La mañana de ese viernes comenzó como cualquier otro día para Kurt Kaser, un granjero de tercera generación al noreste de Nebraska, Estados Unidos. Este hombre de 63 años, taciturno y delgado como un poste, despertó al lado de su mujer, Lori Kaser, alrededor de las 5:50 de la mañana, encendió un cigarrillo, se puso las botas, guardó una vieja navaja en su bolsillo delantero y se dirigió fuera para empezar sus labores.
Con 3.000 cerdos y más de 600 hectáreas de maíz y soja, sin mencionar un pequeño negocio de camiones de transporte, la lista de deberes de Kurt era interminable. Para entonces ya conocía bien los peligros de apurarse de manera imprudente en el trabajo. Cuando estaba en sexto grado, saltó del tractor de su padre para caer con un pie dentro de la cosechadora de maíz. Aunque no sufrió ninguna fractura, las cuchillas le mutilaron un pie y tobillo tan gravemente que pasó los siguientes tres meses entrando y saliendo del hospital. Finalmente los cirujanos tomaron piel de la parte superior de su pierna para injertarla en las zonas afectadas hasta que se curaron por completo.
“Todos tenemos apuro y cuando eso sucede no pensamos”, comenta. “Tuve suerte en esa ocasión”.
Esa mañana de abril de 2019, Kurt envió a algunos de sus trabajadores a cargar maíz y luego saltó a su camión para hacer lo mismo. Era un bonito día, recuerda. Claro y fresco y, si los meteorólogos estaban en lo cierto, superarían los 15°C al final de la tarde. No había señales de lluvia: esta zona de Estados Unidos ha soportado inundaciones históricas que destruyeron cosechas de millones de dólares. Únicamente había una brisa ligera.
Kurt había vivido ahí toda su vida, a unos kilómetros en las afueras de un pequeño pueblo llamado Pender, de 1.100 habitantes, lo suficiente como para saber lo cambiante que es la primavera, y apreciar una mañana tranquila y soleada. Lo suficiente como para casarse con Lori y criar a sus tres hijos, un hijo y dos hijas; también para tropezar y levantarse de nuevo, para volverse alcohólico y dejarlo por completo, para sentir el apoyo de su comunidad cuando más lo necesitaba.
El objetivo de ese viernes era simplemente llevar el maíz recolectado desde un campo rebosante, a 16 kilómetros al sur, hasta el silo en su granja. Estaba tranquilo porque ya había despachado a sus ayudantes y porque Lori se había ido a Sioux, en Iowa, hacía casi una hora. Estacionó su camión al lado del tractor que estaba junto al silo y levantó el largo volquete lleno de maíz usando el elevador hidráulico. Un contenedor grande, llamado tolva, que Kurt había colocado bajo el volquete para que su contenido cayera ahí cuando abriera la compuerta, estaba conectado al tractor. Dentro de dicha tolva de alimentación, cubierta por una rejilla de protección, se encontraba una especie de tornillo de cerca de 9 metros de largo, conocido como tornillo transportador sin fin, cuyo trabajo era el de rotar de forma lenta y constante para subir el maíz hasta un conducto de descarga que lo depositaría en el reluciente silo de cromo. Con todo en su sitio, Kurt encendió el tornillo transportador.
A pesar de que había preparado todo, algo salió mal, como suele suceder en la vida de cualquier granjero. En este caso, el maíz estaba cayendo demasiado rápido, haciendo que un raudal de mazorcas se apilara a los laterales de la tolva y encima de la rejilla protectora, ocultando así las aspas giratorias del tornillo. Así que Kurt se situó sobre la tolva llena de maíz para bajar la compuerta del camión y detener el flujo.
Con los apuros, olvidó que la rejilla tenía un orificio bastante grande, que él mismo había cortado unos meses antes, cuando el suelo estaba congelado y no podía meter la transportadora bajo el contenedor de granos. Lo recordó únicamente cuando su pie se hundió en el maíz a través de ese hueco, y dentro del chirriante tornillo de la tolva que lo enganchó y lo retorció hacia adelante desgarrando sus pantalones y tobillo.
Kurt cayó de espaldas sobre el camino de grava mientras las aspas, que aún giraban, lo empujaban lentamente dentro de la tolva y desgarraban su pierna.
“Cuando el maíz dejó de caer del camión”, cuenta, “mi ropa aún estaba atascada en el tornillo y tirando de mi pierna mientras yo trataba de sacarla de ahí”. Kurt podía verse la tibia a través de la cubierta roja de la tolva, por lo menos quince centímetros de hueso expuestos bajo su rodilla. Podía ver su propio pie amputado arrastrado hacia la boca del silo, con el vaquero aún puesto.
Sin embargo, no podía liberar lo que le quedaba de pierna. Tampoco llegaba a los mandos para apagar la cinta. Necesitaba pedir ayuda y sabía que llevaba el celular . Tocó sus bolsillos, pecho y muslos pero no encontró nada. (Más tarde encontraron la mitad del teléfono en el silo). Podía gritar para pedir ayuda pero el ruido de la cinta transportadora ahogaría su voz y no había nadie alrededor. No sabía cuánto tiempo se mantendría consciente.
“Aún tenía el hueso en mi pierna que estaba al descubierto pero [el tornillo] tiraba de él y yo estaba comenzando a cansarme”, recuerda Kurt. “No sabía cuánto tiempo sobreviviría”.
