Inicio Historias Reales Aventura Historia de aventura: Un Elefante en mi cocina

Historia de aventura: Un Elefante en mi cocina

2782
0

Tras la muerte  de mi esposo, de pronto me quedé  a cargo de la  reserva natural  que creamos juntos en África.  No sabía por dónde empezar.

Crecí siendo una chica citadina, parisina de pies a cabeza. Sabía cuál era la ruta más rápida a Saint-Germain-des-Prés; no obstante, ignoraba todo sobre los animales. Mi familia ni siquiera tuvo mascotas. Vivir y trabajar en la ciudad, aunque sea una tan bella como París, no deja tiempo para admirar la naturaleza. El típico métro-boulot-dodo, como le dicen en Francia a la vida cuando se vuelve rutinaria y se reduce a viajar, trabajar, dormir. Sin embargo, pese a estar inmersa en tal trance parisino, muy dentro de mí siempre sentí que terminaría viviendo en un país extranjero. Pero ¿en la África rural? No tan en el extranjero. Y aquí estaba, sola en la sabana.

Publicidad

Mi esposo, Lawrence Anthony, sudafricano, fue quien despertó mi espíritu aventurero. Lo conocí en Londres, en 1987; un año después renuncié a mi empleo, dejé mi departamento chic de Montparnasse y me mudé a Sudáfrica. Inicié un negocio de moda en Durban, pero nos sentíamos atraídos por el campo y finalmente compramos una reserva de animales: una preciosa mezcla de río, sabana y bosque que abarcaba 1.500 hectáreas en las colinas de Zululand, KwaZulu-Natal. Ahí pululaban los búfalos cafres, las hienas, las jirafas, las cebras, los ñus y los antílopes, además de aves, cocodrilos y víboras de todas las especies.

Llamamos Thula Thula al santuario. Introdujimos elefantes, rinocerontes e hipopótamos, y pronto estábamos luchando por defender a nuestra arca de Noé de las depredaciones de los cazadores, legales y furtivos, que merodeaban en busca de diversión o de obtener ganancias. Construimos siete cabañas de lujo bajo las acacias y los árboles tamboti a orillas del río Nseleni, e inauguramos el hotel Elefant Safari Lodge en junio de 2000. Contraté a algunas personas de la región, les enseñé a hacer el trabajo administrativo, a lidiar con los huéspedes y a cocinar platos franceses. Lawrence se encargaba de todo lo relacionado con la reserva: remendaba cercas, supervisaba la seguridad, mejoraba los caminos de terracería y podaba la vegetación.

En marzo de 2012, a los 61 años, Lawrence murió tras un infarto súbito. Así que de pronto me encontraba, sola, enterrando a mi esposo, sin saber por dónde empezar.

Días peligrosos

Para entonces, ya llevaba más de 20 años viviendo en Sudáfrica. Habíamos triplicado la extensión original del parque. Y aunque una parte de mí anhelaba el ajetreo despreocupado de París, sabía que mi vida estaba aquí. Amaba a África y me había acostumbrado a su crisol de tradiciones y culturas.

Pronto me enfrenté a mi primera prueba de fuego. A solo unos días de que Lawrence falleciera recibí una alerta por radio. Cazadores furtivos. Nuestra cría de rinoceronte, Thabo, un robusto macho de tres años, había recibido un disparo.

En vida, Lawrence se ocupaba de las emergencias. Yo no tenía la menor idea de qué hacer. Simplemente no podía creer que los cazadores furtivos tuvieran el descaro de allanar nuestra cerca a plena luz del día; ni siquiera se molestaron en usar silenciadores. Quizá sabían que Lawrence acababa de morir y creyeron que la seguridad habría disminuido.

A la sazón contábamos con 23 guardias que se suponía vigilaban a los animales, quitaban trampas y eran la primera línea de defensa contra los cazadores que irrumpían. Se rumoraba que el golpe se había dado con ayuda interna. ¿Habrían sobornado a un guardia? ¿Alguien quería asustarme para que me fuera?

