Viaje a la isla escosesa de Skye en busca del aclamado wisky que se produce allí.
¿Estoy loco por haber viajado más de 4.800 kilómetros para beber un trago de whisky?, me pregunto mientras meto mi auto alquilado en un transbordador en Tarbert, en la isla de Harris, una de las Hébridas Exteriores de Escocia. En menos de dos horas llegaré a la isla Skye, sede de una de las fábricas de whisky más famosas del mundo, la Destilería Talisker, el motivo de mi viaje internacional de una semana.
Si estoy loco, no soy el único. En uno de sus poemas, Robert Louis Stevenson llama al whisky Talisker “la reina de las bebidas”, y en la película de James Bond «El mundo no basta», el agente 007 aparece bebiendo Talisker, no sus acostumbrados martinis. ¿Quién soy yo para contradecir a estos conocedores?
Aunque desde los años 90 hay un puente que comunica por tierra con Skye, yo llegaré por mar. Unos amigos escoceses me dijeron desde que esa es la manera más pura y romántica de ver la isla por primera vez. A los isleños les gusta jactarse de su paisaje, y señalan que “es prueba de que, a veces, Dios se luce”.
Menos de una hora después, Skye aparece a lo lejos; no me decepciona. Frente a mis ojos, el pueblo de Uig, hogar de unos 200 isleños, está situado sobre una ladera en la península de Trotternish, la más septentrional de varias que se extienden desde el centro montañoso de la isla. Unos campos exuberantes, salpicados de ovejas y casitas encaladas, descienden hasta la bahía de Uig. Las coloridas barcas pesqueras se mecen sobre las aguas grises.
Mientras conduzco a través de las turberas y los páramos barridos por el viento hacia Portree, la ciudad más grande de la isla, el cielo se oscurece otra vez y deja caer un aguacero sobre el auto. Ahora entiendo por qué Skye se llama así:
el nombre deriva de la palabra skuy, que en nórdico antiguo significa “nube”, y en gaélico escocés, la lengua local, se le llama “la isla de bruma”.
En la siguiente curva, un letrero que anuncia “Recorridos de cata” en la Destilería Talisker me hace recordar el whisky. ¿Lo tomaré solo, con agua o con hielo?, me pregunto. Cuando llego a Portree, Janet Stoddart, gerente del Hotel Cuillin Hills, me explica que Skye, junto con las Tierras Altas, es el destino turístico más popular de Escocia después de Edimburgo. “Yo nací aquí y regresé luego de 10 años de ausencia”, me cuenta cuando nos sentamos a desayunar. “No hay otro lugar como Skye; tenemos la gente más amigable del mundo, los mejores paisajes, excursiones…”
Luego del desayuno, volvemos a la ruta. De repente, como por arte de magia, entre la bruma surge la atracción más famosa de la isla: los majestuosos picos nevados de las montañas Cuillin. Descritas por algunos como “las únicas montañas verdaderas del Reino Unido”, las Cuillin dominan toda la isla. Son más de 20 cumbres que desafían incluso a los escaladores más experimentados. Como indica una guía de alpinismo, estos picos escarpados y peligrosos “no son para el peatón común y corriente”.
Un poco de historia:
Skye tenía 23.000 habitantes en la década de 1840, antes de que el desalojo forzado diezmara la población. Los terratenientes obligaron a miles de campesinos a dejar sus casas y granjas alquiladas a fin de usar los campos para la cría de ovejas. Muchos emigraron a Norteamérica y Australia; hacia 1930 ya quedaban menos de 10.000 residentes en la isla, casi el mismo número que hay hoy.
Aunque clanes poderosos como los MacLeod y los Macdonald alguna vez fueron dueños de la mayor parte de la tierra de Skye, casi todas las grandes fincas fueron vendidas. Lord Macdonald, el jefe hereditario 34 de su clan, vendió la mayor parte de su granja de 18.000 hectáreas para pagar impuestos. Hoy día él y su esposa, la chef y escritora Claire Macdonald, administran el Hotel Kinloch Lodge, en Sleat. Su hija, Isabella, rodeada de retratos de sus antepasados en el hotel, dice: “Los tiempos cambian, pero la tradición perdura”.
