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El último partido de béisbol de mamá

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Béisbol

Aquella tarde junto a los Baltimore Orioles fue un verdadero un jonrón dentro del parque de retiro.

Mi madre dejó de hablar unos meses atrás y aquello fue un golpe emocional muy grande. Mamá era una entrometida legendaria. Antes de que existieran los celulares, ella ya contaba con un precioso teléfono fijo instalado en la pared del baño, de manera que ni siquiera la Madre Naturaleza pudiera interrumpir una de sus conversaciones.

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¿Necesitabas una opinión (o no)? Ella te daba una de todos modos. Cuando ingresó al centro de vivienda asistida cinco años atrás, sus historias, acerca de sus tres esposos, sus relaciones con varios senadores de los Estados Unidos mientras trabajaba en Capitol Hill, y sus días como abuela y bailarina de tap, cautivaban a los empleados.

El béisbol y mi madre

Pasaban los descansos en su habitación, riéndose y absorbiendo la sabiduría recibida. Para ocupar sus ahora silenciosos días, mi hermana y yo poníamos música o encendíamos la televisión, pero ella ignoraba todo aquello, igual que como nos ignoraba a nosotros la mayor parte del tiempo, y simplemente se quedaba mirando fijo la pared con una expresión vacía y de enojo a la vez.

Y luego, un día, mientras recorría los canales de televisión, encontré el partido de los Baltimore Orioles contra los Tampa Bay Rays. Fue como si hubiera apuntado el control remoto hacia ella y hubiera presionado el botón de desactivar silencio. Ella corrió la mirada de la pared. Observó. Y luego comenzó a alentar: “Oh”. “Bien”. “¡Muy bueno!”.

Al igual que para Garrett Morris en aquel viejo sketch de Saturday Night Live, el béisbol había sido muy muy bueno con mi madre. Nativa de Chicago, se convirtió en una fanática devota de los Dodgers, principalmente debido a aquel milagroso arrasador de barreras llamado Jackie Robinson.

Pero ella amaba cualquier partido. Era madre soltera de dos niños, por lo que no podía ir a muchos juegos cuando yo era pequeño. Pero logró juntar suficiente dinero para que pudiéramos ir a ver a los viejos Washington Senators jugar contra los Detroit Tigers el día en que repartieron bates de béisbol gratuitos a los niños (Bat Day).

Por supuesto que cualquier fanático semiloco del béisbol necesita un equipo en cada liga, y luego de instalarse en Maryland adoptó a los O’s. No solo compró entradas parciales de temporada, sino que también llegó al palco con su libro de puntos en mano lista para anotar cada jugada.

Ella también seguía a los muchachos jóvenes que jugaban para uno de los equipos de las ligas menores, los Frederick Keys. Le encantaba ver estos partidos las noches cálidas con una cerveza fría. Le gustaba tanto que junto con Esposo Nro. 3 se convirtieron en socios muy minoritarios de un muy poco exitoso equipo Clase A de las ligas menores de los Dodgers llamado los Wilmington Waves.

Para su total decepción, la llama del béisbol nunca se encendió ni en mi hermana ni en mí, por lo que ella entabló vínculos con otros pares beisboleros. Durante años fue la única mujer en su Rotisserie League de béisbol fantasía donde los participantes son dueños y mánagers de los equipos que crean. Salieron últimos todos los años.

El béisbol, fanatismo y despedida

Al igual que con todos los demás hombres en su vida (recuerden: esposos, tres), tendió a seguir más a su corazón que a su cabeza. Pero ganar no era el punto. Ella solo quería ser parte del juego. Tal vez no debería haberme sorprendido que el partido de los Orioles- Rays despertara a mi madre aquella tarde, después de todo, ya habíamos encontrado una tarjeta de Cal Ripken entre sus documentos personales.

Cuando le pregunté si sabía que la Liga Mayor de Béisbol había cambiado las reglas aquel año para reducir el tiempo entre lanzamientos, ella dijo: “No sabía eso. Qué interesante”. Fue la oración más larga que le escuché decir en semanas. Los O’s consiguieron una victoria en la primera mitad de la novena entrada, un repunte de último momento, bastante parecido al que estaba disfrutando yo junto a ella.

Apagué la televisión y le pregunté si necesitaba algo antes de irme. “Más compañía”, dijo. Se refería a mí, pero ahora me doy cuenta de que también hablaba del partido. A lo largo de sus 84 y frecuentemente difíciles años, el béisbol fue una compañía más fiel que prácticamente cualquier otra cosa. Le di un beso en la frente esa noche y le dije que la visitaría al día siguiente, pero al otro día, la magia del béisbol se había desvanecido como cuando los Dodgers se escabulleron de Brooklyn.

Ella se había retirado al refugio del silencio. Una semana después, el 28 de julio, falleció pacíficamente mientras dormía. Aun así, disfrutar aquel último partido mágico con ella fue un regalo, un jonrón dentro del parque de retiro. Mejor aún: esta vez, su equipo ganó.

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