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Raptada por seres queridos

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Leé esta conmovedora historia de una madre que buscó incansablemente a su hija raptada hasta encontrarla.

Al descubrir que dos de sus mejores amigos se habían llevado a su hija menor sin dejar rastro, una madre emprendió una búsqueda desesperada…

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Delores Cyster estaba muy contenta de volver a casa tras un largo día de trabajo. Ese sábado 10 de julio de 1993 cumplía 29 años, y el clima estaba inusualmente tibio para ser invierno en la zona de Cape Flats, en Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Aunque se sentía agotada luego de pasar nueve horas soldando cuchillos de carnicero en el distrito industrial de Epping, esa tarde pensaba solo en el festejo que había planeado con su familia. Su esposo, Eric, y ella decidieron celebrar una fiesta con sus cuatro hijos: Wayne, Samantha, Waylene y la pequeña Johnnica. Mientras caminaba desde la parada de taxis, Delores, que estaba embarazada, se imaginó a los tres mayores ayudando emocionados a su abuela con los preparativos en su modesta casa, en Mitchell’s Plain. Pero antes tenía que pasar a buscar a Johnnica por la casa de una pareja que la cuidaba, a veces hasta cinco días seguidos cuando ella trabajaba horas extras, tal como había ocurrido esa semana. Johanna Ambraal era una de sus mejores amigas. Para Delores, esta mujer atractiva y esbelta, siete años mayor que ella, era un figura maternal en la cual había encontrado apoyo durante una mala racha en su matrimonio. Philip, su esposo, había sido su compañero de trabajo siete años atrás, y Delores trabajó junto a él todos los días hasta que lo despidieron y empezó a manejar camiones. Como no hubo respuesta, Delores tocó más fuerte. Pronto, su alegría se convirtió en impaciencia, luego en inquietud y, después de dar varias vueltas a la casa golpeando puertas y ventanas, en incredulidad y angustia. Al oír ruidos, un vecino salió y le dijo a Delores:
—Los Ambraal se fueron. Hicieron las valijas y se fueron el miércoles. No dejaron ninguna dirección.
—¡Pero tienen a mi hija! —gritó ella—. ¿Dónde está mi bebé? ¿Adónde se llevaron a Johnnica?

Situado en las afueras de Ciudad del Cabo, Mitchell’s Plain es uno de los mayores barrios de gente de raza negra, donde abundan las drogas y las pandillas, pero también la solidaridad. La numerosa familia de Delores y sus amigos de inmediato iniciaron la búsqueda, a la que se sumaron otras personas a medida que recorrían centros comunitarios, negocios y clínicas preguntando por los Ambraal y la niña. La única pista la dio el vecino. Recordaba haber oído decir a la pareja que irían al cercano municipio de Manenberg y luego a Puerto Elizabeth, ciudad costera ubicada a 750 kilómetros de distancia. En Manenberg no encontraron rastro de ellos, pero Delores sabía que Philip tenía una hermana, Mimi, en Puerto Elizabeth. La llamó, pero ella dijo que creía que la pareja aún estaba en Ciudad del Cabo. Como los Ambraal eran sus mejores amigos, Delores no quería que la policía interviniera. En su comunidad no se llamaba a las autoridades por cualquier motivo, y además creía que la pareja había desaparecido por una buena razón. Sin embargo, empezó a derrumbarse a medida que se acumulaban las noches en vela. Eric también estaba lleno de angustia, y la repentina pérdida de Johnnica había comenzado a minar su salud.

La familia avisó a la policía nueve días después de la desaparición de la nena. Los Ambraal quizá habían sido sus amigos, pero haberse llevado a Johnnica era un delito. Según el teniente coronel Stephanus van Deventer, del Departamento de Personas Desaparecidas de la Policía de Sudáfrica, cada año se recibe aviso de hasta 1.700 niños extraviados, unos cuatro por día. La mayoría es hallado en menos de un año. La organización Niños Desaparecidos de Sudáfrica (NDS) dice haber encontrado al 87 por ciento de los niños reportados como desaparecidos entre el 1 de diciembre de 2010 y el 30 de noviembre de 2011.

