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Tras las huellas del pasado

Por
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-
17/12/2023
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Los animales prehistóricos han dejado rastros de su paso por  este mundo: la misión  de Sebastián Apesteguía es encontrarlos.

La historia de este particular paleontólogo

Cada nuevo descubrimiento del paleontólogo argentino Sebastián Apesteguía obliga a reescribir los libros, a revisar las teorías existentes. Ahora está en su despacho, en Buenos Aires, rodeado de dinosaurios de goma, de gomaespuma y de huesos de verdad. El único adorno que rompe tanta unanimidad sauria es un póster de Lanús.

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En octubre pasado, el gobierno de Chuquisaca, en el sur de Bolivia, contrató a ambos con la esperanza de que sus eventuales hallazgos sirvieran para promover el turismo en la zona. La idea funcionó: en noviembre encontraron las huellas más antiguas de dinosaurios acorazados que existen en el hemisferio sur, y Chuquisaca obtuvo la promoción que buscaba. El suelo boliviano es abundante en huellas, pero las que se conocían hasta ahora tenían alrededor de 70 millones de años.

“Las que encontramos nosotros en El Palmar de Tunasniyoj, en el municipio de Icla, tienen el doble de antigüedad: unos 140 millones de años. Lógicamente, al ser las huellas más antiguas, pertenecen a dinosaurios diferentes a los hallados hasta ahora”, dice orgulloso Apesteguía.

Los que saben leer no ven sólo huellas en las huellas. En todo caso, las huellas o los huesos son jeroglíficos que, al descifrarlos, nos enseñan cómo era la vida antes de que el hombre habitara este suelo. El equipo de Apesteguía encontró huellas de dinosaurios adultos que caminaban junto a sus crías.

Sumó así una nueva evidencia que desmiente la antigua teoría según la cual los dinosaurios ponían los huevos y se desentendían de sus herederos. “En Mongolia habían descubierto los restos de un dinosaurio que murió con las plumas extendidas, protegiendo a la nidada. Nosotros dimos otro paso en la misma dirección, porque no puede ser casualidad que un dinosaurio adulto camine junto a sus crías”, explica el paleontólogo.

Durante su adolescencia, Apesteguía se interesó por los pueblos originarios y sus lenguas, gracias a la serie El Gran Chaparral. En un capítulo, Manolito Montoya, uno de los protagonistas, se cruza con los apaches y dialoga con ellos en su idioma. Cuando  vio eso quedó fascinado: comprendió que la comunicación es posible si hay buena voluntad y deseos de aprender. Estudió de manera autodidacta las lenguas de algunas tribus latinoamericanas y terminó escribiendo un diccionario español-quechua-guaraní-mapuche. Sus conocimientos de quechua acabarían siendo fundamentales para sus campañas en Bolivia, aunque no lo supiera en ese momento.

Comenzó a trabajar ad honorem en el Museo Bernardino Rivadavia. Su primera tarea consistió en enderezar clavos torcidos y lavar con nafta y un cepillo de alambre las copias de plástico de algunos huesos. De a poco le fueron permitiendo encargarse del armado de esqueletos de fósiles, hasta que el equipo de su maestro, el paleontólogo Fernando Novas, lo invitó a una campaña en las provincias de Neuquén y Río Negro. En Cerro Lotena, en Neuquén, el grupo encontró huesos de un ictiosaurio enorme, antepasado del delfín, al que llamaron Caypullisaurus bonapartei. En Los Alamitos, en Río Negro, hallaron dientes de mamíferos prehistóricos: hasta hoy, Apesteguía se lamenta porque él no halló un solo diente. “Estaba medio verde, aún no tenía el ojo adiestrado para las cosas chiquitas”.

Apesteguía fue alguna vez la mascota de las expediciones de Novas. Le hicieron creer que los paleontólogos debutantes eran violados por sus compañeros: dormía pegado a su cuchillo de Rambo. Una noche vio sombras. Escuchó que se acercaban a su carpa. Buscó su cuchillo: no estaba. Se lo habían cambiado por una cuchara. Ahora es él quien le gasta bromas pesadas a los debutantes, pero se niega a revelar en qué consisten, para no perder el “efecto sorpresa”.

