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El divorcio y el miedo de mi hijo a lo desconocido

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Una amistad poco común ayudó a mi hijo a lidiar con el divorcio, la muerte y su desesperación.

Una amistad poco común ayudó a mi hijo a lidiar con el divorcio, la muerte y el miedo a enfrentar su nueva vida. 

El departamento al que nos mudamos con mi hijo Hugo luego del divorcio era agradable, pero teníamos la sensación de estar aferrados a una balsa en medio de aguas turbulentas. Estábamos a unos 30 minutos de distancia de la casa del padre de Hugo. Durante la primera semana que se quedó allí conmigo, la respuesta de mi hijo de ocho años a este cambio consistió en destrozar su habitación hasta que, finalmente, las lágrimas se abrieron paso y pude abrazarlo.

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En ese momento, también surgió en él una nueva inquietud: el miedo a la muerte. “No puedo dormir. Pienso en la muerte”, decía cuando lo encontraba con los ojos bien abiertos en la oscuridad de su habitación, con su pequeño cuerpo rodeado por una barricada de muñecos mullidos de ojos diminutos y aspecto algo perverso. Hugo siempre se había considerado ateo, particularmente desde el momento en que su padre, a los cuatro años, le había dicho que al morir nos convertíamos en polvo. Para Hugo, eso había sido tan solo una frase para hacer reír a los adultos y confundir a sus inocentes amigos del jardín de infantes. Pero ahora, al crecer, estaba comprendiendo el concepto del tiempo y veía que lenta pero certeramente estaba avanzando hacia lo desconocido. Creo que este temor a la muerte surgió también porque ya nada parecía seguro: nuestra pequeña familia ya no era una unidad y nuestras vidas estaban divididas en casas separadas.

Cuando las noches se volvían demasiado difíciles para Hugo, nos dormíamos abrazados como dos monos, y así todo lo desconocido se mantenía lejos, al menos por una noche más. Ese mismo año, yo había comenzado a participar de un nuevo grupo para tratamiento de adicciones que se reunía dos veces a la semana. El grupo era un lugar seguro donde no se evitaba ningún tema difícil. Las mejores conversaciones solían tener lugar una vez terminadas las reuniones, y mi persona favorita para hablar era Denis, un hombre de 80 años que había sobrevivido al cáncer, que solía estar en desacuerdo con todos y a quien todo el resto del grupo consideraba un gruñón.

Al finalizar cada reunión debíamos ponernos de pie y tomarnos de la mano. Yo lo hacía aunque me incomodaba, no me gustaba la intimidad forzada que esto generaba, pero Denis se negaba. Como un eslabón roto en una cadena, él se quedaba parado con las manos cerradas y era precisamente esta pequeña rebelión lo que me impulsaba a confiar en él. Él fue una de las primeras personas a quien le confié la cuestión de mi divorcio.

Su respuesta pragmática y su falta de sentimentalismo (“Ahora todo apesta, pero mejorará”), me ayudó a poner en perspectiva mi pena. Sabía que el propio Denis había atravesado muchas dificultades, el cáncer reciente era una de ellas, y aun así tenía una sana actitud de sensatez que me resultaba inspiradora.

No fui yo la única persona cautivada por Denis; mi hijo se convirtió en fanático instantáneamente cuando se conocieron en la celebración de un año de mi sobriedad. Mientras socializábamos e intentábamos mantener en equilibrio las porciones de torta sobre aquellos endebles platos descartables, Hugo se mostraba educado, pero sentía que los adultos lo trataban de manera condescendiente y tenía ganas de irse. Hasta que llegó Denis, se presentó, estrechó su mano y le preguntó a Hugo qué pensaba sobre la “torta fea”.