“Al igual que las familias, nunca perdemos la esperanza de que los menores que siguen perdidos sean hallados con vida”, señala Judy Olivier, coordinadora nacional de NDS. Semana tras semana, Delores iba a la jefatura de policía a buscar noticias, y no dejaba de rezar. Mirando al cielo mientras se dirigía hacia la parada de taxis para ir a trabajar, o cuando volvía a casa caminando al anochecer, imploraba: Señor, cuida a mi hija y envíala de vuelta a casa. En las peores noches imaginaba que Johnnica había sido vendida a extranjeros, pedófilos o traficantes, o asesinada. Pero a pesar de lo inexplicables y viles que le parecían los actos de los Ambraal, no podía creer que permitieran que alguien lastimara a una niña a la que habían cuidado como si fuera suya. Philip tenía hijos propios de un matrimonio anterior, pero Johanna era estéril. Delores pensaba que quizá había sido amor lo que los llevó a desaparecer con su hija: simplemente se habían encariñado mucho con ella. Bloqueó los demás pensamientos y se concentró en ese, pues le ofrecía una leve esperanza de que Johnnica estuviera viva y algún día la recuperara.

Delores y Eric pensaron que la llegada de su nuevo bebé mitigaría su dolor, pero aunque adoraban a su hijo recién nacido, Morné, nada podía sustituir a Johnnica. La chispa de esperanza se encendió en junio de 1996, cuando Delores logró ahorrar dinero suficiente para comprar combustible y viajar a Puerto Elizabeth. Ella y dos de sus hermanas se apretujaron en el viejo Mazda azul de su cuñado, y él manejó toda la noche para que Delores pudiera visitar a Mimi Ambraal. Valió la pena. Mimi le dijo que su hermano estaba viviendo con una niña en algún lugar de Johannesburgo, a 1.400 kilómetros de Ciudad del Cabo. Incluso le mostró una foto borrosa de una pequeña de cinco o seis años. Delores reconoció a Johnnica, pero su alegría se mezcló con ira y dolor: aunque su hija estaba viva, estaba creciendo lejos de ella.

En el camino de vuelta a casa mantuvo la foto pegada a su pecho. Delores dio esa información a la policía y siguió rezando. Pese a saber que su hija estaba viva, ya llevaba dos años sin verla y el estrés había hecho estragos en su salud. La angustia constante la había hecho bajar mucho de peso, y a finales de 1997 sufrió un colapso nervioso. Buscó ayuda en el Hospital Psiquiátrico Lentegeur, en Mitchell’s Plain, donde la ayudaron a sobrellevar su aflicción durante varias semanas.

Poco depués, Delores sufrió otra desgracia: en febrero de 1998 su esposo, Eric, murió en un accidente automovilístico. Lo único que la hizo seguir adelante fue el apoyo de su madre y de Alfonso, un buen amigo de la familia, así como la firme convicción de que debía recuperarse para buscar a Johnnica y cuidar a sus demás hijos. Al pasar el tiempo se estrechó la relación entre Delores y Alfonso, y se casaron en 2000. Tuvieron dos hermosas hijas —Krislyn y Kristan—, pero nada podía reemplazar a Johnnica.

Delores se sentaba a trenzarles el cabello a las niñas como lo había hecho con Johnnica, y las lágrimas le rodaban por las mejillas. Ese año se comunicó con Padres Afligidos de Niños Desaparecidos (PAND), y les pidió ayuda a Michael y Michelle Ohlsson, quienes dirigían esa organización. Habían pasado siete años desde la desaparición de Johnnica, y Delores estaba desesperada por hacer algo para encontrarla. Michael y su esposa Michelle, asesora voluntaria en situaciones traumáticas, seguían buscando a su propio hijo, Matthew, desaparecido hacía 15 años. Animaron a Delores a no perder la esperanza.

