A los seis meses, Alexander casi no sonreía ni se movía. Como se sabía poco sobre su síndrome, sus padres tuvieron que elegir un camino propio: la perseverancia.
Los seis primeros meses de vida de Alexander quise creer que se pondría bien solo. Solía tirarme en el suelo y hacerle gestos para ver si le sacaba una sonrisa. A veces, después de muchos esfuerzos, me funcionaba, pero mi hijo casi siempre estaba inmóvil y callado, sin fijar los ojos en nada.
Era el otoño de 2009 y mi mujer, Ashley, y yo terminábamos de mudarnos de casa al centro de Calgary, en Canadá. Teníamos una inquieta nena de cuatro años llamada Sloane, un gruñón gato siamés y un bebé que era un misterio. Alexander había nacido hipotónico —con el cuerpo flácido—, una hernia abdominal, un soplo en el corazón, pliegues extraños en las orejas y una marca en forma de V en mitad de la frente. El genetista que nos asignaron en la unidad de cuidados intensivos, Micheil Innes, sabía que eran signos de un trastorno genético, pero no podía identificarlo.
Aunque Alexander ya estaba en condiciones de irse a casa, seguían faltándole altura y peso, y apenas podía erguir la cabeza. En medio de las prisas, hoy vagamente evocadas, para darle de comer, cambiarle los pañales y llevar a Sloane al colegio, yo podía engañarme con que Alexander era solo un poco callado y débil para su edad. Pero lo cierto es que a menudo nos preguntábamos si había alguna conciencia en su interior.
La primera respuesta llegó una oscura tarde de diciembre. Nos llamaron a una salita del Hospital Infantil de Alberta, donde Innes nos explicó que faltaba una pieza en el código genético de nuestro hijo. Nos mostró los resultados del laboratorio: unas hileras de garabatos rayados que parecían un alfabeto antiguo, y un punto rojo que indicaba el lugar donde faltaba la pieza, hacia el final de la rama “q” del noveno par de cromosomas. El nombre técnico era 9q34.3.
Innes nos entregó entonces un folleto, impreso de una página Web, donde se explicaba que el “síndrome de deleción del subtelómero 9q34.3” suele ser una mutación espontánea, no heredada, producida probablemente en la concepción. Después se llamó síndrome de Kleefstra, por la investigadora holandesa que lo estudia.
Según Innes, por entonces había menos de 100 diagnósticos confirmados en todo el mundo. Los trastornos del desarrollo de Alexander se debían a una sola causa: una minúscula lesión, repetida en todas las células de su cuerpo, de por vida. Como había tan pocos casos, el folleto no ofrecía un pronóstico, sino anécdotas: una serie de dificultades previsibles —del lenguaje, motricidad, aprendizaje— que nuestro hijo quizá superaría, con suerte, tras una vida de trabajo duro.
Ashley y yo volvimos en auto del hospital a casa en un silencio desolador, como si nos hubieran arrancado una parte vital del tejido de nuestra familia. Luego, mirando a Alexander en la cama, me sentía demasiado aturdido para llorar siquiera. Eché a volar la ilusión. Tal vez logre ponerse al nivel de los niños de su edad, pensé. A lo mejor alguien encuentra la manera de curarlo. En todo caso, estaba convencido de que yo no podía.
A los pocos días de conocer al genetista, mientras cenábamos, Sloane se levantó de un salto y fue saltando al lado de su hermano, que estaba en su silla alta en el otro extremo de la mesa. No le habíamos dicho nada sobre el diagnóstico de Alexander, pero ella siempre había tenido un impecable radar interno para captar los estados de ánimo de sus padres, y ambos estábamos demasiado abatidos para disimularlo. Mi mujer, normalmente bulliciosa y juguetona, había dejado el bullicio mientras la casa se llenaba de una ansiedad sin forma, sin límite.
Sloane se puso detrás de Alexander y, agarrada a la silla con las dos manos, empezó a balancearse hacia un lado y otro de su cabeza. Con cada movimiento gritaba alocadamente:
“¡Hola, señor Mofletes!”. Alexander empezó a girar la cabeza a un lado y otro en sincronía con ella. De su rostro brotó una sonrisa boquiabierta. Y luego, por primera vez en su vida, se rió. Fuerte. Una risa súbita, un gorgoteo desbordante. Y todos nos reímos. En algún lugar detrás del diagnóstico había un niño que sentía alegría. Era nuestro trabajo encontrarlo.
