La
nariz canina es una maravilla de la naturaleza. La comunidad científica cree
que un modelo computarizado de ella podría salvar millones de vidas.
Annemarie
DeAngelo con Osa, su alumna estrella.
Osa, una hembra de pastor alemán atlética de 28 kilos con una cola larga y esponjosa y una afición por las bandanas rojas, no parece ser una superheroína.
Cuando está aburrida muerde el sofá y es capaz de armar toda una escena para llamar la atención. Hace poco, cuando su madre adoptiva y adiestradora, Annemarie DeAngelo salió de su casa en Nueva Jersey, Estados Unidos, para conversar con una visita, Osa se acercó y ladró para llamar la atención; como no lo logró, saltó a la mesa del patio, metió el hocico en la cara de DeAngelo y empezó a lloriquear. —Eres increíble—, gruñó DeAngelo, antes de esbozar una sonrisa. Sin embargo, si Osa se quiere hacer la diva, tiene todo el derecho de hacerlo. Después de todo, ¿a cuántos perros de seis años conoce que dominan el arte de olfatear tumores cancerosos y participar en un proyecto que tiene el potencial de revolucionar la oncología? A pesar del gran éxito de la inmunoterapia, la edición genética de CRISPR y otros tratamientos innovadores recientes, la imposibilidad de los oncólogos para detectar algunos cánceres en sus primeras etapas sigue siendo una de las limitaciones más incontrolables y fatales en este campo. Un caso concreto y desalentador: de las 21.750 mujeres en los Estados Unidos que se cree serán diagnosticadas con cáncer de ovario —enfermedad que puede tratarse cuando se detecta a tiempo— es probable que casi 14.000 mueran por esta causa.
Osa podría ayudar a mejorar estas cifras muy pronto. Ella forma parte de una iniciativa ambiciosa puesta en marcha hace cinco años en la Universidad de Pensilvania, cuyo objetivo es aplicar la ingeniería de una de las máquinas de detección de olores más potente jamás descubierta: la nariz canina. Osa es capaz de distinguir las muestras de sangre tomadas a pacientes con cáncer de las de las pacientes sanas, con solo olfatearlas. Es más, es una de los ochos perros detectores de cáncer entrenados por DeAngelo y sus colegas en el Penn Vet Working Dog Center, una especie de academia de X-Men sin fines de lucro, que cría y entrena “perros detectores”. El objetivo final es desarrollar un “olfateador electrónico” que pueda aproximarse a los superpoderes para olfatear el cáncer, que tienen Osa y sus amigos. Una máquina así podría instalarse en miles de consultorios e instalaciones médicas diagnósticas en todo el país. Además, el cáncer es solo un blanco posible. Este tipo de sistema podría derivar en dispositivos similares para distintos problemas de salud, como las infecciones bacterianas, la diabetes y la epilepsia. Incluso, algunos adiestradores caninos han empezado a poner sus miras en el Covid-19. “Es básicamente el mismo enfoque”, comenta Cynthia Otto, la directora fundadora del centro.
Todo empieza con ese maravilloso invento de la naturaleza: la nariz canina. Nuestra nariz no se asemeja a esta ni por equivocación. El ser humano promedio está equipado con cinco millones de receptores olfativos, que son diminutas proteínas capaces de detectar moléculas de olor individuales. Estos receptores están agrupados en una zona pequeña en la parte posterior de la cavidad nasal humana, lo que significa que un aroma debe entrar y subir por las fosas nasales. En los perros la superficie interna de la zona dedicada al olfato se extiende desde las fosas nasales hasta la parte posterior de la garganta y consta de unos 300 millones de receptores olfativos, 60 veces más que las de los seres humanos. Asimismo, los perros dedican mucho más espacio neuronal al procesamiento y la interpretación de estas señales que los seres humanos.
El 35 por ciento del cerebro de un perro está dedicado al olfato, en comparación con el mísero cinco por ciento del humano. Si sumamos todo esto, la nariz de un perro es hasta un millón de veces más sensible que la de los seres humanos. “Los perros ven el mundo a través del olfato”, explica Marc Bekoff, profesor emérito de ecología y biología evolutiva de la Universidad de Colorado. “Así es como obtienen información sobre quiénes han estado en un lugar, si están contentos, si están tristes, si la hembra está en celo, si se sienten bien o no. Su olfato guía el camino: los perros olfatean primero y después preguntan”.