Hugo respondió que la torta le parecía bien y luego le preguntó a Denis por qué no quería tomar de la mano a sus compañeros al finalizar las reuniones grupales, un detalle que yo le había comentado en casa. “No estoy en jardín de infantes”, dijo Denis, y mi hijo se rio entre dientes. Luego hablaron de ateísmo; Denis recordó ese detalle de todo lo que le había contado sobre mi hijo porque era algo que tenían en común. Le dijo a Hugo que era la primera vez que se encontraba con un ateo de ocho años. “Yo nunca antes había conocido un ateo de 80”, contestó Hugo impávido y Denis soltó una carcajada.

Desde ese momento, ambos comenzaron a interesarse por novedades del otro. Finalmente, las novedades incluyeron también la devastadora noticia de que el cáncer de Denis había regresado. Le expliqué a Hugo que su amigo estaría ahora en un centro para tratamiento y le conté que lo visitaría. “¿Va a morir?”, preguntó Hugo. “Sí”, le dije. “¿Pronto?”. “Probablemente. Antes de que termine el verano”, respondí. Le hablé cariñosamente, pero con firmeza, mientras sentía cómo se tensionaba mi garganta y me veía obligada a contener las lágrimas. Tal vez fui demasiado dura, pero tenía ciertas ganas de enseñarle a mi hijo sobre la muerte, de mostrarle que la muerte, al igual que la amistad (o el amor que culmina en divorcio), era parte de la vida.

Esperaba que al alimentar una relación entre Denis y Hugo pudiéramos normalizar esto que resultaba tan aterrador para mi hijo, quien aún estaba muy preocupado por el fin de su propia existencia. Los enormes ojos marrones de Hugo estudiaron mi rostro y con la frente fruncida dijo suavemente: “De acuerdo. ¿Puedo visitarlo también yo?”.

Y eso hicimos. En el viaje al hospital, Hugo insistió en comprarle un regalo. ¿Qué se le puede obsequiar a un anciano gruñón que lo único que deseaba , como muy extravagante, era café negro? Un alegre dragón de peluche, por supuesto. Un regalo perfecto, bromeamos, para alguien con una forma de ser tan alegre. A Denis le pareció muy divertido y exhibió el dragón orgullosamente cerca de un elfo de peluche que alguien le había regalado, también como broma. Dejó que Hugo se comiera su postre de hospital.

Fuimos luego al área común y jugamos un juego de cartas; Hugo anotaba los puntajes en un papel. Siempre le gustaron los números, los gráficos y las estrategias. “Deberíamos jugar ajedrez”, dijo Denis. “¿Sabes jugar?”. “No, pero puedes enseñarme”, respondió Hugo.

Denis fingió consternación. “Si no hay otra alternativa”, dijo. “¿Qué clase de persona no juega ajedrez?”.

Visitaba a Denis todos los domingos y llevaba siempre a mi hijo. Comíamos donas mientras ellos jugaban ajedrez y conversábamos sobre las aventuras de Denis como trabajador rural antes de que se recibiera de abogado a los 50 años “solo para ver cómo era aquello”. Denis nunca hablaba sobre el cáncer, pero Hugo había dicho en más de una oportunidad que tal vez ellos (los médicos) se habían equivocado. ¡Denis parecía estar muy bien! Pero no era así. Usó bastón por un tiempo, pero luego fue necesario un andador, que más tarde se convirtió en silla de ruedas.

Finalmente, Denis fue trasladado a un centro de cuidados paliativos. El único comentario de Hugo sobre la nueva ubicación, a la que él llamaba “hospital para morir”, era que Denis no se veía como ninguna de las personas que estaban muriendo allí. En comparación con las instalaciones anteriores, rodeadas de cemento y repletas de personas frágiles vestidas con túnicas de hospital, el centro de cuidados paliativos era luminoso, limpio y en absoluto deprimente. Desde las ventanas de la habitación de Denis podíamos ver una enorme montaña de árboles, terrenos decorados con fuentes y el ancho río. En nuestra primera visita a aquel lugar, Denis señaló que la prisión compartía el estacionamiento con las instalaciones del centro y le contó a Hugo una oscura historia sobre la última ejecución que había tenido lugar allí en 1962, en la que dos hombres habían muerto en la horca, uno de los cuales mantuvo su inocencia hasta el final. “Todo está embrujado aquí”, agregó al pasar, y se rio al ver que Hugo abría grande los ojos. Una vez que se sentía animado,