Empezamos como casi todos los padres de niños con necesidades especiales: una visita cada mes a una repleta clínica de atención temprana que recomendó una fisioterapia elemental: ejercicios para estimularlo a darse la vuelta acostado o incorporarse, por ejemplo. El programa parecía arbitrario e insuficiente para las necesidades de Alexander, como un apósito para una fractura.
Mi mujer instó a los terapeutas a que idearan formas de atender el trastorno de Alexander. Eran competentes y amables, pero el síndrome de Kleefstra era un enigma también para ellos. Su idea era esperar a que los síntomas de Alexander se definieran y entonces actuar. Si hubiéramos accedido, la parte “intensiva” de la terapia habría empezado, en el mejor de los casos, cuando tuviera tres años.
Ashley nunca ha aceptado ninguna única verdad, y tratándose de su miedo lacerante a que su hijo tuviera un futuro de limitaciones, era implacable. Aprovechó su experiencia como editora investigadora y productora de radio para indagar. Su mesa de luz se llenó de libros sobre discapacidad y cerebro. Uno de esos títulos, recomendado por una amiga, era Qué hacer por tu hijo con lesión cerebral, de Glenn Doman. El autor —quien murió en 2013 a los 93 años— fundó los Institutos para el Logro del Potencial Humano, un centro de enseñanza poco convencional, en Filadelfia. Con sus métodos, los niños con daños neurológicos aprenden no solo a caminar y hablar, sino a leer y contar, a menudo mucho mejor que niños sin problemas. Ashley me rogó ver el trastorno de Alexander como una crisis que, aunque nunca pudiera erradicarse, era tratable. Por fin había evidencias concluyentes.
Doman, fisioterapeuta en los años cuarenta, se sentía frustrado por el alto índice de fracaso de las técnicas usadas en las víctimas de apoplejía y, luego, en niños discapacitados. A fuerza de ensayo y error, él y su clínica idearon un nuevo método basado en la hipótesis —hoy llamada neuroplasticidad— de que el cerebro puede crecer y cambiar con el uso. Su clínica reunió pruebas, caso por caso, de que con trabajo duro, los niños como Alexander a menudo superan las limitaciones con las que han nacido.
Siguiendo las indicaciones de un libro del hijo de Doman, Douglas, mi padre y yo construimos una “pista de gateo” en el living. Era una simple rampa de lados bajos, hecha de contrachapado y revestida de acolchado y vinilo azul. Siguiendo las instrucciones, la fijamos con una inclinación suficiente para que el menor meneo de Alexander lo hiciera moverse.
Entonces, contra todo instinto paternal, pusimos a mi hijo en lo alto. Ya tenía siete meses y nunca se había movido voluntariamente ni un centímetro. Protestó con un grito, se retorció retador, y el movimiento lo hizo resbalar hacia abajo por la pista. Pasada una semana ya se impulsaba hábilmente, molesto al principio, pero con el tiempo resuelto e incluso alegre. Redujimos la inclinación a medida que mejoró. A los pocos meses bajó gateando desde lo alto. Y luego siguió adelante.
Nos inscribimos en la siguiente sesión introductoria de la clínica de Doman, ahora dirigida por su nuera, Rosalind. Alexander sería el primer niño con síndrome de Kleefstra tratado en la clínica.
En el mes de abril, cuando Alexander tenía solo once meses, nos vimos rodeados de más de una treintena de padres venidos de lugares tan lejanos como Bielorrusia, Singapur e India. Tras una semana de conferencias que duraban todo el día, nuestras expectativas sobre Alexander —y nuestro papel en su terapia— se trastocaron. El programa de la clínica era tremendamente ambicioso y casi imposible de cumplir. Suponía una estricta estimulación casi constante, actividad física y gimnasia intelectual: metas diarias de distancias de gateo, ejercicios de lectura y matemáticas, programas para mejorar respiración y coordinación, todo hecho por los propios padres. Como nos dijo Rosalind: “Hay programas razonables por todos lados. El problema es que no son muy eficaces”.
Al volver a casa, la reorganizamos en función a la terapia de Alexander. Llenamos el living de colchonetas y tarjetas pedagógicas impresas con palabras y puntos para contar. Como parte de la fisioterapia instalamos una complicada hamaca infantil con escalera y barras paralelas con travesaños. (Aprender a caminar alternando las manos en los travesaños adiestraba el cerebro de Alexander para el movimiento alterno de las extremidades, y los brazos en alto fomentaban una buena postura).
