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Maravillas nocturnas: otra forma de ver Machu Picchu

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Para experimentar sin aglomeraciones todo el embrujo de la legendaria ciudad perdida de los Incas, nada como pasar la noche allí, en Machu Picchu… solo.

¿Conocía las maravillas de descubrir Machu Picchu de noche?

La guía turística decía que Machu Picchu se puede visitar también de noche. Mientras admiraba la puesta del sol en la ciudad, la idea me tentó. Las 10 horas de recorrido no habían hecho sino dejarme con ganas de más.
Me había pasado el día entre hordas de turistas que, como yo, estaban felices de encontrarse en la atracción turística más famosa de Sudamérica y sorprendidos por la belleza de las ruinas y su entorno. No es que quisiera escatimarles la experiencia, pero el tumulto me abrumaba. Desde el alba habían subido y bajado ómnibus por el sinuoso camino que sube a la cumbre desde el valle del Urubamba. Me preguntaba si el gentío se disolvería al anochecer y me dejaría experimentar una visita más tranquila.
En parte está bien que hoy se pueda visitar Machu Picchu en un viaje de un día desde Cuzco (Cusco), pues a nadie debería negarse la oportunidad de conocer este sitio extraordinario, pero es irónico que una cumbre elegida por los incas como refugio de nobles y sacerdotes por apartada, inaccesible y majestuosa se haya vuelto semejante hervidero de visitantes.
Hasta el siglo pasado, Machu Picchu había sido desconocida salvo para sus constructores y los habitantes de la región. Cuando los incas abandonaron la ciudad, invisible y casi inaccesible desde el valle, quedó engullida por la selva y relegada a tres siglos de olvido, hasta que en 1911 el explorador estadounidense Hiram Bingham la redescubrió y divulgó el secreto a los cuatro vientos.

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Un viaje lleno de misterios y enigmas

Como muchos viajeros, yo quería empaparme del ambiente del Machu Picchu “perdido entre las nubes” acercándome de la manera lenta: a pie, por el sendero inca. En Cuzco me uní al obligado grupo de turistas y pasamos cuatro días haciendo la peregrinación tradicional. En el camino, pavimentado con adoquines incas originales, atravesamos varios imponentes desfiladeros andinos y vimos otras varias ruinas magníficas.
Nuestra última parada para pasar la noche fue en un lugar de exquisita belleza llamado Huinay Huayna, donde decenas de terrazas bajan en empinada sucesión hasta un profundo barranco verde bañado por una cascada. Entre mis compañeros había cinco argentinos que compartían mi interés por explorar Huinay Huayna a la luz de la luna. El único problema era nuestra diferencia de estilos: mientras que el mío era más bien contemplativo y callado, el suyo incluía cánticos rituales dirigidos por el único varón del grupo, un hombre carismático al que luego apodé el Brujo. Esa noche me alejé de ellos, y decidí hacer lo mismo la siguiente en Machu Picchu.
Al otro día coronamos la cumbre de la Puerta del Sol antes del alba para observar la clásica vista panorámica de Machu Picchu antes de que llegaran los ómnibus. Por desgracia el tiempo no nos favoreció. Junto con otros 20 o 30 caminantes desilusionados, tirité durante dos horas en medio de una niebla gélida a la espera de una salida del sol que nunca llegó. Pero mientras descendíamos penosamente hasta Machu Picchu, el cielo empezó a despejarse, y fue surgiendo una imagen tan espectacular como yo esperaba. Al final del día mis compañeros se habían esfumado, al parecer porque prefirieron un baño caliente. Yo, en cambio, sentía el impulso de seguir más allá de la superficie.
Dos misteriosas presencias se movían entre los árboles. Pregunté por las visitas nocturnas y me enviaron a un mostrador cerca de la entrada, donde supuse que habría una legión de aventureros noctámbulos, pero, tras esperar pacientemente a que se fueran los últimos visitantes, advertí con sorpresa que me había quedado solo con el guardia.

—¿Cuánto tiempo piensa estar allí dentro? —me preguntó.
Yo, sin entender cabalmente lo que quería saber, respondí balbuceando:
—Pues… no sé… una hora o dos.
Aclaró que iba a salir a cenar y que me dejaría encerrado hasta su regreso.
Así comenzó para mí un encuentro inesperadamente íntimo con uno de los sitios turísticos más concurridos del mundo. Agonizaba la última luz del día cuando oí el ruido metálico de la enorme reja al cerrarse detrás de mí. Insectos y pájaros emitían chillidos ensordecedores. Las paredes de la ciudad caían a plomo cientos de metros en el vertiginoso cañón del Urubamba. En todas direcciones se erguían afilados montes verdes con las cumbres ocultas tras una densa capa de nubes teñidas de gris azulado por el sol fugitivo. Ante mí, grandes escalones de piedra descendían a través de una puerta trapezoidal hasta el complejo de templos, casas, terrazas y fuentes que los incas construyeron hace medio milenio. La Luna ya estaba muy alta; aunque aparecía y desaparecía entre las nubes, iluminaba lo suficiente para pasear. Me encontraba al fin solo en las ruinas de Machu Picchu.

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