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Google y el mal de Parkinson

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El cofundador de Google propone un método para descifrar esta enfermedad.

Varias noches por semana, luego de su jornada de trabajo en la sede de Google, en Mountain View, California, Sergey Brin se dirige hacia una piscina local. Allí, se pone su traje de baño, sube al trampolín de tres metros y se zambulle de cabeza. Recientemente ha estado perfeccionando los giros. “Hay que impulsarse con mucha fuerza, y entonces, empezar a girar de inmediato”, dice. “Eso acelera el ritmo cardíaco”.

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Con cada clavado Brin obtiene otro beneficio: se reduce un poco el riesgo de padecer algún día la enfermedad neurodegenerativa conocida como mal de Parkinson. Alojada en lo más profundo de cada célula del organismo de Brin —dentro de un gen llamado LRRK2— se encuentra una mutación asociada con una mayor incidencia del mal de Parkinson. Brin, por supuesto, no es un hombre común y corriente de 37 años. Como cofundador de Google, cuenta con una fortuna de casi 20.000 millones de dólares.

Desde que supo que es portador de la mutación del LRRK2 ha contribuido con unos 50 millones de dólares a la investigación del mal de Parkinson, lo suficiente, según cree, como para “obtener resultados reales”.

Muchos filántropos han financiado la investigación de enfermedades que les diagnosticaron a ellos mismos. Sin embargo Brin quizá sea el primero que, a partir de una prueba genética, empezó a subvencionar la investigación científica con la esperanza de no contraer un padecimiento al cual es propenso. Su iniciativa es notable por otra razón. La mayoría de los estudios sobre el mal de Parkinson, como muchas otras investigaciones médicas, se basan en el método científico clásico: hipótesis, análisis, evaluación de colegas del campo y publicación. Brin está a favor de un tipo de ciencia más al estilo de Google: primero compilar datos, luego proponer hipótesis y, finalmente, identificar pautas que conduzcan a soluciones.

“En general, el ritmo de la investigación médica es lentísimo comparado con lo que hacemos en Internet”, dice Brin. “Podríamos buscar en muchos sitios y reunir bastante información. Y si encontráramos una pauta, eso podría llevarnos a algo”. La fe de Brin en el poder de los números —y, más ampliamente, en el poder del conocimiento— tal vez sea algo que heredó de sus padres, ambos científicos.

Por un lado, la experiencia de su madre con la enfermedad ha sido tranquilizadora. “Ella sigue esquiando”, dice. En vez de eso, empezó a consultar a científicos de la Fundación Michael J. Fox y del Instituto sobre el mal de Parkinson. Comprendió que era inútil ocultarle al público su riesgo, así que en septiembre de 2008 inició un blog. Su primer post se tituló sencillamente “LRRK2”.

“He conocido, en una etapa temprana de mi vida, algo a lo que estoy predispuesto de manera considerable. Ahora tengo la oportunidad de ajustar mi vida para reducir las probabilidades. También tengo la oportunidad de realizar y apoyar investigaciones sobre esta enfermedad. Esto no sólo puede ayudar a mis familiares, sino también a otras personas”.

Brin ha aportado dinero a varios campos de investigación. Sin embargo, a medida que aumentaba su comprensión del mal de Parkinson, se dio cuenta de que podría hacerse un experimento todavía más audaz. En su opinión, la vida de cada uno de nosotros significa un aporte potencial al conocimiento científico. Todos tomamos decisiones cada día: qué alimentos comer, qué fármacos tomar, qué cosas hacer. Con el poder de las computadoras es posible rastrear y analizar esos datos. “Toda experiencia que vivamos o medicamento que tomemos son piezas de información”, observa Brin. “Si las juntamos, pueden resultar muy valiosas”.

Brin ha aportado cuatro millones de dólares para financiar la Iniciativa Genética sobre el mal de Parkinson online, a través de 23andMe, y 10.000 personas a quienes ya se ha diagnosticado la enfermedad han ofrecido incluir toda clase de información personal en una base de datos. Los voluntarios depositan saliva en un tubo de ensayo de 23andMe para que se extraiga y analice su ADN. Esa información después se coteja con datos de encuestas sobre la exposición de los voluntarios a factores ambientales, su historial médico, familiar, el avance de la enfermedad y la respuesta al tratamiento. Las preguntas abarcan desde lo mundano (“¿Es usted miope?”) hasta lo desconcertante (“¿Ha tenido problemas para mantenerse despierto?”).

Resulta difícil exagerar la diferencia entre este método y la investigación ordinaria. “Antes, un experimento con 10 individuos se consideraba grande”, dice Langston, del Instituto sobre el Mal de Parkinson. “Luego aumentó a cientos. Hoy día 1.000 son muchos, así que con 10.000 hemos alcanzado una escala jamás vista. Esto podría hacer avanzar nuestros conocimientos de manera considerable”.

Este método —basado en enormes conjuntos de datos y preguntas abiertas— no es ajeno a la epidemiología tradicional. Algunos de los hallazgos más grandes de la medicina han surgido del Estudio Cardiológico de Framingham, el cual ha dado seguimiento a 15.000 habitantes de una ciudad de Massachusetts durante más de 60 años. Tales estudios llevan décadas y requieren cientos de millones de dólares y cientos de investigadores.

En cambio, la comunidad de Parkinson de 23andMe requiere menos dinero, mucho menos personal científico y tiene el potencial de aportar la misma cantidad de conocimientos. Automatiza la ciencia, ya que la convierte en algo que simplemente sucede. “En última instancia, numerosos descubrimientos de la medicina le deben mucho a un incidente fortuito que ocurrió y que la gente notó”, señala Brin. “Tal vez vieron una moneda bajo la luz de la calle y, al iluminar toda la calle, se dieron cuenta de que estaba cubierta de monedas. Lo que este método pretende hacer es iluminar toda la calle”.

Pocas personas tienen los recursos para invertir en la ciencia, pero a medida que se abarate el costo de descifrar la secuencia del genoma de una persona y se vuelva parte habitual del tratamiento médico, todos podremos conocer nuestra propensión a contraer enfermedades específicas. En algunos casos quizá descubramos que nuestro riesgo de padecer un mal incurable es elevado. Entonces haremos más ejercicio, empezaremos a alimentarnos de manera saludable y esperaremos a que la ciencia encuentre una cura.

Vista de este modo, la historia de Brin no es sólo la de un multimillonario: es la de todos nosotros

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