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La otra cara de Dublín

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La otra cara de esta ciudad que a pesar del mal estado de la economía, sus ruidosas calles muestran a pujantes artistas, novelistas y oradores de todo tipo.

Ciudad de historias y personajes

Dublín es una ciudad de historias. Me contaron la de un hombre que trabajó como sastre en unos estudios de cine y al mismo tiempo estudiaba derecho, la de un místico que dejó un puesto en la universidad para ser jardinero y la de la señora Chairbre, que podía mantener a la gente embelesada en un pub.

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El boom económico de Irlanda comenzó a mediados de los noventa. Y empezó a hacer agua en 2008. Con una tasa de desempleo del 14 por ciento y una deuda pública cada vez más elevada, Irlanda ha sufrido durante la recesión. No obstante, mi plato de caballa fresca a la parrilla estaba delicioso. Y además, ninguna recesión económica va a cambiar el hecho de que la conversación es el principal activo de esta ciudad.
A través de la ventana del Winding Stair (un restaurante con vistas al río Liffey cerca del exquisito puente de Ha’penny) se divisaba el cielo que amenazaba con lluvia. Durante toda la mañana, el Sol no se había más que asomado tímidamente entre las nubes. Banville miró hacia fuera: “Me encanta este tiempo —dijo—. Puede haber seis estaciones distintas en un solo día”.

Por la tarde visité la exposición de Eileen Gray en el Museo Nacional de Artes Decorativas, un imponente complejo neoclásico de 1702. La muestra incluía a la mayoría de las obras más conocidas de esta artista. Vi dos de mis viejos diseños favoritos: la mesita de cromo redonda, que se ajusta en altura, y su mesa auxiliar con bandejas de metal donde uno puede vaciarse los bolsillos.

Luego llegó el momento de tomarse una copa. En Buswells, no lejos de mi hotel y de la exuberante vegetación del centro de Dublín en el parque St. Stephen’s Green, me dirigí a The Georgian Bar, todo de brocado rojo intenso y caoba. ¿Cómo podría un abstemio como yo arreglárselas en la ciudad de la bebida? Pasó una camarera y le pregunté: “¿Qué pide uno si no bebe?” Inclinó la cabeza y se puso a pensar: “Siempre le queda el vino”. Mi hermano, que está casado con una irlandesa, contó que una vez se vio en un pub con ocho medidas de whisky delante de él: no fue capaz de detener al que las estaba pidiendo. En el largo y estrecho pub de Cobblestone, en Smithfield, los músicos se turnaban para depositar los enormes porrones de Guinness delante de cada miembro de la banda. Decidí que una Guinness con su abundante espuma de color café era la prima alcohólica de un capuchino. El que tocaba el armonio junto a mí golpeaba fuerte el suelo con el pie.

Era como estar junto a un motor en funcionamiento; mi pie participaba en la irrefrenable producción de ritmo. Un hombre que estaba en un banco de la barra y que se parecía a Joe Cocker, de repente comenzó a cantar una balada sobre un marinero en un puerto español donde las mujeres “morenas de ojos negros” te “darán algo más” incluso cuando “ya no te quede dinero”.

Observé las caras concentradas de los dos violinistas: sentados inmóviles, excepto las manos y los pies. Por la mañana temprano me detuve ante la alta fachada de ladrillo y cobre del Hotel Clarence, que fue restaurado en 1992 conforme con su subestimado antiguo esplendor de artes y oficios.
Un hombre con sombrero de copa y frac apareció junto a mí. Reconocí al amigo con el que había ido a reunirme: el artista David McDermott, cuyo arte consiste en emular la vida de la era preindustrial. Ello incluye moverse por la vida vestido de caballero victoriano, sacar fotos y pintar cuadros. McDermott, estadounidense de origen irlandés, se trasladó a Dublín hace más de una década, inspirado por la convicción de que la ciudad era un lugar donde “podías levantarte, tomarte una taza de té, caminar entre la niebla o bajo la lluvia, volver a casa y leer un libro”.

Se había ofrecido a acompañarme por el barrio de Temple Bar, con sus calles angostas de adoquines y sus edificios de ladrillos. Es el barrio  “cultural” de Dublín, en el que encontramos 20 galerías, pero también el Banco Central y muchos pubs. Uno de los pubs victorianos mejor conservados es el Stag’s Head, de Dame Court. Tiene ventanas con vitrales, una inmensa barra de caoba y un pequeño y recóndito rinconcito donde las mujeres del siglo XIX podían tomar alcohol sin ser vistas. Dublín es una ciudad trabajadora y, puede ser por eso por lo que los sábados por la noche, las calles se impregnan de alcohol y las veredas están llenas de tarambanas.