Más de una década después, en septiembre de 2011, en vez de acudir a la jefatura de policía de Mitchell’s Plain, como de costumbre, Delores caminó un kilómetro más hasta la sede de la Unidad de Violencia Familiar, Protección Infantil y Delitos Sexuales, y contó su desgracia. Al no recibir noticias, volvió a acudir en diciembre. Mientras hablaba con un policía en un pasillo, el subteniente Nicholas Du Plessis escuchó su historia y, conmovido, se ofreció a ayudarla. Este investigador de cabello entrecano de inmediato se abocó a seguir las viejas pistas, empezando por Mimi Ambraal, quien aún vivía en Puerto Elizabeth.

La policía se dirigió a casa de Mimi para averiguar sobre Philip. Ella les dijo que tanto su hermano como su cuñada habían muerto: Philip cinco años atrás, y Johanna hacía poco, ese mismo año. Sin embargo, añadió que Johnnica vivía en Puerto Elizabeth con sus dos hijos pequeños. Tras una investigación que llevó tan solo dos semanas, se había resuelto un misterio que duró 18 años. Du Plessis llamó a Delores.
—Tengo buenas y malas noticias para usted —anunció.
—¡No me diga que Johnnica está muerta! —exclamó ella, angustiada.
—Ella está bien —le aseguró el investigador, provocando que Delores gritara y derramara lágrimas de alivio—, pero la mala noticia es que la pareja que raptó a su hija ya murió y no podrá ser enjuiciada. Y hay otra buena noticia: ¡ahora usted también tiene dos nietos!

Una calurosa noche de la última semana de enero de 2012, Delores se sentó en un sillón de su casa, con su familia alrededor de ella y, temblando, hizo el llamado telefónico con el que tanto había soñado.
—Hola, Johnnica —dijo, esforzándose por controlar la voz—. ¡Te está hablando tu mamá!
Al otro lado de la línea, Johnnica Bailey, o “Johnnica Senoné Ambraal”, como la llamaban Philip y Johanna, no podía creer lo que estaba oyendo. Había crecido con la idea de que los Ambraal —quienes también solían llamarla “Senoné” y “Micky”— eran sus padres. Sin embargo, bien podría haberlos llamado “Hanna” y “Philip”, no “mamá” y “papá”, porque no vivía con ellos. Como ambos trabajaban, ella se quedaba con la hermana menor de Philip, Jennifer, y con su esposo. Johnnica creía que Jennifer era su tía y estaba feliz de vivir con ella. Al salir de la escuela, pasaba el tiempo ayudándola con los quehaceres o jugando con sus amigos en el patio de su casa, en Puerto Elizabeth. Jennifer, Johanna y Philip no le demostraban mucho afecto, pero ella sabía que la amaban. Le inculcaban buenos valores, y todos los domingos la llevaban a un templo apostólico. Johnnica incluso salió de gira con el coro de la iglesia, y a los 15 años cantó en la iglesia apostólica de Mitchell’s Plain, a unas cuantas cuadras de la casa de Delores. En 2006, los Ambraal se mudaron a la pequeña casa de Jennifer, pues Philip estaba gravemente enfermo de cáncer. La afligida Johnnica, de 16 años, ayudó a cuidarlo y a cambiarle los vendajes de las escaras hasta que murió.

