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Siamesas: una historia de lucha y amor

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Siamesas: una historia de lucha y amor

Las siamesas Kendra y Maliyah Herrin hicieron historia en la medicina. Conocé la particular evolución que las llevó a ser dos niñas sanas e independientes.

En una clínica de Salt Lake City, Utah, la ultrasonografista movió el transductor en círculos sobre el abdomen de Erin Herrin. La paciente, de 20 años y madre de una niña de dos, tenía 18 semanas de embarazo.

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—¿Ve eso? —dijo la técnica, señalando un par de imágenes pequeñas y palpitantes—. ¡Dos corazones! Felicidades, van a tener gemelos.

Erin no se sorprendió totalmente: esta vez había sentido más patadas, a pesar de que en los primeros exámenes su médico había escuchado un solo latido. Le sonrió a su esposo, Jake, de 21 años, que la tomaba de la mano. Entonces la técnica se detuvo.

—Esperen un momento —dijo—. Quiero que el radiólogo vea esto.

La pareja esperó con nerviosismo mientras el especialista revisaba las imágenes de ultrasonido.

Parece que van a tener siamesas —anunció por fin, y con tono de disculpa añadió—: No puedo decirles mucho más que eso.

Les agendó una cita con un neonatólogo para el lunes siguiente: cuatro largos días de espera.

En el camino de regreso, Erin, ama de casa, se hizo algunas preguntas en voz alta: ¿cómo están unidas las bebés? ¿Es posible separar siamesas? ¿Podrán llevar una vida normal? ¿Sobrevivirán? Jake, técnico en redes informáticas, intentó tranquilizarla.

—No te angusties —le dijo—. Quizás estén unidas sólo por un poco de piel y habrá manera de separarlas.

Resultó que las siamesas compartían mucho más que eso. Si llegaban a término, su única esperanza de tener una vida independiente estaría cifrada en una operación de una complejidad casi inimaginable. De hecho, sería la primera de su tipo.

Al llegar a casa aquel día de otoño de 2001, Jake y Erin investigaron sobre bebés siameses en Internet. Así supieron que, en uno de cada 100.000 embarazos gemelares, el cigoto no termina de dividirse para producir gemelos idénticos, de modo que los dos embriones quedan unidos en algún punto.

Por causas que se ignoran, alrededor del 70 por ciento de los siameses son niñas, y en la mayoría de los casos los órganos internos compartidos tienen deformaciones graves. Hasta el 60 por ciento de los siameses mueren al nacer; de los que ven la luz en el parto, el 35 por ciento vive menos de 24 horas. La tasa promedio de supervivencia es del 25 por ciento.

La primera separación exitosa de siameses se realizó en Suiza en 1689 (fue un caso sencillo porque la unión era superficial), pero estas operaciones siguieron siendo excepcionales hasta la década de 1950, cuando mejoraron las técnicas quirúrgicas. Desde entonces, pocas decenas de siameses han sido separados en todo el mundo. La tasa de supervivencia varía en función del punto de unión: el 82 por ciento en el caso de los que están unidos por el abdomen, y el cero por ciento los que comparten un corazón.

En su consultorio, el neonatólogo explicó a los Herrin que sus gemelas estaban unidas por el abdomen y la pelvis; tenían dos piernas (cada niña controlaba una) y compartían un hígado y un intestino grueso. Para que nacieran, tendrían que hacerle a Erin una amplia cesárea vertical que podría provocarle hemorragia intensa. El médico les dijo que, debido a las enormes complicaciones, el parto pondría en riesgo la vida de Erin.

La religión mormona de los Herrin permite el aborto en algunos casos; por ejemplo, cuando el feto presenta defectos que podrían comprometer su vida después del parto, o cuando la madre corre peligro. Pero Erin no quería abortar, así que el neonatólogo envió a los esposos a ver a la doctora Rebecka Meyers, jefa de cirugía pediátrica del Centro Médico Infantil de Salt Lake City.

La médica les dijo que las gemelas mostraban signos vitales fuertes y que tenían buenas probabilidades de llegar a término.

“Jake y yo nos miramos y supimos que seguiríamos adelante”, recuerda Erin. “No tuvimos dudas”.

En la semana 26 del embarazo Erin sufrió un sangrado, y poco después la rotura de la bolsa amniótica. Los médicos lograron evitar que abortara, pero la hospitalizaron para que guardara reposo absoluto. Durante ese período Erin no pensó en otra cosa más que en ver nacer a las bebés.