De nuevo solo, entré en un angosto callejón y me encontré con el Bewley’s Grafton Street Cafe. En la parte trasera tenía vidrieras resplandecientes con loros y follaje de plumas, diseñadas por Harry Clarke, artesano de principios del siglo XX. Clarke se inspiró en los vitrales de la Catedral de Chartres y se cree que su prematura trágica muerte, a los 40 años, se debió en parte a los productos químicos tóxicos que usaba para hacer los vitrales.

En South Anne Street, me encontré con uno de los hitos modernos de Dublín: la vidriera verde de Sheridans Cheesemongers. Adentro hacía frío y las dos mujeres que trabajaban allí estaban envueltas en varias capas de ropa. Los quesos estaban expuestos en largas tablas de madera y mantenían una temperatura constante de unos 10?C grados para garantizar la “quesura del queso”, me informaron. Compré un poco de St. Tola, un queso de cabra orgánico elaborado por Siobhan Ni Ghairbhith en Inagh, Condado de Clare. Cuando salí, me castañeteaban los dientes y el tibio aire de afuera me pareció casi tropical. Di la vuelta a St. Stephen’s Green y me dirigí a Humen Street. Las elegantes casas georgianas tenían unas sobrias fachadas de ladrillo pintado a la cal. El barrio georgiano más intacto de Dublín está en Henrietta Street, al norte del Liffey. Las fortunas cambiantes de este barrio lo han obligado a renunciar a parte de su elegancia.

Cuna de los históricos pubs y gran gastronomía

En el Cake Café de Michelle Darmody, un restaurante del barrio de Portobello, me senté afuera aunque estaba lloviznando y todo estaba húmedo, porque ya me había vuelto bastante adicta a este tipo de clima. Mi blanca sopa de nabo y estragón tenía una leve fragancia a ajo y, después de caminar bajo la lluvia, tenía gusto a gloria. Luego, un plato delicioso de galletitas de jengibre cubiertas de “azúcar glas”: chiquitas, riquísimas y rellenas de jengibre. Ataviada con gabardina y sombrero, al día siguiente me fui a pasear 20 minutos en bicicleta hasta el Museo de Arte Moderno, situado en unos hermosos jardines. Este museo compra y encarga obras a un grupo internacional de artistas contemporáneos y las expone en un amplio número de edificios que pertenecieron al Royal Hospital Kilmainham, fundado en 1684. Uno de los edificios, en el que se encontraban las cuadras, alberga hoy en día una serie de estudios en los que se invita a los artistas a vivir y trabajar.

Visitar las instalaciones del estudio del difunto Francis Bacon, en la Galería Hugh Lane, es lo mejor que puedo hacer después de visitar el estudio de un artista vivo. Bacon nació en Dublín y por eso, luego de su muerte, trasladaron allí el espacio de trabajo que tuvo durante 31 años en South Kensington, en Londres, y se reinstaló precisamente tal como se encontró, incluidos los 100 óleos rajados, 1.500 fotos y un motón de pinceles salpicados de pintura. La instalación en sí misma es una obra de arte, una exhibición macabra y conmovedora de una furiosa energía contenida.

Antes de irme a dormir la última noche, pensé: en Dublín lo más importante es el espíritu y las ganas de mantener ese espíritu vivo.

Visité la biblioteca Long Room del Trinity College, donde un hombre que deslizaba la mano de arriba abajo por las repisas llenas de libros del suelo al techo, preguntó al guarda: “Los leen, ¿no es cierto?” y el guarda asintió gravemente. Cerca de la Catedral de San Patricio, encontré la Biblioteca Marsh, la primera que se abrió al público en Irlanda. Muriel McCarthy, bibliotecario, me contó la historia del fundador, el Arzobispo Narcissus Marsh, quien pensaba que todo el mundo debía tener acceso al conocimiento y a los mejores libros sobre medicina, derecho, ciencias, viajes, música, literatura clásica y, por supuesto, teología. Su nieta, de 19 años, se fue a vivir con él, pero se escapó una noche para casarse con el vicario de Castleknock en una taberna y “yació allí con él: el Señor tenga en cuenta mi aflicción”, escribió Marsh. Más tarde, la nieta se arrepintió y se dice que escribió una carta a su tío que guardó entre las páginas de un libro que él nunca encontraría. “Se cree que su espíritu vaga por la biblioteca en busca de ese libro”, me contó McCarthy.

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