Cuando Johnnica se enamoró de un joven contratista y quedó embarazada, tuvo miedo de la reacción de su familia. Furiosa, Jennifer la echó de la casa, pero pronto recapacitó y la recibió de nuevo en su hogar, antes de que naciera el bebé, Kezian, quien hoy día tiene cuatro años. Jennifer aceptó la relación de Johnnica con el joven y, dos años después, le dio la bienvenida al segundo hijo de la pareja, una niña llamada Keshia. Una mañana de 2010, Johnnica se encontraba en una clínica con Kezian cuando recibió una noticia devastadora: Jennifer había sufrido un infarto. Un año después, Johnnica aún guardaba duelo cuando Johanna se enfermó también. Sin la presencia de Jennifer, la carga de cuidar a Johanna recayó casi completamente en Johnnica, quien se mantuvo al lado de ella hasta el día en que murió, en 2011, también de cáncer. Fallecido el último miembro de su familia cercana y terminada su relación con el padre de sus hijos, Johnnica fue acogida por uno de los hijos de Philip y su esposa. Ni siquiera en sus respectivos lechos de muerte Philip, Johanna o Jennifer le dijeron una sola palabra a Johnnica acerca de su pasado. Sin embargo, al calor de unas copas en la celebración de la Navidad de 2011, tuvo el primer indicio de que su familia no era lo que parecía.
—En realidad, tú no eras hija de Johanna —le reveló la nuera de Philip—. Tu mamá te dio en adopción en el hospital el día que naciste porque eras una kroes.
La mujer se refería a que Johnnica tenía el cabello rizado, una señal de su ascendencia negra, y la palabra kroes era un insulto racista. Johnnica lo atribuyó a la bebida, y siguió sin creerle a la mujer hasta dos semanas después, cuando llamó para decirle: “Tu verdadera madre te está buscando”.

Cuando recibió el emotivo llamado de Delores, el 26 de enero, Johnnica se quedó muy sorprendida, pero aún tenía dudas. La policía llamó para confirmarle que era verdad, y Delores tuvo que hacer varios llamados más para convencerla de que volviera “a casa”. Finalmente, activó el altavoz del teléfono para que Johnnica pudiera oír a sus hermanos y hermanas reunidos a su alrededor.
—¿Quieren que vaya a Ciudad del Cabo? —les preguntó Johnnica con la voz temblorosa.
—¡Sí! —gritaron ellos—. ¡Ven!
Delores tomó el dinero que había ahorrado en su nuevo trabajo en una cafetería y se lo mandó a su hija para que viajara en taxi desde Puerto Elizabeth. En la madrugada del 2 de febrero, el taxi dejó a Johnnica y a sus hijos en la jefatura de policía de Mitchell’s Plain, y luego una patrulla los llevó a la casa de Delores. La ansiedad de la madre se convirtió en felicidad cuando abrió la puerta y vio a Johnnica y a sus nietos.
—¡Ya llegó mi hija! —gritó llena de emoción, al tiempo que tomaba a Kezian entre sus brazos.
El pequeño, de tres años, se parecía más a la hija que Delores recordaba que a la tímida mujer de 21 años que acababa de bajar del vehículo de la policía con un niño en brazos. Transcurrieron algunos minutos antes de que Delores se acercara a Johnnica, la cual se había sentado en silencio, abrumada por la efusiva bienvenida de sus hermanos. La madre abrazó a su hija, y un torrente de lágrimas y palabras comenzó a fluir. Conversaron hasta las 6 de la mañana. Delores luego llevó a Johnnica a la habitación que le habían preparado, y se quedó mirando su rostro mientras ella dormía.


“EL REENCUENTRO con un hijo perdido es una especie de luna de miel”, señala Michelle Ohlsson, de PAND. “Pero después, padre e hijo deben conciliar sus sueños y expectativas con la realidad. Cuando una madre ha estado separada 19 años de su hija y ella ha sido criada por otras personas, necesitan encontrar un terreno común y llegar poco a poco a acuerdos y a la aceptación”.


Delores siente una justificada ira hacia los Ambraal. “Me enfurece pensar en todo el tiempo que me mantuvieron lejos de mi hija”, dice. Johnnica también oscila entre el resentimiento y una sensación de que el rapto por parte de Johanna, Philip y Jennifer surgió del afecto. “Fueron buenos conmigo —afirma—. Mi vida con ellos era la única que tenía, y no era mala. No puedo lamentarlo. Si no me hubieran robado, no habría tenido a mis dos hijos adorados”. Ahora los tres viven con Delores. “Johnnica es muy callada, y cuando la veo triste pienso que extraña Puerto Elizabeth”, comenta la madre mientras cubre su rostro con un pañuelo y suspira hondamente. Johnnica pasa uno de sus delgados brazos alrededor de los hombros de Delores. Sus facciones se parecen a las de su madre. “En esta casa hay una calidez especial”, dice sonriendo. “Me siento en familia”.

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