Los guardabosques reportaron que había mucha sangre, pero Ntombi, compañera de Thabo, no dejaba que nadie se le acercara. Y cuando las hienas olieron la sangre, empezaron a acecharlos.

Hablé con nuestro veterinario, que estaba a tres horas en auto o a 30 minutos y 30.000 rands (poco menos de 2.000 dólares) en helicóptero. Le dije que los vigilantes habían visto a Thabo dar algunos pasos. “Son buenas noticias”, me reconfortó. “Si está caminando y no muestra signos de dolor, entonces es posible que la bala no le haya dañado un hueso. Tal vez no esté muy cómodo, pero no parece ser nada de peligro. Iré en la mañana. Manténganlo a salvo hasta entonces”.

Nadie pegó el ojo. Si bien los guardabosques les dieron su espacio a Thabo y a Ntombi, los estuvieron vigilando toda la noche. Thabo finalmente se recostó; Ntombi, en tanto, se mantuvo alerta y pasó la mayoría del tiempo ahuyentando a las hienas. Si bien los rinocerontes tienen una mala vista, su olfato es fantástico, así que Ntombi supo mucho antes que los vigilantes que los pequeños pero peligrosos depredadores habían llegado.

Al amanecer reforcé la seguridad con dos exmilitares. Cuando llegó, el veterinario sedó a Thabo con un dardo mientras los guardabosques mantenían a Ntombi a una distancia prudente.

“Es un rasguño”, afirmó el veterinario. “La bala pasó a milímetros del hueso”.

Siempre estaré agradecida por la deplorable puntería de aquellos cazadores incompetentes.

Durante las semanas siguientes, Alyson, enfermera veterinaria y una de nuestras cuidadoras más dedicadas, le limpió la herida a diario. Thabo se estaba reponiendo bien, aunque seguía asustado. Perdió peso, chillaba por la noche y su aspecto tan aletargado nos preocupaba.

Un día Thabo se echó a la orilla de la presa del río con la cara completamente sumergida. Aunque los rinocerontes son capaces de aguantar la respiración por largo tiempo bajo el agua, uno de los guardias estaba tan preocupado que se sentó junto a él a la orilla y sostuvo su cabeza en su regazo hasta que quiso salir.

Lawrence se había ido. Uno de mis rinocerontes estaba delicado y no podía confiar en nuestro equipo de seguridad. Y, como los huéspedes cancelaron sus reservaciones uno tras otro cuando se corrió la noticia del fallecimiento de mi marido, también tenía una cuenta de banco vacía.

La presión de estar a la altura era enorme y tuve que sobreponerme al escepticismo de quienes no creían en mí, que pensaban que no era capaz. La mayoría asumió que volvería a Francia. Pero ¿cómo podría dejar Thula Thula, el sueño por el que Lawrence y yo habíamos luchado tanto? Trabajaba con personas maravillosas. Eran mi familia y no podía abandonarlas. Aparte, estaba nuestra entrañable manada animal; a muchos de sus miembros los habíamos cuidado desde bebés. También eran de nuestra familia.

Tenía mucho que aprender, pero al cabo de un tiempo me di maña. Todos hicieron lo posible para que Thabo se recuperara, y se repuso. Me reuní con el personal a fin de revisar los problemas de la reserva y de los animales, así como para establecer prioridades. Reorganicé la operación de seguridad. También inauguré nuestro fideicomiso destinado a rinocerontes. Me di cuenta de que, sin dinero, estos no estarían a salvo. Recibí una buena cantidad, suficiente para contratar a más guardias y comprar más equipo de seguridad.

Nunca olvidaré esos días tan horribles después de que le dispararan a Thabo. No obstante, me ayudaron a definir el propósito de mi vida sin Lawrence y entendí que la responsabilidad de proteger Thula Thula se había vuelto mía, y solo mía.