Se suprimieron de su dieta los alérgenos e inflamatorios identificados para eliminar todo obstáculo nutricional para su desarrollo. Su alimentación diaria parecía la de un atleta olímpico. Ningún tratamiento para una persona con retraso del desarrollo es tan ambicioso, pero no queríamos esperar a que su cerebro maleable adoptara la rigidez de la edad adulta. Ashley y yo teníamos las herramientas para sacar el mayor provecho de los decisivos primeros años de Alexander. Queríamos ocuparlos hasta el tope.
Ashley se dedicó a dirigir la terapia de Alexander a tiempo completo, y mi actividad diaria como autónomo en casa pronto incluyó al menos tantas tareas como las del asistente de un terapeuta. Teníamos un gran estrés, y nos endeudábamos cada vez que sacrificábamos más tiempo de trabajo por las sesiones de Alexander.
Para mi mujer, directora de nuestro pseudoequipo, organizar todo supuso encerrarse en casa. Nuestras vidas profesionales antes implicaban largos viajes de investigación, pero ahora podían pasar semanas enteras sin que ninguno de los dos saliera, salvo para llevar y traer a nuestra hija al colegio. Aun así, coincidíamos en que esto era infinitamente mejor que la desesperación de no saber qué hacer. Creíamos que de aquellos miembros que se agitaban sin control se empeñaba en salir un niño inteligente. El programa exigía todo un equipo de ayudantes voluntarios, por lo que la mayoría de nuestros vecinos sabía de su síndrome. La primavera después de su tercer cumpleaños, cuando empezó a recorrer la manzana ida y vuelta solo, sus salidas eran como paseos olímpicos ante vecinos que lo animaban.
Habría que esperar otro año para comprobar que los ejercicios de lectura y matemáticas daban frutos. Nos habíamos pasado los días enseñándole tarjetas pedagógicas con palabras y números, frases y ecuaciones. ¿Pero cómo íbamos a saber cuánto servían si Alexander solo decía frases cortadas y monosílabos? Un día hubo pruebas concluyentes, cuando salíamos en auto de un estacionamiento.
Ashley enumeraba palabras que rimaban y Alexander las repetía: “car, far, bar, star” (auto, lejos, barra, estrella). Ashley terminó el juego cuando, en el asiento trasero se oyó una alegre vocecita decir:
—Guitar (guitarra).
Una rima bisílaba espontánea. Soltamos una carcajada tan sonora que Alexander casi lloró del susto. ¡El niño podía hablar…y rimar! Aquella rima maravillosa hizo que cada angustioso día de terapia valiera la pena.
Alexander ha cumplido ya siete años, y no tenemos motivos para dudar de su capacidad de aprendizaje. Su vida diaria es una lista de cosas que no se esperaba que hiciera, quizá nunca. Puede decir su nombre y dirección; pide que le dibujen una hormigonera en su pizarra y escriban lo que es, y luego deletrea las palabras encantado.
En el otoño de 2015, con solo un año de retraso, empezó el colegio en una clase normal. En el supermercado cuenta los pasillos leyendo los letreros y grita “¡pasillo cinco!”. Esperamos en el querido pasillo cinco a que se quede libre la caja de autoservicio. “¡Computadora!”, anuncia Alexander levantando los brazos con emoción, mientras paso los productos por el lector óptico. Bajo su cabello dorado, sus ojos castaños son imanes: nunca dejan de arrancar una sonrisa al cajero.
Sean cuales sean sus limitaciones, están muy lejos todavía. Quizá nunca sea totalmente autosuficiente, pero, si llega a serlo aunque sea hasta cierto punto, habrá sido porque, contra el consejo de muchos expertos, aprovechamos al máximo cada instante de sus primeros años, cuando su cerebro estaba en el mejor momento para reorganizarse y suplir la falta de esa diminuta tajada de gen en todas sus células.
Quiero que Alexander sea un ejemplo de cómo debe hacerse la intervención temprana: a todas horas, todos los días, tanto como pueda una familia angustiada, desde que alguien sospeche que algo no va bien. Espero que esta sea la lección de mi hijo para todos.
Empezamos a comprender el funcionamiento del cerebro humano. El potencial de ese campo es un inmenso recurso sin aprovechar. Y como Alexander ya ha demostrado, muchos de los límites que creímos imposibles de superar se desvanecen con el tipo adecuado de trabajo duro.