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Cómo demostrar bondad: aquí 3 ejemplos

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Una colección de historias sobre la bondad comunitaria.

Alcalde rayo de sol

Cathy Free tomado de the washington post

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Hace casi ocho años, Al Nixon decidió comenzar el día desde un banco con una vista espectacular del paseo marítimo de San Petersburgo, en el estado de Florida.

“Lo llamo ‘vida naciente’, porque ver el amanecer me ayuda a centrarme para comenzar el día”, asegura Nixon, quien trabaja en el departamento de aguas de esta ciudad estadounidense. 

Un año después, una mujer se detuvo a saludarlo y le dijo algo que cambió su perspectiva sobre este ritual diario. “Me dijo: ‘Sabes, todas las mañanas, cuando te veo sentado aquí, sé que todo va a estar bien’”, recuerda el hombre. “Fue entonces cuando supe que tenía que prestar atención a la gente que pasaba. Tenía que establecer contacto visual y hacerles saber que nos importamos los unos a los otros”.

En lugar de quedarse mirando directo a la costa, Nixon empezó a sonreír y a entablar conversaciones con quienes pasaban. Y muy pronto, algunos madrugadores comenzaron a acompañarlo en el banco, en ocasiones para desahogarse y pedirle consejos sobre problemas personales.

“Era un placer escuchar”, dice Nixon, de 59 años. “Quería que se fueran con la idea de que no tenían que sentirse solos. Cuando se tienen más de 50 o 60 años, muchos sienten que no han cumplido su propósito. En esta etapa de la vida, sé que este es sin duda el mío”. 

Así que todas las mañanas, si el clima lo permite, Nixon, que tiene tres hijos adultos y una pareja, se levanta a las 4:30 a. m. Se pone un sombrero, toma una taza de café y maneja once kilómetros para pasar dos horas en la costa. Su presencia y vocación por escuchar le han valido el apodo de Alcalde rayo de sol.

“Al es tranquilo y constante”, señala Jeff Franzen, de 64 años, promotor inmobiliario jubilado, quien conoció a Nixon en un paseo por el lugar hace unos años. “Su don excepcional es que escucha a todo el mundo”.

Dee Glowa, de 60 años, asegura que es algo más que eso. Conoció a Nixon durante una caminata hace tres años. “Escucha sin juzgar y sin esperar ningún tipo de respuesta”.

Si bien la mayoría se limita a saludar con la mano o a charlar un poco, otros están ansiosos por entrar en su “oficina” y ser escuchados. Cualquiera que sea el problema que deseen ventilar, Nixon les prestará atención. “Hay que tener el corazón y la cabeza abiertos, porque nunca se sabe quién va a llegar y qué puede requerir”, explica el hombre. “Cada persona que se acerca a la banca merece toda mi atención”.

Recuerda el día en que una pareja llegó a contarle sus problemas conyugales. “El esposo estaba siempre trabajando, rara vez en casa”, cuenta Nixon. “Eso estaba destruyendo el matrimonio. Le dije: ‘Amigo, si no te asusta lo que reveló tu esposa, tal vez sí te asuste la posibilidad de perderla’”. 

El hombre reconoció que Nixon tenía razón. “Se puso a llorar y estuvo de acuerdo en que tenía que cambiar sus hábitos”, explica. “Nos abrazamos los tres y nos hicimos amigos. A veces no encontramos para comer”.

Ningún tema está prohibido, asegura Nixon, pero algunas personas se sientan y no hablan quieren hablar. Solo quieren estar junto a alguien y compartir el silencio. 

“Una vez se detuvo una mujer y dijo: ‘Solo quiero sentarme aquí con usted’”, recuerda. “Nos quedamos mirando el agua durante una hora, luego dio las gracias y se marchó. Solo quería un momento de paz y saber que no estaba sola. Y en ese momento, a esa hora, esa mañana, de verdad no lo estuvo”.

En la copa del árbol

Dana Hedgpeth tomado de The Washington Post

En general, Hank —un gato rescatado de dos años, color canela y blanco— es muy hogareño, por una buena razón. La única vez que salió de su patio en Washington, D. C., quedó atrapado en un árbol de 18 metros por cinco días y cuatro noches, sin comida ni agua.

La gran aventura de Hank comenzó el pasado 6 de noviembre. Al volver del mercado de agricultores, su compañera Delores Bushong, de 75 años, se percató de que no había entrado por su almuerzo. Lo llamó por los callejones y calles cercanos a su casa. Al oscurecer, empezó a preocuparse. Entonces escuchó maullidos, alzó la vista y vio a Hank trepado en una rama cerca de la copa del árbol del vecino.

Bushong cree que Hank pasó por debajo de una cerca y luego lo asustaron unos perros. Entre más miedo tenía, más alto subía. “Los gatos tienen una increíble capacidad para trepar árboles, pero no son tan buenos para bajar”, señala Dan D’Eramo, director de servicios en campo de la Humane Rescue Alliance (HRA), asociación de rescate y adopción de animales.

Preocupada, Bushong pidió a la HRA que se encargara de ello, pero no era una tarea fácil. La HRA llamó a los bomberos, pero se negaron a ayudar citando motivos de seguridad. Entonces Bushong llamó a una empresa de construcción para alquilar un andamio, pero le dijeron que tenía que reservar el equipo con antelación.

Luego se puso en contacto con Casey Trees, empresa local donde trabaja como voluntaria, ayudando a plantar y podar árboles. Pero la cuadrilla que acudió al sitio analizó el predicamento del gato y dijo que no era seguro subir porque las ramas no eran resistentes. 