Historia de aventura: Un Elefante en mi cocina

Elefante bebé

Una noche tocaron a mi puerta con fuerza. No esperaba visitas.

—¿Françoise? Soy yo —susurró una mujer.

Abrí de golpe.

—¿Tom? ¿Qué haces aquí? ¿Qué pasa?

Tom, una mujer pequeña y tímida, era mi chef. Me hizo señas para que saliera.

—Hay un elefantito.

—¿Un elefante?

—Está afuera de tu casa. Es pequeño y está muy asustado.

—Debe ser la hija de ET, tiene una semana —dije, preocupada.

Tom me contó que oyó un sonido afuera de su habitación. Tomó su linterna, abrió la puerta de par en par e iluminó el jardín. Una elefanta diminuta le devolvió una mirada llena de terror.

Estupefacta, Tom cerró la puerta, salió por la ventana trasera y fue a buscarme.

Parecía que, de alguna manera, la cría se había escabullido por debajo de la cerca del perímetro. Pero las elefantas son madres muy capaces; ET nunca dejaría sola a su cría. Yo no daba crédito. Una elefanta bebé perdida es una gran emergencia. Había muchos peligros: hienas, cocodrilos, víboras, rinocerontes, por no mencionar el río. Me estremecí. ¿Qué sabe una cría de una semana de nacida de los peligros acuáticos?

Tom y yo debíamos meterla para mantenerla a salvo hasta que pudiéramos devolvérsela a su madre. La encontramos tras los arbustos de moras junto a la casa. Unos ojos horrorizados nos veían a través de las hojas.

Me acerqué lentamente hacia la cría. Ella me observaba, paralizada, pero apenas la tuve al alcance de la mano, barritó y huyó a la parte posterior de la casa. Tom y yo corrimos detrás; huyó de nuevo, chillando de terror. Me preocupaba que pasara por debajo de la cerca y se esfumara. Si entraba a la reserva, nunca la encontraríamos; y si se perdía, no sobreviviría.

Otros miembros del personal oyeron el escándalo y vinieron a ayudar. Revisé los arbustos aledaños a la casa. ¿Dónde estaba la manada? La bebé estaba haciendo tanto ruido que para entonces deberían haberla escuchado; sin embargo, no había señales de ellos. Empecé a preguntarme si la habían abandonado; en caso de rechazo, nunca la aceptarían de vuelta.

Era en estas situaciones cuando más sola me sentía. Lawrence habría sabido qué hacer. Me quedé en medio del jardín viendo a la oscuridad; deseaba que la manada volviera por la cría.

Tom y Alyson se las arreglaron para arrinconar a la elefanta en el estacionamiento. Se quedó totalmente quieta, cabizbaja, con las orejas caídas; su mirada salía disparada tras cualquier sonido o movimiento. Traté de acercarme de nuevo; esta vez no se resistió, nos permitió guiarla hasta la casa sin aspavientos. Ya dentro, el pánico se volvió a apoderar de ella; corría por toda la cocina, zigzagueando frenéticamente, barritando de miedo.

Yo le hablaba, asegurándole que estaba a salvo y que la llevaríamos con su mamá. Alyson llamó al veterinario; él dijo que lo más importante era que la alimentáramos con leche (de soja, si teníamos, o de vaca).

No había nada parecido a un biberón, así que adaptamos unos guantes de látex. Con una aguja, Alyson hizo un pequeño orificio en el pulgar y formamos una línea de producción para alimentar a la cría: Tom calentó la leche y yo sostuve el guante; Tom lo llenó y yo lo até. Alyson se lo ofreció.

La elefanta se bebió de inmediato el primer biberón improvisado y empujó la mano de Alyson pidiendo más. Derramó la leche por todo el suelo, sobre su cara y sobre Alyson. Pero se calmó y empezó a inspeccionarnos con mucho interés, pasando su inquisitiva trompa sobre nosotros, olfateando nuestros rostros y husmeándonos el cabello.