El 26 de febrero de 2002, ocho semanas antes de término, Kendra y Maliyah nacieron por cesárea. Juntas pesaban 2,9 kilos. “Eran hermosas”, dice Jake. “Que estuvieran unidas no cambiaba nada”. Como eran demasiado pequeñas, las llevaron a la unidad de terapia intensiva (UTI). El ser prematuras era el menor de sus problemas: a los tres días de nacidas, los análisis indicaron que sólo funcionaba uno de sus tres riñones, el alojado en el cuerpo de Kendra.

Aunque se temía que el órgano no pudiera mantener vivas a las niñas por mucho tiempo, semanas después su condición se estabilizó. Luego de pasar dos meses en la UTI, estuvieron listas para irse a casa, y sus padres comenzaron a pensar en el futuro.

Su plan principal era separar a las gemelas. El momento ideal para separar a los siameses es entre los 6 y los 12 meses, cuando ya pueden soportar la operación y, por su corta edad, sufrir menos secuelas psicológicas. Los Herrin pensaban que sus hijas podrían aprender a caminar con una sola pierna cada una y con ayuda de prótesis. “Sabíamos que la rehabilitación sería cara y difícil ­—dice Erin—, pero nos habíamos enterado de unas gemelas de Seattle que habían pasado por eso y estaban muy bien”.

En términos generales, Kendra y Maliyah eran buenas candidatas para la operación. Entre los siameses con las condiciones de ellas, la tasa de éxito es de un 63 por ciento. Pero cuando Jake y Erin expresaron sus esperanzas a la doctora Meyers, esta los desalentó.

Les dijo que nunca se había intentado separar siameses dependientes de un solo riñón. La operación conllevaría riesgos sin precedentes para Maliyah, que carecía de un riñón propio. Si la separaban de Kendra, necesitaría diálisis durante la convalecencia, y después un trasplante.

—Yo le daría mis dos riñones si eso la salvara —repuso Erin.

La doctora le aseguró que un riñón sería suficiente, y agregó:
—Usted podría ser la donadora perfecta, pero por desgracia esa no es una opción por el momento.
Los bebés no resisten bien las diálisis y, además, el cuerpo de Maliyah era demasiado pequeño para recibir un órgano adulto.

—¿Cuándo tendrá la niña la edad para el trasplante? —preguntó Jake.

La respuesta de la doctora los desmoralizó por completo:
—Vamos a ver cómo está dentro de cuatro o cinco años.

Si cuidar a gemelos recién nacidos es todo un desafío, ocuparse de dos bebés siamesas,  que comparten la parte inferior del cuerpo es aún más difícil. “Sostenerlas en brazos y tratar de balancear sus cabecitas me resultaba abrumador”, cuenta Erin.

Hasta las tareas más sencillas eran complicadas. Las siamesas necesitaron alimentación por sonda durante varios meses, y dormían mal porque giraban una sobre la otra o se golpeaban sin querer al mover las manos. Cuando una de las dos se resfriaba, contagiaba a la otra; pasaron su primer cumpleaños en terapia intensiva por una infección respiratoria. Durante cada crisis, Erin temía estar descuidando a su hija mayor, Courtney.

Pero la familia finalmente se adaptó. Erin encontró una manera de acostar a las bebés siamesas para que durmieran mejor, y les hizo ropa cosiendo pares de vestidos. Cuando ya no cabían en el asiento para bebés del auto, mandaron a hacer uno especial. Amigos y parientes los ayudaban en la casa y a veces cuidaban a las niñas.

Las siamesas pronto descubrieron que podían ir de un lado a otro impulsándose sentadas; aprendieron a vestirse solas, a subir escaleras y a saltar en una cama elástica. Un día, a los tres años, Kendra llamó a Erin:

—¡Mamá, míranos!

Las niñas se habían puesto de pie, un logro que los médicos habían creído imposible sin la operación.

Para entonces los Herrin estaban convencidos de que tener a las gemelas había sido la decisión correcta. Después del nacimiento de Courtney habían pasado por una crisis e incluso se habían separado durante algunas semanas. Ahora estaban más unidos que nunca. “Kendra y Maliyah nos hicieron más fuertes”, dice Jake.

Faltaba poco para que las gemelas cumplieran cuatro años y sus padres esperaban ansiosos el día en que por fin las separarían y podrían vivir de manera independiente. Pero entonces a Erin le ocurrió algo más extraordinario que tener siamesas: quedó embarazada de gemelos por segunda vez, lo cual sucede una vez en cada 7 millones de casos. No podría donarle un riñón a Maliyah hasta que se recuperara del parto de Austin y Justin (otras personas habían ofrecido donar el órgano, pero ella era la más compatible).

La pareja comenzó a tener dudas respecto a la necesidad de la operación. Kendra y Maliyah estaban aprendiendo a caminar con andador, y se llevaban tan bien que ser siamesas a veces parecía más una bendición que un problema. “Sabía que iba a extrañar bañarlas juntas y acostarlas en la misma cama”, dice Erin. “Y ellas eran felices. Para mí, ya eran perfectas”.