La mujer estaba destrozada. “Darte cuenta de que alguien a quien amas está en problemas y que no puedes hacer nada, es muy frustrante”, confiesa.

Aquí entran los vecinos. Ed Baptiste, a cuyo árbol había trepado Hank, le permitió a la mujer sentarse en su patio trasero para llamarlo. Otro vecino donó una lata de sardinas con la esperanza de que el gato hambriento bajara. Los vecinos dueños de perros los sacaron a pasear en lugar de dejarlos en el jardín, para no asustar más a Hank. 

Una vecina le sugirió a Bushong pedir una escalera a EJ’s Pest Control, un negocio local de control de plagas. La dueña, Ijeoma Maduforo-Barry, le dijo que podía usarla sin problema. “No tengo mascotas, pero soy humana y tengo corazón”, dice Maduforo-Barry. Por desgracia, la escalera era demasiado corta.

Al quinto día, nada había funcionado. Entonces, Lydia Krassensky, asistente veterinaria de HRA, contó a otro empleado cómo su hermana y su cuñado bajaron a su gato de un árbol. Improvisaron un sistema de poleas con una cuerda enganchada a una rama alta y levantaron una cesta con algunos objetos de los humanos. El animal, atraído por los olores familiares, subió a la cesta y lo bajaron. D’Eramo decidió probar este método.

Bushong llenó una caja con algunos de los objetos favoritos de Hank: hierba gatera, comida, unas pantuflas y una manta afelpada. Los voluntarios de Casey Trees usaron un artilugio para lanzar una bolsa de frijoles atada a una cuerda a lo alto del árbol.

Acertaron en el primer intento; la cuerda se enganchó en una rama justo encima del gato. Tirando del otro extremo, colocaron el paquete con cosas para Hank justo debajo de él. Para alegría de todos, el felino saltó y pudieron bajarlo.

Ya en tierra firme, Bushong tomó a Hank en sus brazos y lo estrechó con fuerza mientras él ronroneaba. Luego entraron a comer y el gato se fue a descansar a su sillón favorito.

Al día siguiente, recuerda la mujer, cuando Hank quiso salir de la casa dijo: ‘Ay, no’. Pero, tras arreglar el cerco, lo dejó salir al patio trasero, de donde no parece querer escapar.

La aventura del felino le enseñó a su agradecida compañera una lección sobre los vecinos que ayudan a sus vecinos. “Es increíble la cantidad de personas que se desvivieron por ayudar a mi gato”, asegura. “Jamás me dijeron: ‘Estás exagerando’. Me sentí bien al saber que vivo en un barrio donde la gente haría todo lo posible por salvarlo. Me dio esperanza”.

Por amor al juego

David Waldstein tomado de The New York Times

Uno de los sonidos más gratificantes de los deportes es el de un balón de básquet que atraviesa la red con un silbido perfecto. Si se quita la red, lo único que queda es el silencio frustrante de una esfera que empuja moléculas de aire al atravesar el aro. ¿Lo atravesó? A veces es difícil saberlo.

Por eso, Aníbal Amador, exagente inmobiliario de Nueva York, suele tomar dinero de su propio bolsillo y comprar redes nuevas para algunas canchas de los alrededores. Por lo regular, la ciudad no las suministra.

“Sin las redes sencillamente no es divertido”, dice Amador. “Nadie prefiere jugar así”.

Por lo tanto, en los últimos años, Amador ha comprado estos objetos y los ha instalado en los aros de algunos parques cercanos a su casa, con una escalera de mano que lleva desde su departamento, ubicado en el centro de Manhattan.

El Departamento de Parques mantiene 1.800 canchas de básquet en los cinco distritos de Nueva York, donde se han jugado algunos de los mejores partidos de la historia, sin ser vistos por un solo aficionado. No es posible mantener redes en cada uno de esos lugares, así que la ciudad ni lo intenta.

“Lo entiendo”, señala Amador, “porque hay tal cantidad de lugares que tendrían que estar colocando redes todo el tiempo. Y ahí es donde entro yo”.

El pequeño acto de altruismo de este hombre es uno de los muchos que tienden a pasar desapercibidos, pero que contribuyen a mantener algo de calidad de vida en una metrópolis sobrepoblada, donde este deporte es una tradición urbana.

El año pasado, un grupo de jugadores del parque St. Vartan esperó con paciencia a que Amador, de entonces 55 años, terminara de colocar las nuevas redes en los aros y limpiara el tablero con un trapo. Cuando finalizó, lo llenaron de aplausos.

“Es mucho mejor para todos con las redes”, asegura Amador, con una gran sonrisa. 

Originario de Río Piedras, en San Juan, Puerto Rico, se mudó a Nueva York hace casi 30 años y trabajó en el sector inmobiliario hasta hace poco. Quiere dedicarse a otra cosa, pero, mientras tanto, juega básquet unas dos o tres veces por semana y brinda mantenimiento a los aros de sus canchas favoritas cuando hace falta, lo cual sucede más o menos cada nueve semanas.

“La cantidad de partidos que se juegan en estos parques es sorprendente”, cuenta. “Son muchos, el material no resiste”.

Pero en St. Vartan él se asegura de que cada buen tiro suene como un chapuzón en las redes, mismas que adquiere por Internet a unos diez dólares cada una.

En una ocasión, en medio de un proceso de instalación, uno de los jugadores habituales le dio veinte dólares para ayudarlo con los gastos. Estaba asombrado de que alguien fuera tan generoso con su dinero y su tiempo. “Pensé que trabajaba para la ciudad”, dice el jugador. “Era meticuloso. Y luego sacó un cepillo largo y limpió los tableros. Nunca había visto algo así”.

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