La criatura se durmió por fin. Llamé a los guardabosques; todos salieron de sus camas y fueron a buscar a la manada. Luego me senté junto a la bebé en el piso de la cocina en caso de que se despertara asustada.

La inspeccioné de cabo a rabo y no encontré nada: heridas, inflamaciones o deformidades. Era una elefanta sana.

Pasada la medianoche, mi radio emitió un chasquido.

“Encontramos a la manada”, dijo Vusi, el jefe de guardabosques. “No está lejos. Acercaré la camioneta a tu puerta para subir a la cría y llevarla a casa”.

Eran excelentes noticias. Aunque faltaba la prueba más importante. ¿Y si su madre la ignoraba? O peor, ¿si se ponía violenta? He sabido de elefantes bebés que mueren pisoteados por la manada cuando son rechazados.

Preparamos otro guante-biberón por si acaso. “Pronto estarás con mami”, le aseguré a la cría.

Oímos el ajetreo del vehículo entrando por el camino de terracería. Vusi había llegado. Alyson alimentó a la elefanta mientras Tom y yo poníamos cobertores en la caja de la camioneta para hacer el trayecto más suave.

—¿Cómo está la manada? —pregunté.

—Tensa e inquieta —me informaron. Era claro que los paquidermos estaban nerviosos, y sin embargo no habían venido por su cría. Todo indicaba que se trataba de un rechazo.

Los hombres subieron a la criatura al transporte. Vusi tomó el volante y los demás abordaron la caja; la bebé barritó un par de veces. ¡Como si creyera que se dirigía a una aventura! Si lograba sobrevivir, algún día sería una elefanta extraordinaria.

Me despedí de ellos con temor en el corazón. Por favor, acéptala, ET, supliqué, cruzando los dedos, y mandé un beso al cielo.

La manada se dirigía lentamente hacia el sur, así que Vusi manejó hasta un claro por el que sin duda cruzarían.

“Aparecerán en cinco minutos”, escuché por la radio. “Hora de descargar a la cría”, ordenó Vusi. “¡Ahora!”.

Bajaron a la criatura del transporte. El crujido de árboles se intensificó. La manada estaba cerca. Entonces los elefantes olieron a la bebé y se acercaron. La pequeña dio un barrito de desconcierto. El equipo saltó de nuevo al vehículo.

ET se detuvo de golpe con las orejas hacia atrás. La manada se reunió en silencio detrás de ella. Luego, la trompa de ET enrolló a su hija y la tiró debajo de su barriga. La bebé se quedó quieta, viendo a los guardabosques.

“Vámonos”, susurró Vusi.

ET dio un fuerte barrito y empujó a la bebé al centro de la manada. Un nudo de trompas le dio la bienvenida y Vusi se alejó.

Todo iba bien. No la habían rechazado. Pero no podríamos cantar victoria hasta que la amamantaran.

En la mañana, Vusi fue a la pequeña represa de agua. Ahí estaba la manada entera. Se acercó lo más que pudo, con los binoculares fijos en los animales. Y entonces vio a la criatura alimentándose de su madre.

Bautizamos a la bebé como Tom en honor de mi amable chef, cuya sagacidad nocturna salvó la vida de la pequeña. Vigilamos a Tom por semanas para asegurarnos de que no se alejara nuevamente, pero era obvio que ET había castigado a su hija aventurera. Siempre que los guardias veían a ET, la bebé Tom estaba ahí, junto a la matriarca.

“¡lo atacó!”

Quise construir un hospicio para cuidar a los animales cuyas madres hubieran perecido a manos de cazadores o de cualquier otra causa en la reserva. Recibimos fondos de Four Paws, una fundación en favor de los animales con sede en Australia, y para principios de 2015 estábamos dándole los toques finales a las instalaciones: construyendo estanques, plantando pasto y decorando la guardería con huellas pintadas. Era un inhóspito y extraño período en espera de que ocurriera alguna tragedia.