Abrumado por las clásicas dificultades para trabajar y estudiar a la vez, se mudó de Buenos Aires a La Plata y cambió de universidad y de Museo de Ciencias Naturales para poner el foco en lo que realmente le importaba. En La Plata se sintió heredero de una historia y decidió continuarla.

En 1922, por encargo del museo, el geólogo alemán Walter Schiller y el paleontólogo suizo Kaspar Jacob Roth recorrieron el norte de la Patagonia para estudiar la geología, zoología, botánica y, por supuesto, la paleontología de la zona. Fueron a Cerro Policía, en Río Negro, se alojaron en el rancho de la familia Ávila. Los científicos europeos obtuvieron colecciones fabulosas de dinosaurios: muchos y muy buenos huesos en perfecto estado de conservación que aún hoy pueden apreciarse en el museo. Don Ávila, el dueño del rancho, se encargó de guiar a los científicos junto a su hija, Filomena Tica Ávila, que en 1922 tenía apenas 10 años. 

Hurgar en el pasado: de eso se trata

Una pista lleva a la otra, un conocimiento lleva al otro, un lugar lleva al otro. En 1999, Apesteguía se propuso realizar una expedición al mismo lugar que habían recorrido Schiller y Roth. Encontró el rancho de Ávila, que hoy se llama Estancia El Manzano. La única de los Ávila que quedaba viva era Tica, ciega y a punto de cumplir cien años. Tica se acordaba de todo, pero le dijo que no se acordaba de nada, hasta que estuvo bien segura de que el paleontólogo y sus expedicionarios no eran contrabandistas de huesos. Sólo entonces le dio las coordenadas de aquel lugar donde había estado cuando ella era niña. En el camino hacia la meca de Schiller y Roth, descubrieron una localidad pródiga en huesos de dinosaurios grandes: La Bonita.

Allí encontrarían gran parte del esqueleto de un dinosaurio herbívoro de la familia de los titanosauros, al que llamarían Bonitasaura.

Tres días antes de terminar la campaña, Apesteguía halló mucho más que un yacimiento de huesos: encontró lo más parecido a su lugar en el mundo. “La gente de la familia Avelaz nos dijo que había visto huesos. Los hermanitos Miguel y Estela Avelaz, de 9 y 11 años, eran nuestros guías. Fuimos hasta donde nos dijeron. Había huesos, pero estaban muy rotos.

La estepa patagónica, donde se encuentra La Buitrera, es una zona desértica, con una precipitación media anual de entre 200 y 300 mm. La desnudez del piso apenas es interrumpida por algunos matorrales. Cuando alguien se acerca desde la planicie, aparecen lomadas, cañadones de 35 a 40 metros de altura como La Buitrera, verdaderos pasajes a épocas más antiguas.

“La Patagonia —explica Apesteguía— además de ser desértica exhibe fósiles de distintas épocas porque cuando murieron esos animales y plantas, la zona era una planicie inundable. Cuando la Cordillera de los Andes empezó a tomar impulso, hace 20 o 30 millones de años, el material salió por los volcanes. Entonces exhibió en su superficie las capas antiguas, con su contenido en fósiles. Es como si uno metiera un puño debajo de una tarta de hojaldre. Las capas geológicas más antiguas quedan del lado superior, más cerca de la cordillera; las más modernas, cerca del Atlántico”. Las expediciones chicas incluyen un máximo de seis paleontólogos; las grandes, un máximo de 20.