Denis nos convenció de salir a comer tacos a un puesto callejero que se encontraba a diez minutos a pie de allí (una caminata que nos tomó media hora a nosotros), y dejó que Hugo empujara la silla todo el camino. No fue una tarea sencilla, ya que la silla de ruedas se atoraba en las grietas de la vereda. Denis estaba orgulloso de poder invitarnos, y mi hijo montó un gracioso espectáculo en el que simulaba estar cenando en un lujoso restaurante y sujetaba de maneras ridículas sus cubiertos de plástico mientras intentaba cortar los tacos.

A medida que la salud de Denis se deterioraba, a veces solo lográbamos llegar al patio de la terraza del hospital, o nos quedábamos en su habitación, donde ellos jugaban ajedrez. Durante todo este tiempo, nunca hablamos de su enfermedad, ni de que se acercaba el momento de su muerte, ni de todo lo que aquello significaba. Pero finalmente tuvimos que abordar la cuestión de nuestra última visita, donde la despedida sería para siempre.

Hugo y yo teníamos programado un viaje a Europa donde pasaríamos el resto del verano. Ese día llevamos café y luego fuimos a la terraza; era una tarde tan ventosa que las piezas de ajedrez se caían sin parar. Más tarde, Hugo empujó la silla de Denis por aquellos largos pasillos, en algunos tramos a toda velocidad, con algunos giros algo salvajes que hicieron jadear a Denis. Hugo olvidaba la fragilidad de su amigo y Denis no tenía el valor para retarlo. Lo dejamos en su habitación y nos dimos un primer y último tieso abrazo, ya que Denis mantuvo en segundo plano su rechazo por el contacto físico para dar lugar a este extraño y tierno momento.

Y luego nos fuimos. Hugo lloró todo el viaje a casa. Un mes después, recibí una llamada de un familiar de Denis mientras estábamos con Hugo en la playa; con el mar brillando a través de las ventanas del hotel tomé la llamada. Le quedaban días, tal vez horas, nos dijeron. Ya no podía hablar. Luego de cortar, decidimos grabarle un mensaje de voz. “¿Qué debería decir?”, preguntó Hugo. “¿Qué quieres decirle?”. “No lo sé. ¿Buen viaje?”, dijo y se rio nerviosamente. Después de que le dejáramos un torpe mensaje, Hugo agregó: “Pero es ateo, así que ni siquiera irá a ningún lado”.

Dos años más tarde, en enero de 2020, la abuela de Hugo falleció y él acepto su muerte estoicamente mientras bromeaba con que había tenido entrenamiento con Denis. No sé si las noches de insomnio de mi hijo desaparecieron gracias a aquellas visitas de domingo, pero finalmente logramos sumergirnos en nuestra nueva vida, a pesar de tanta falta de certezas. Mi hijo ya no se obsesiona con la muerte, aunque admite que aún siente miedo de lo desconocido, pero ¿quién no? Tampoco estoy segura de que siga siendo ateo. Mientras reemplazaba su teléfono esta última Navidad encontré un par de mensajes enviados al número de su abuela, uno de ellos decía: “¿Dónde estás?”.

Cuando le pregunté por aquello me dijo: “Estaba triste y la extrañaba. Fue reconfortante”. Como todos los padres, trato de suavizar golpes y disipar mitos y monstruos; con Denis intenté que la muerte resultara menos aterradora, darle un rostro humano o, incluso, ayudarlo a hacerse amigo de ella. No sé si los mensajes de texto de Hugo a su abuela son señal de que se ha roto el hechizo, lo que sí sé es que ahora comprende que las personas continúan vivas aún después de su partida y reconocerlo es una manera de hacer las paces con lo desconocido.

Por Jowita Bydlowska

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