminar dentro de un ataúd.

En esa época, en el sur de los Estados Unidos, a los afroamericanos no se les permitía comer con las personas de raza blanca. Woolworth tenía una cafetería en el sótano que era exclusivamente para “negros”. Mis amigos y yo habíamos acordado sentarnos a la barra de la cafetería para gente blanca y pedir algo para comer y tomar. Eso fue exactamente lo que hicimos.

Hubo un silencio inmediato. Se sentía como si aquel lugar fuera una iglesia; las cucharas y los tenedores quedaron suspendidos antes de llegar a las bocas, y todos los ojos estaban clavados en nosotros.

De nuevo, le pedimos a la camarera café y unas porciones de torta.

—Lo siento, no los puedo atender —contestó muy seria.

—¿Por qué?

—Es la costumbre.

—Ustedes coinciden conmigo en que esta costumbre está mal, ¿o no? —les pregunté a mis amigos.

Habíamos decidido ser muy educados. Lo que queríamos era avergonzar a esas personas hasta que cambiaran de actitud, de manera que seguimos sentados, esperando.

De pronto un policía se acercó con actitud hostil. Tenía la cara enrojecida como un tomate, y se detuvo justo detrás de mí; podía yo sentir su aliento en mi cuello mientras me observaba. Cuando empuñó su garrote pensé: Hasta aquí llegué. Pero él se limitó a mantenerse parado junto a mí durante un minuto; luego se apartó de nosotros y empezó a pasearse de un lado a otro. Era evidente que no sabía qué hacer. Entonces me di cuenta de que aquello podía dar resultado, que podíamos ganar.

En el otro extremo de la barra estaba una mujer mayor. Terminó de comer su porción de torta y luego se acercó a nosotros. Pensé que iba a insultarnos, pero en tono amable nos dijo:

—Muchachos, estoy muy orgullosa de ustedes. Sólo lamento que no hayan hecho esto hace diez años.

Sus palabras me dieron la determinación para seguir hasta el final.

Durante seis meses volvimos todos los días a la cafetería, hasta que a cuatro afroamericanos finalmente les sirvieron una taza de café.

Quince segundos después de sentarme a la barra aquel día de febrero de 1960, me sentí muy aliviado, reivindicado, feliz conmigo mismo. Era como la paz que los creyentes sienten cuando rezan, la sensación de libertad que algunos buscan durante toda su vida. No me habría importado si hubiera muerto allí en ese momento. Me creí invencible, y nunca me sentí mejor en toda mi vida.

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