Sucedió una mañana de abril. La unidad contra cazadores furtivos de Zuzuland halló el cadáver de una rinoceronta, pero no había rastro alguno de su cría. Rogamos por que los guardabosques la encontraran antes que los leones.

No tuvimos noticias en dos días. El tiempo se agotaba para el pequeño animal. Finalmente, el huérfano fue visto con otra rinoceronta y su propio retoño. Es inusual que estas cuiden crías ajenas, pero si le permitía a la criatura quedarse con ellos, sus probabilidades de sobrevivir eran mayores. El orfanato estaba listo; no obstante, lo ideal era que no lo necesitara.

Luego recibimos un reporte. La rinoceronta se tornó agresiva. El pequeño huérfano olía su leche y veía a la otra cría alimentarse, pero ella le impedía acercarse. A la mañana siguiente, los guardias nos llamaron:

—El pequeño está en peligro. Vamos a rescatarlo.

—Tráiganlo, estamos listos?—les aseguré—. ¿Cuánto tiempo tardarán?

—No lo sé. Es muy peligroso. Las dos crías se parecen y si nos equivocamos, la rinoceronta matará al huérfano.

Lo intentaron dos días seguidos. Pero tan pronto como los guardabosques se acercaban, los tres animales huían y desaparecían entre la espesura. Después llegó otro informe: “¡Lo atacó! Lo lanzó por el aire. Está herido, y la rinoceronta y su cría huyeron”.

Con la madre fuera de la jugada, los guardabosques finalmente capturaron al aterrorizado huérfano. Fue trasladado en la caja de una camioneta.

Lo recibimos. El veterinario lo sedó y le insertó una vía intravenosa a fin de hidratarlo. Tenía heridas en la entrepierna, producto de la agresión, que se estaban infectando, y mordidas de garrapatas purulentas por doquier. El veterinario le limpió las lesiones y le administró una fuerte dosis de antibióticos.

Nombramos al joven rinoceronte Ithuba, que en zulú significa “oportunidad”, porque sobrevivió a los cazadores y a los depredadores durante una semana; ahora necesitaba que la suerte le brindara una segunda oportunidad. La primera noche durmió profundamente gracias a la fatiga y a los sedantes, pero la segunda fue un infierno. Sus fuertes chillidos de terror se oían en cada rincón del orfanato. Resultaba imposible alimentarlo. Era demasiado grande y violento para que los cuidadores entraran a su habitación: no quería beber del biberón que le ofrecían a través de la barrera.

Los cuidadores, incluyendo a Alyson, la enfermera veterinaria, y a Axel, un joven francés, trataron de convencerlo de tomar de la botella. Sin embargo, su miedo era más fuerte que su hambre, y retrocedió a una esquina fuera del alcance de los cuidadores.

Axel agitó el biberón entre los barrotes de la barrera. “Ven. Tienes que comer”, le murmuró.

Ithuba lo miró con miedo. Axel vertió algo de leche en el suelo. Ithuba dio un pequeño chillido de hambre y se acercó unos cuantos pasos. “Acércate un poquito más”, lo animó Axel con mucha amabilidad. Ithuba lo miraba fijamente; se acercó más. Axel se estiró y pasó el biberón de leche por sus labios con delicadeza. Luego, por fin, abrió la boca y mordió el chupón. Cerró los ojos y bebió y bebió.

Una hora más tarde consumió otra botella. Pero después tuvo un cólico. Comenzó a temblar y a tener un sueño inquieto. Luego se despertó tan asustado y confundido que recorrió la habitación presa del pánico, orinando por todos lados y embistiendo las paredes.

—No me sorprende lo que le está ocurriendo a Ithuba. La gente cree que solo los humanos sufren estrés postraumático, pero también lo vemos en elefantes y rinocerontes heridos, así como en perros militares —nos comentó el veterinario.

