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Sobreviví al cáncer de mama

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Conozca como sobrevivieron estas mujeres al cáncer de mama y ahora siguen su vida normal.

Mientras me preparo para subir al podio, me pregunto qué puedo decir para ayudar a estas chicas. Es la primera Conferencia Canadiense para Jóvenes Enfermas de Cáncer de Mama, y más de 300 mujeres que recibieron el diagnóstico antes de los 45 años han venido a Toronto en busca de información sobre lo que les depara la enfermedad, así como del apoyo y la solidaridad de sus compañeras.

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Me pidieron que hablara porque había contado mi experiencia con el cáncer de mama en una columna de diario y en el libro In Cancerland: Living Well Is the Best Revenge (“En el mundo del cáncer: La mejor compensación es vivir bien”). Yo soy de las mayores. Muchas de estas mujeres tienen de 20 a 40 años. La más joven, Jessica Scace, de Ottawa, recibió el diagnóstico poco después de cumplir 18. No puedo ni imaginar cómo habría sobrellevado el último año —el de mi diagnóstico— hace dos o tres décadas. En cambio, Jessica es tenaz e irónica: “No es precisamente un tema que quisiera estampar en una camiseta”, comenta.

El 20 por ciento de las mujeres que padecen cáncer de mama son menores de 50 años. Si bien las que tienen entre 20 y 30 representan una minoría, el cáncer de mama sigue siendo el más frecuente y la principal causa de muerte por cáncer en las mujeres de entre 20 y 44 años. Y este último grupo se encuentra con más obstáculos que muchas enfermas de mayor edad: hijos pequeños, una vida profesional en ciernes, la búsqueda de pareja y preo­cupaciones en torno a su fertilidad. Además, el hecho de ser joven puede retrasar la atención oportuna porque los médicos tienden a restar importancia a la presencia de masas extrañas en los senos de las pacientes jóvenes.
La primera exponente esta mañana de sábado es Vanessa Turke, una graciosa e irreprimible pintora de Vancouver que se descubrió un bulto en el pecho a los 27 años, cuando estaba embarazada y le faltaban apenas seis semanas para dar a luz a su primer hijo. Me identifico mucho con buena parte de lo que dice: cómo el cáncer la hizo comprender que no hay mejor momento que el presente y que ella es la responsable de vivir plenamente su vida. Yo también le atribuyo al cáncer el mérito de haberme enseñado a vivir y disfrutar el presente. Contraerlo ha sido la experiencia más intensa de mi vida: me parecía que todo lo veía en cámara lenta y a color, a diferencia del blanco y negro de antes. Desde que me lo diagnosticaron decidí experimentar las cosas buenas con la misma intensidad.

“Es extraño, pero estoy muy satisfecha de pertenecer a este ‘club de cáncer’ al que nadie quiere entrar”, dice Vanessa. Hay algo en sus palabras que me hace sentir incómoda: no acaba de gustarme la idea de comparar el cáncer con un club que la gente anduviera rondando. Yo lo llamé “el mundo del cáncer” y, por lo menos en mi opinión, es un lugar del que se puede y se debe salir cuanto antes.

Estoy convencida de que el cáncer no es más que una de las cosas desagradables que nos pueden ocurrir en el transcurso normal de la vida. Sin embargo, asistir a esta conferencia está cambiando mi manera de pensar, porque no tiene nada de normal contraer cáncer a los veintitantos años.

“Fue espantoso”, comenta Meredith Dickie, de Stellarton, Nueva Escocia, a quien le diagnosticaron la enfermedad a los 22 años. “Todos los médicos (el radiólogo, el histopatólogo, el cirujano) me decían una y otra vez que seguramente no era nada, que no había motivo para preocuparse”.

Después de palparle un bulto extraño, su médico familiar había mandado a hacerle una mamografía, pero al principio la clínica se negó a practicársela a causa de su corta edad. Se sometió entonces a una biopsia con aguja, pero por este medio los médicos no pudieron extraer una muestra de tejido para observarla al microscopio. Le dijeron que esperara seis meses y, pasado ese tiempo, le dieron a elegir entre hacerse extirpar el bulto o quedarse con él; optó por que se lo extirparan y resultó maligno.

Sarah Learmonth, de Cardinal, Ontario, tenía 24 años y había dado a luz no hacía mucho, cuando en 2005 le diagnosticaron la enfermedad. Se puso furiosa y empezó a desquitarse con su esposo, lo que creó muchas tensiones en su hogar. “Me pasaba el día preguntándome por qué me ocurría eso a mí, que soy una mujer trabajadora y una madre y esposa responsable, cuando hay tanta gente mala en el mundo”.

A Jessica Scace,  la mujer más joven de la conferencia, le diagnosticaron cáncer poco después de cumplir 18 años.

Yo nunca tuve pensamientos así: sabía la respuesta a esa pregunta. A mi madre, Chaja, le diagnosticaron cáncer de mama hace más de 40 años, cuando tenía poco más de 40 y yo era una niña. Vivió 30 años con la enfermedad y al final murió de cáncer ovárico. Como todo ese tiempo la vi llevar una vida normal, no pensé en la posibilidad de que el cáncer de mama acabara conmigo.