Fue entonces cuando recordó la navaja portátil barata de mango negro que tenía en su pantalón, uno de los muchos artículos promocionales que él y otros granjeros recibían de algunos distribuidores de semillas de maíz y fabricantes de equipo. Desplegó la navaja de 7 o 10 centímetros de largo. No era momento de dudar, mucho menos con el voraz tornillo transportador tirando de él y el hueco de la rejilla lo suficientemente grande como para que entrara unos centímetros más. Una rodilla, un muslo.
Así que con la mano izquierda, sujetó el hueso debajo de su rodilla y con la derecha comenzó a cortar: la sangre teñía sus dedos de rojo. Podía sentir el sonido del metal, los chasquidos. El mango cada vez estaba más resbaladizo, hasta que perdió el agarre y lo vio caer de su mano. Milagrosamente logró agarrarlo con la mano izquierda.
“Se me habría acabado la suerte”, asegura.
Volviendo a tomar con fuerza la navaja, continuó con la amputación de su propia pierna. ¿Estuvo en agonía con cada corte? Honestamente no lo recuerda. Quizá fue por la conmoción. Pero solo una cosa pasaba por su mente: “Sobrevivir”, explica. “Quería salir como fuera de ahí”.
Después de cortar, Kurt sacó lo que quedaba de pierna de la máquina y tiró la navaja al suelo.
Se arrastró hacia el tractor, subió a la cabina y apagó la cinta. Después, subió a su camión e hizo lo mismo. No había necesidad de gastar combustible, seguramente pensaba, si es que estaba pensando en ese momento. Tras arreglárselas para bajar del camión, hincó los codos en la grava y comenzó a arrastrarse lentamente hacia el estacionamiento para llegar al teléfono que estaba en la oficina, en un largo y silencioso trayecto de unos 60 metros. Desaceleró, se detuvo y pensó en descansar unos minutos. Entonces caviló de nuevo y entendió que detenerse o desmayarse significaría la muerte, por lo que continuó los 60 metros más largos de su vida.
Cuando por fin llegó a la cochera, se dirigió hacia el escritorio y se empujó hacia él para agarrar el auricular del teléfono. Luego cayó de nuevo al suelo y llamó, pero no a emergencias, sino a su hijo de 31 años, Adam Kaser, que había pasado la mitad de su vida como voluntario del Departamento de Rescate e Incendios de Pender. Kurt no desperdició ni una palabra.
“Necesito una ambulancia ya”, dijo.
“He perdido un pie”.
Entre que se encontraba comprando partes para tractor a un proveedor local y la rutina cotidiana, Adam estaba seguro de que había escuchado mal, en especial cuando su padre mencionó el “tornillo transportador” y la “tolva”.
“Consigue una ambulancia ya”, repitió su padre, y de pronto se hizo el silencio.
Adam salió disparado de la tienda, subió a su furgoneta, aceleró a tope y se dirigió al oeste toda velocidad unos 6 kilómetros, en dirección a la granja, mientras llamaba a emergencias durante el trayecto. Sus manos apretaban el volante temiendo lo peor: que su padre se desangrara antes llegar.
Cinco minutos más tarde, Adam salía de la autopista, llegando a la granja y corriendo directamente hacia la tolva, pero su padre no estaba ahí y la cinta estaba apagada, igual que el camión y el tractor. No tenía sentido. No había sangre ni gritos de dolor y el tornillo transportador no emitía sonido alguno. De repente, notó que la puerta del estacionamiento estaba abierta y que dentro se encontraba su padre en el suelo con su camisa polvorienta y su gorra de béisbol. La pared de la oficina escondía sus piernas, y él fumaba el que podría ser el último cigarrillo de su vida.
“¿Cómo está de mal eso?”, preguntó Adam.
Kurt miró hacia arriba desde el suelo, echando humo por los labios. “Metí la pata a lo grande”, le dijo.
Extrañamente casi no había sangre. (Posteriormente el médico determinó que se debió a todos esos años de fumador empedernido). Sin embargo, no tenía pie y su pierna estaba destrozada, llena de tierra y astillas, los huesos sobresalían de la parte posterior de su pantorrilla. Aunque Adam había llamado a emergencias de camino, en ese momento decidió llamar al jefe de su escuadrón de rescate diciéndole que “entraran en acción a toda máquina” ya que su padre tenía un pie destrozado y era probable que necesitara una ambulancia aérea. Entonces Adam entró en “modo bombero”, como él le dice. Comenzó a hacer preguntas a su padre para mantenerlo lúcido hasta que el equipo, de cerca de 12 personas, llegara unos minutos más tarde.
El escuadrón de rescate subió cuidadosamente a Kurt en la camilla y lo metieron en la ambulancia para llevarlo al Pender Community Hospital. Kurt no recuerda mucho del viaje, pero sí recuerda los campos de cultivo fangosos y rebosantes debajo de él.
Después de dos operaciones, una semana en el centro médico, y dos más en un hospital de rehabilitación, Kurt regresó a la granja. Se quedó en casa con un par de muletas y un andador durante un tiempo, además de numerosas tarjetas con buenos deseos.
“Es frustrante”, comenta Kurt, “pero es la naturaleza de un granjero. No pensar. Ir apurado. Cansarse”.
Cuatro meses después del accidente, recibió su prótesis, y pronto se encontraba de vuelta haciendo lo que le gustaba.
Terco, como su familia siempre lo ha descripto, ayudó con la cosecha el otoño pasado, incluso utilizó la misma cinta transportadora para descargar maíz.
“Cuando fuimos al hospital a verlo, lo primero que salió de su boca fue ‘¿Por qué no están trabajando?’”, comentó el trabajador Tyler Hilkemann. “Desde que recibió su pierna es imposible detenerlo. Uno de estos días se la vamos a robar”.