Tras desviarme en el camino para hacer una visita rápida al Gaelic College, en el sur de la isla, recibo por celular la llamada que estaba esperando. Es Mark Lochhead, administrador de la Destilería Talisker.
—¿Puede estar aquí dentro de una hora? —me pregunta.
La Destilería Talisker, fundada hace 181 años, se encuentra en la costa oeste del lago Harport. Lochhead me recibe en su oficina, en la planta alta, y me dice que no soy el primero en viajar desde tan lejos para probar el whisky de malta de una sola destilería (single malt).
A este lugar acuden miles de apasionados del whisky de todo el mundo, que desean ver, oler, degustar y tocar todo lo que contribuye a hacer del Talisker la bebida que es.
Lochhead tiene 24 años de experiencia en el negocio, y me invita a hacer un recorrido por la destilería, donde los visitantes descubren cómo la cebada se mezcla con levadura y agua para producir el whisky single malt. Primero la cebada se “maltea”: se remoja en agua durante dos o tres días para permitir que germine y libere su almidón.
“Tenemos mucha agua aquí”, dice Lochhead, señalando el río Carbost, un impetuoso arroyo que corre a un lado de la destilería y que suministra entre 60.000 y 70.000 litros de agua por hora para el proceso de enfriamiento. El agua que se usa para elaborar el whisky proviene de manantiales celosamente vigilados en un cerro que hay detrás de la fábrica.
Paso a paso:
- En seguida la cebada se seca en un horno y se le añade una “cantidad secreta” de humo de turba para darle al Talisker su singular e intenso sabor ahumado.
- La malta entonces se muele y, tras agregarle agua caliente, las enzimas naturales de la cebada convierten el almidón en azúcares fermentables. Luego se enfría el líquido, se le añade levadura y comienza la fermentación.
- Al cabo de varios días, esta mezcla, llamada mosto fermentado, se transfiere a un alambique de cobre, donde se hierve para que el alcohol se evapore y después se condense otra vez en forma líquida. Según Lochhead, el diseño exacto del alambique es un secreto. “Gran parte del cuerpo de nuestro whisky es resultado de la forma y el tamaño preciso del alambique”, dice.
- Del destilador, el licor se pasa a barriles de roble y se deja madurar entre tres y 30 años. Como la madera de roble es porosa, permite que el whisky en maduración “respire”, así que parte de él se evapora todos los años. “A esa parte la llamamos ‘la porción para los ángeles’”, señala el administrador.
- El paso final es el embotellado.
Es hora de beber mi trago de Talisker. Aunque Lochhead se niega a decirme cuál es su whisky favorito (“Es como preguntarme a cuál de mis hijos quiero más”, dice), me ofrece un single malt de 10 años y 45,8 por ciento de alcohol. La bebida tiene un color naranja dorado. Me la llevo a la nariz e inhalo. Huele un poco a turba, a fruta, incluso a brisa de mar. Lochhead me sorprende al sugerirme que le añada un poco de agua. “El agua libera el buqué, el aroma, y permite degustar más capas del whisky”, explica. “Nunca le ponga hielo. Contrae el whisky y retiene los sabores”.
El licor hace explosión dentro de mi boca, pero el efecto pronto se disipa. Es como si se me incendiara el paladar y luego, en unos instantes, se me apagara.
El single malt tiene un cuerpo firme, complejo, un poco cremoso pero áspero. Cuando me lo trago, me vuelve a golpear con toda su fuerza.
El famoso “regusto” del whisky perdura en el fondo de mi garganta. Un experto en whisky escocés alguna vez dijo: “El Talisker no es una bebida. Es una explosión interior: golpea puertas y azota ventanas”. Lochhead sonríe mientras me termino el trago. “Acaba usted de probar a Skye”, dice. “Es poderoso, robusto y, como dicen algunos, volcánico. Justo como esta hermosa isla”.