También había que considerar el trauma de la separación. La doctora Meyers pensaba que las niñas estaban lo suficientemente fuertes como para sobrevivir a la primera operación, pero después Maliyah tendría que soportar meses de diálisis antes de estar en condiciones de recibir el riñón de su madre.

Ambas niñas necesitarían más operaciones de reconstrucción, y aunque podrían recuperar movilidad con piernas artificiales, tendrían que usar aparatos voluminosos e incómodos, ya que las prótesis comunes suelen fijarse a un hueso que ellas no tenían: el fémur. ¿Era justo o realmente necesario hacerlas pasar por todo esto?

La doctora Meyers no podía asegurar nada, pero les dijo a los Herrin que dejar a las niñas como estaban también implicaba riesgos.

—Hasta ahora han estado bien con un solo riñón —señaló—, pero si crecen mucho de repente, el órgano podría dejar de funcionar.

Angustiados, Jake y Erin rezaban juntos. Consultaron a psicólogos infantiles y a especialistas en ética médica. También acudieron a un grupo de apoyo en Internet integrado por una docena de padres de niños siameses, de los Estados Unidos y Australia. Aun así, dice Jake, “nos sentíamos solos, como si nadie más en el mundo pudiera comprendernos”.

Aunque los Herrin nunca pretendieron agobiar a las niñas con la carga de la decisión, las gemelas comenzaron a inclinar la balanza.

—Entonces, ¿voy a poder jugar en la computadora mientras Maliyah juega con las Barbies en otro cuarto? —preguntó un día Kendra cuando Erin les habló de la operación.
—¿Y podremos dormir en camas separadas? —inquirió Maliyah.

Cuando su madre les respondió que sí, se rieron de felicidad.

La operación se programó para el 7 de agosto de 2006. Las niñas ingresaron al hospital dos meses antes, y los médicos les insertaron extensores de piel en el torso. Estos dispositivos, que suelen usarse en cirugía reconstructiva, se llenaban cada semana con cantidades crecientes de una solución salina para que la piel se expandiera poco a poco a fin de cubrir con ella el tejido que quedaría expuesto después de la separación.

Para aminorar las molestias, las gemelas dormían sobre un colchón de arena suave.
La preparación psicológica de las niñas era también fundamental. Erin les hizo una larga cadena con eslabones de papel para que llevaran la cuenta de los días que faltaban para la operación. Por su parte, los psicólogos del hospital les dieron dos pares de muñecas cosidas por el vientre y les dijeron que las separaran cuando se sintieran listas. Kendra separó las suyas de inmediato; Maliyah esperó hasta poco antes de la operación.

A las 7 de la mañana del 7 de agosto, pusieron a las siamesas en una camilla para llevarlas al quirófano. Parecían tranquilas, incluso contentas. Los empleados del hospital habían decorado el pasillo con carteles que celebraban la individualidad de las niñas —¿A quién le gustan las orugas? A Maliyah. ¿A quién le gustan las mariposas? A Kendra—, y detenían la camilla debajo de cada cartel, lo que hizo divertido el trayecto. Pero en el último momento, las dos se echaron a llorar.

—¡No quiero ir! —gritaron asustadas—. ¡Por favor, dejen que nos quedemos con ustedes!

Sus padres las acariciaron para tranquilizarlas, intentando contener su propia angustia. “Dejar que se las llevaran es lo más difícil que he hecho en mi vida”, dice Erin.

“La separación de siameses nunca es un procedimiento estándar”, afirma el doctor Michael Matlak, uno de los cirujanos que operaron a las niñas. No existen pares de siameses unidos de idéntica manera, y siempre hay riesgo de un desenlace fatal.

El equipo médico estaba integrado por seis cirujanos, cinco especialistas de otras ramas y más de 25 técnicos y enfermeras. Dirigidos por la doctora Meyers, pasaron 16 horas seccionando los torsos de las siamesas, reconectando vasos sanguíneos y separando hígado e intestinos para asignar una porción a cada una. Luego, poco después de la medianoche, se dividieron en dos grupos: uno para Maliyah, encabezado por el doctor W. Bradford Rockwell, y otro para Kendra, dirigido por el doctor Matlak.

—¡Dios!, ¿qué hemos hecho? —exclamó este último al ver las enormes aberturas en las zonas que habían mantenido unidas a las siamesas.

Matlak, cirujano pediátrico, había hecho unas seis separaciones antes, pero jamás había visto heridas tan grandes como esas y no estaba seguro de que Kendra tuviera suficiente piel para cubrir la fisura que se extendía por la mitad de su cuerpo.