Pero Sarah creía que el cáncer iba a matarla. En ese entonces su hija, Jenny, aún no aprendía a caminar, y ella se preguntaba si seguiría con vida cuan­do la niña entrara en la escuela.

Tal como ocurrió con Meredith, la edad de Sarah retrasó el diagnóstico: la pusieron al final de una lista de espera, y cuando al cabo de tres meses por fin le practicaron una biopsia, ella seguía pensando que la masa extraña quizá se debiera a la inflamación de un conducto galactóforo. “Después de la biopsia todo sucedió muy rápido”, cuenta. “Un día encontré en la contestadora un mensaje en el que me anunciaban que tenía una cita con un oncólogo. Ni siquiera sabía qué especialidad era ésa”.

El cáncer de mama tiende a ser más invasivo en las jóvenes, y aun en el ca­so contrario el tratamiento suele serlo, porque a menor edad de la paciente más probable será que los médicos recomienden una quimioterapia radical para prevenir una recaída. Sarah se sometió a una mastectomía y luego a seis tandas de quimioterapia. Como su concentración de glóbulos blancos cayó en picada, contrajo varias infecciones. Además, un catéter largo y flexible que los médicos le habían insertado como vía de administración intravenosa propició la formación de un coágulo que aumentaba su riesgo de sufrir un infarto cerebral. En consecuencia, también fue necesario administrarle anticoagulantes. “Me era difícil mantenerme optimista, porque las reacciones adversas se iban acumulando y cada vez me recetaban más medicamentos y tenía que acudir a más citas con médicos”, recuerda. “Me pasaba la vida preguntándome ‘¿Y ahora, qué será lo que tengo?’”

Sin embargo, Sarah pensaba que debía guardar las apariencias por su familia, sobre todo por su madre. “Le ocultaba mis temores porque la veía muy afligida. Me sentía obligada a disimular y parecer fuerte”.
Yo la entendía muy bien. Un pensamiento extraño que me pasó por la cabeza al recibir el diagnóstico fue alegrarme de que mi madre ya no viviera para saberlo. Yo no habría sido capaz de afrontar su angustia y su sentimiento de culpa.
Mis análisis confirmaron que tengo una mutación del gen BRCA2; es decir, que puedo contraer otra forma de cáncer de mama e incluso cáncer ovárico. Después de que en el verano de 2006 me extirparon un tumor, pasé meses atormentada por la duda de si someterme o no a una mastectomía doble para prevenir una recaída, pero al final decidí no hacerlo porque me parecía demasiado drástica.
He tomado otras medidas para minimizar el riesgo: me hice extirpar los ovarios, tomo el anticanceroso tamoxifeno y me someto a frecuentes revisiones y estudios clínicos.
Más allá de las consideraciones físicas están las referentes a la sexualidad y a la percepción del propio cuerpo, las cuales representan un problema para mujeres de cualquier edad, pero sobre todo quizá para las más jóvenes, que pueden ser solteras o sentirse menos a gusto consigo mismas y con sus parejas. Algunas pueden reanudar su vida normal de inmediato, pero otras quedan afectadas durante años: son incapaces de mirarse en el espejo, de dejar que un hombre las abrace y aún más de tener relaciones sexuales.

Después de sufrir una mastectomía, Florianne Yeung, hoy de 48 años, no podía mirarse en el espejo. “Mi esposo decía que no había problema, pero yo me veía asimétrica y en el fondo me sentía poco atractiva”, dice. “¿Que si afectó mi vida sexual? Claro”. Para ella la mejor opción fue una operación reconstructiva del seno extirpado. “Recuperé mi vida”, agrega. “La cicatriz va desapareciendo y estoy feliz”.

“Tenía pavor, pero sentía la compulsión  de disimular y parecer fuerte.”

Yo tuve suerte. El cirujano pudo salvarme el seno afectado. Me queda una cicatriz (en realidad parece más una hendidura) y tengo el seno izquierdo más pequeño y erguido que el derecho. A mi esposo, Doug, le siguen gustando, pero a mí no, y quizá me opere para reducirme y levantarme el derecho de modo que queden iguales.
Curiosamente Jessica Scace, la menor del grupo, salió adelante sin reconstrucción tras perder medio seno izquierdo en una mastectomía parcial, lo cual no le impide tener relaciones sexuales, aunque a veces no se quita la blusa. “Durante un tiempo me faltó autoestima, pero al menos sigo viva”, dice.
Son palabras sabias, pero yo no comparto ese enfoque. Ha pasado un año desde mi tratamiento y no me conformo con vivir. Es cierto que estoy a gusto con el aspecto de mis senos, pero seré más feliz cuando queden iguales. Lo veo como un trabajo de reparación mecánica; mi autoestima y mi sexualidad están intactas.

Todavía quiero operarme, pero mi actitud hacia la cicatriz cambió al conocer a estas chicas. Había investigado técnicas para hinchar la parte hundida con inyecciones de grasa, pero ahora la considero una señal de honor. En vez de intentar borrarla con cirugía estética, la resaltaré para siempre con un espléndido tatuaje.

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