—¿Qué más podemos hacer para ayudarlo? —le pregunté.

—Establecer una rutina y darle cariño —respondió el veterinario—. Y cuando sienta que está a salvo, comenzará a sanar.

Al día siguiente abrimos la puerta de su boma (corral) exterior tan pronto se terminó su biberón. Ithuba trotó hasta la puerta con la nariz en alto para olfatear, aunque no se aventuró a salir. Siguieron dos días de una tímida inspección. De pronto, se dirigió directamente a un neumático cercano a la puerta. Lo olfateó con mucho interés y le dio un cabezazo que lo sacó volando. ¡Se espantó! Aterrizó con un golpe tan fuerte que hizo que regresara corriendo a su habitación. Avanzaba dos pasos, retrocedía uno.

Poco a poco las pesadillas de Ithuba fueron menos frecuentes. Desapareció su inseguridad y su apetito explotó. En tres meses duplicó su peso y el pequeño rinoceronte se convirtió en un alegre tanque.

Con tal tamaño y confianza, se autodenominó Inspector de Control de Calidad y procedió a exponer todas las debilidades estructurales del orfanato, destruyéndolas para demostrar que tenía razón. Pronto cada puerta, cerradura y barrera habían sido puestas a prueba, fortalecidas y reparadas, y ya ningún rinoceronte bebé podría escapar.

Menos mal, porque sus días de ser la única cría de rinoceronte en el hospicio se terminaban rápidamente.

Para principios de 2016 ya habíamos recibido seis más de rinoceronte y una de elefante. Habíamos logrado tanto. Y por primera vez desde la muerte de Lawrence comencé a experimentar la sensación de que se habían extinguido todos los incendios y podía concentrarme en los animales y en la reserva… y en hacer crecer su legado.

Historia de aventura: Un Elefante en mi cocina

Françoise Malby-Anthony sigue al frente de Thula Thula, donde admite que siempre hay algo más que hacer para proteger a los animales. Se caza a los elefantes por el marfil; a los hipopótamos, por su carne y sus dientes. Y están acabando con los rinocerontes por sus cuernos. La demanda de estos es muy alta por sus propiedades médicas, que son prácticamente ficticias. Pero cuando un cazador furtivo ve a estas criaturas, en lo único que piensa es en dinero.

En febrero de 2017, cinco hombres armados invadieron Thula Thula buscando cuernos de rinoceronte. Mataron a un paquidermo, hirieron de muerte a otro y le dispararon a un cuidador de la reserva. El ataque forzó a Françoise a cerrar temporalmente el orfanato y la motivó a reforzar la seguridad una vez más. Pero rendirse nunca ha estado en sus genes. “He aprendido a no abandonar mis sueños, a siempre buscar el lado amable”, comentó, “y que, al caminar hacia el futuro, las dificultades del pasado desaparecen de mi camino”.

Según el último reporte, la manada de elefantes de Thula Thula ahora es de 29 miembros y sigue aumentando. El hospicio creció y se convirtió en un centro de rescate y rehabilitación para animales huérfanos y heridos. Tom, la elefanta, aún vive. Thabo y Ntombi tienen 10 años y son una pareja feliz e inseparable. “No puedo esperar a que me conviertan en abuela rinoceronta”, admite Françoise.

Además de la sección principal para los huéspedes, ahora hay una nueva academia de voluntarios cerca del centro de rehabilitación donde personas de todo el mundo pueden aprender sobre las criaturas africanas y el valor de la conservación, así como del bienestar de sí mismos y del planeta.

Thula Thula está por alcanzar las 2.500 hectáreas. “Estamos materializando el sueño de Lawrence de crear un enorme santuario destinado a la conservación y un legado en crecimiento y sostenible para las próximas generaciones”, afirma Françoise

Artículo anteriorPalta: una “bomba de grasa” para el corazón y la mente
Artículo siguienteJuego Puntería