Sus colegas guardaron silencio y él salió del quirófano para relajarse. En un cuarto cercano vio a los padres y a otros familiares de las gemelas. Les confesó sus preocupaciones respecto a Kendra, y entonces el grupo se puso a rezar. Cuando Matlak regresó a la sala de operaciones, más tranquilo, se preparó para trasladar a Kendra a un cuarto contiguo.

—Muy bien —dijo—. Vamos a terminar esto.

Durante las 10 horas siguientes, los dos equipos reconstruyeron la pelvis y la pared abdominal de cada una de las siamesas. La piel fue suficiente para cubrir las incisiones de ambas, si bien apenas alcanzó en el caso de Kendra. A las 9:30 de la mañana del día siguiente, las gemelas dormían en la unidad de terapia intensiva, en camas separadas por primera vez en su vida; las enfermeras las juntaron para que pudieran verse y tocarse las manos cuando se despertaran.

Cuando vieron a sus hijas, los Herrin se abrazaron y se echaron a llorar. “En un instante recordamos todo lo que habíamos vivido en los cinco años anteriores”, cuenta Jake. “Fue algo muy emotivo, como si las niñas hubieran vuelto a nacer”.

También los cirujanos estaban conmovidos. Matlak se encerró en un cuarto desocupado y se puso a llorar. “Me invadió una gran alegría y una sensación de gratitud”, recuerda. La doctora Meyers, por su parte, se quedó atónita al ver que la presión arterial y el ritmo cardíaco de las niñas seguían siendo idénticos. “No hay duda de que los gemelos tienen un vínculo muy especial”, comentó.

Courtney, quien ya tenía seis años, no estaba tan contenta con el resultado de la operación. Cuando vio a sus hermanas, les dijo a sus papás:

—¿Por qué las separaron? ¡A mí me gustaban tales como eran!

Su única esperanza de tener una vida independiente estaría cifrada en una operación de una complejidad casi inimaginable. De hecho sería la primera de su tipo.

Las gemelas aún tendrían que vivir días difíciles. Pasaron 12 semanas más en el hospital. Maliyah se sometía a diálisis tres días por semana, y a veces la afectaban tanto que sufría alucinaciones. Kendra requirió otra operación por un bloqueo intestinal. La piel que les cubría las incisiones empezó a retraerse, por lo que ambas recibieron terapia de presión negativa para succionar el tejido muerto y estimular el crecimiento de piel nueva.

En abril de 2007, cuando Maliyah estuvo lista para recibir el riñón de su madre, los Herrin estaban emocionalmente exhaustos. “La familia había acompañado a las niñas durante todo el proceso”, dice Erin. “El último paso fue muy difícil para todos”.

El trasplante salió bien, pero sólo el tiempo podría dar respuesta a la pregunta que obsesionaba a los Herrin: ¿Habría valido la pena todo el sufrimiento de las gemelas?

—Kendra, ¡corre! —grita Maliyah mientras escribe algo en la computadora—. ¡Te voy a mandar un e-mail!
Su hermana se sube a una silla cercana y mira otra pantalla. “Querida Kendra —dice el mensaje—: eres mi mejor amiga. Te quiero. Maliyah”.

Mientras escribe la respuesta, Kendra mira de reojo a su hermana.
—Todavía no puedes ver —dice sonriendo—. Es un secreto.

Las siamesas pronto cumplirán siete años. Aunque requieren sendas operaciones para enderezar la columna vertebral (la tenían desviada cuando estaban unidas), su desarrollo general es excelente. Se mantienen muy ocupadas jugando con sus amigos y asistiendo a clases de natación, y acaban de empezar la primaria. Sus padres esperan que les coloquen piernas artificiales en pocos meses. Entre tanto, las niñas están aprendiendo a usar muletas, si bien Maliyah todavía prefiere avanzar por el suelo sentada.

Ninguna ha olvidado los días en que tenían unidos los cuerpos. “A veces jugamos a que seguimos pegadas —dice Kendra—, pero ahora podemos hacer más cosas”.

Les gusta guardar secretos mutuos, y jugar a las escondidas con sus hermanos y con Courtney, quien al final ha descubierto que la separación de sus hermanas hace que todo resulte más divertido. Ahora pueden decorar sus propios cuartos y elegir solas sus disfraces de Halloween. “Estos detalles les han cambiado la vida”, asegura Erin. “Quiero que crezcan pensando que todo es posible”.

Pero una cosa no ha cambiado: algunas noches, cuando Jake y Erin van a verlas, descubren que una de ellas se ha pasado furtivamente al cuarto de la otra y que se acurrucan en la misma cama, muy juntas, como han estado desde el principio.

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