Apesteguía forma su equipo entre sus actuales alumnos de la Universidad Maimónides. Cada expedición requiere un tiempo largo de preparación: hay que escribir el proyecto, esperar su evaluación por parte de quienes podrían financiarlo, reformularlo si la cantidad de dinero no es la esperada, pedirle permiso a las autoridades provinciales, conseguir vehículos de doble tracción. Nadie cobra un peso: ni el paleontólogo que encabeza la expedición ni los alumnos que lo acompañan. Hasta hace un año, Apesteguía sobrevivía gracias a su trabajo en el Registro del Automotor y  tomaba vacaciones y algunas licencias para salir a buscar dinosaurios. Recién en 2007, cuando obtuvo su doctorado en Biología, se convirtió en un científico becado por el Conicet (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología).

En una expedición no hay escala de jerarquías. Todos lavan los platos, todos cocinan. Y, por supuesto, todos buscan. La antigüedad del lugar ha sido establecida de antemano por el mapa geológico. Los expedicionarios comienzan por la mañana y fijan un punto de encuentro en el que volverán a juntarse al mediodía. De acuerdo con la suerte que cada uno tenga, el equipo establecerá los pasos a seguir durante la tarde. Cada uno lleva un pequeño pincel, tarros con laca para endurecer el material que aparezca, un rollo de papel higiénico y bolsas de polietileno para envolver las piezas pequeñas, piqueta, aguja, yeso, brújula y GPS, tanto para no perderse en el desierto como para establecer las coordenadas precisas de cada hallazgo. Es muy probable que alguno encuentre la punta de un hueso, enclavada en una roca: para eso han venido. Se equivocan los que creen que allí empieza un frenesí de maza y buril. Lo ideal es destapar lo menos posible (a veces, incluso, lo tapan con yeso), delimitar la zona del hueso y llevarse la roca entera que contiene el esqueleto. En el laboratorio, con todo el tiempo del mundo, cortadoras de roca, martillo neumático, la verdad histórica irá saliendo a la luz.

De la tierra al paper

Después llegará el tiempo de estudiar el hallazgo con detenimiento, escribir un artículo, publicarlo con fotos, dibujos y detalles varios en una revista científica. Todo eso le da sentido al trabajo, pero nada es comparable al momento inicial en que los ojos detectan al fósil. “Es intransferible la adrenalina que produce ver unos huesitos, ponerse a pincelar, tratar de ver hasta dónde sigue. Nosotros, con Pablo Gallina, hemos encontrado de todo en La Buitrera: en 2005 vimos al Buitrerraptor Gonzalezorum, que es pariente del velocirraptor. Los raptores se habían hallado en el Hemisferio Norte y hasta no hace mucho tiempo se pensaba que sólo habían existido en América del Norte y en Asia. Recién en los años 90, Fernando Novas encontró restos fragmentarios que demostraron que también habían existido en el Hemiferio Sur. Nuestro buitrerraptor fue el primero bien articulado, bien preservado. En 2001, Gallina vio a la Najash rionegrina, una serpiente con patas, que nos llevó larguísimo tiempo de estudio y recién pudimos publicar en 2006. Hay muchos hallazgos muy importantes que todavía no hemos terminado de estudiar y clasificar”, comenta Apesteguía.

La lucha contra los buitres humanos es parte del trabajo cotidiano de un paleontólogo. De tanto en tanto, algún contrabandista de fósiles intenta darse una vuelta por Cerro Policía, por La Bonita o por La Buitrera.

Los pobladores y la policía están aleccionados: nadie que no pertenezca al equipo de Apesteguía, el único autorizado, puede acercarse a la zona. Cuando se aproxima algún sospechoso y hace preguntas, simulan atenderlo con amabilidad y lo mandan a cualquier parte. Y si en la Patagonia el paleontólogo se enfrenta a los contrabandistas, en Sucre, Bolivia, debe lidiar con los empresarios.

Ahora está en su despacho, en Buenos Aires, planificando sus próximas expediciones. Podría quedarse quieto durante varios años y no le faltaría trabajo, con todo lo que tiene pendiente para preparar, estudiar, clasificar y publicar. Podría quedarse quieto, pero no lo va a hacer porque nada, nada se compara a la adrenalina que segrega un paleontólogo al encontrarse con unos huesitos enclavados en una roca o con las huellas de un mundo perdido.

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