Los seres humanos siempre han apreciado el potencial del hocico canino. En la Edad Media, las autoridades de Francia y Escocia confiaban en los perros y su capacidad olfativa para perseguir a los forajidos. En el siglo XVIII surgieron los perros de búsqueda y rescate, cuando los monjes del Hospicio del Gran San Bernardo, en los Alpes suizos descubrieron que los canes que habían estado criando podían guiarlos para encontrar a las víctimas de las avalanchas, que quedaban enterradas bajo la nieve. A pesar de esta historia la ciencia no se había planteado la posibilidad de que los perros pudieran detectar el cáncer, sino hasta la década de 1980, después de que Hywel Williams, un residente médico de 30 años, se encontró con oro científico. Cuando Williams llegó al King’s College Hospital en Londres para empezar su formación como dermatólogo, le asignaron la tarea de revisar cada uno de los casos de melanoma atendidos en el hospital durante los últimos 20 años. Él recuerda que fue una tarea muy ardua; pero una tarde, encontró un expediente con una anotación de cuatro palabras que llamó su atención. Solo decía: “El perro olfateó la lesión”. ¿Qué significaba eso? ¿Sería posible que el perro de verdad pudiera oler el cáncer? “Así que llamé a la señora del expediente”, recuerda Williams. “¡Y tuvimos una conversación de lo más fascinante!” La paciente, una mujer de 44 años, le contó que su perro Baby Boo, cruza de doberman con border collie, se había obsesionado con un curioso lunar que la mujer tenía en su muslo izquierdo, y lo olfateaba con frecuencia. El ritual de Baby Boo, que continuó todos los días durante varios meses, era acariciar con su hocico la pierna de la mujer a través de sus pantalones. Hasta que llegó el día en que Baby Boo trató de morder la lesión; en ese momento la mujer fue a ver a su médico.
Cuando le extirparon el lunar, descubrieron que era un melanoma maligno. Williams rememora: “Algo de esa lesión le fascinó al perro, y literalmente le salvó la vida a la mujer”. Williams y un colega publicaron su hallazgo en The Lancet, una revista médica muy prestigiosa. De repente, los amantes de los perros en todo el mundo entraron en contacto con Williams para compartir experiencias parecidas. Había un hombre de 66 años que había desarrollado una mancha de eczema en la parte exterior de su muslo izquierdo, una lesión que se volvió una obsesión para su perro labrador retriever, hasta que acudió al médico. Se descubrió que era un carcinoma de células basales. También estaba George, el schnauzer que había sido adiestrado por un dermatólogo en Florida.
George “se volvió loco” cuando olfateó un lunar sospechoso en la pierna de un paciente. Resultó ser maligno. Desde entonces, han surgido cada vez más pruebas que sugieren que los perros pueden olfatear el cáncer de vejiga, el de próstata, la diabetes y hasta la malaria, entre otras enfermedades. Pero no cualquier chihuahua, corgi o beagle puede hacerlo. Como la mayoría de los perros, Osa llegó al Penn Vet Working Dog Center de la mano de un criador a los dos meses de edad. “Nos fijamos en su genética —dice DeAngelo—. Nos fijamos en su capacidad para el trabajo. Tienen que venir de líneas de trabajo, no de líneas de exposición o de mascotas, sino de una que tenga el impulso de caza o presa”. Osa comenzó a tomar adiestramiento de obediencia y agilidad (caminar por un tablón, subir una escalera, deslizarse sobre una montaña de escombros) y avanzó con rapidez al entrenamiento de habilidades básicas de detección de olores.
Durante estas sesiones se introduce a los perros a un calibrador detector universal, que es un potente olor distintivo desarrollado por un científico veterinario para entrenar a los perros. El adiestrador coloca el calibrador, un polvo que se encuentra en una bolsa de mylar con un pequeño orificio para que salga el olor en el suelo o en una pared o lo sostiene con la mano. En cuanto el perro olfatea el olor para investigarlo, el adiestrador “marca” el olor haciendo un ruido con un clicker o solo diciendo que sí, y después, recompensa al perro con un premio. Este proceso se repite hasta que el perro aprende que cuando encuentra ese olor, recibe una recompensa. A continuación, el adiestrador empieza a ofrecerle opciones al perro; por ejemplo, coloca dos olores distintos en recipientes idénticos, y solo uno produce un clic y un premio cuando el perro lo olfatea. Ya que domina esto el adiestrador empieza a retener la golosina hasta que el perro se queda inmóvil frente al recipiente que eligió y se le queda mirando. A medida que los perros se someten a este entrenamiento básico, los adiestradores evalúan sus habilidades y temperamentos y utilizan estos datos para elegir un área de especialización concreta. Los perros que demuestran pasión por correr sobre escombros entran en el entrenamiento de búsqueda y rescate. Los que no disfrutan esto, pero tienen un buen olfato pueden convertirse en perros antibombas o de detección de narcóticos. Los perros que piensan que “morder [suavemente] a la gente es un juego divertido”, bromea DeAngelo, acaban siendo perros policía.
Los perros de detección médica de Penn son los que tienen personalidades extravagantes y se centran en un objetivo concreto. Otto los llama las “almas sensibles” del centro. No les gustan los entornos ruidosos y concurridos, como los aeropuertos o los sitios de recuperación ante desastres. Osa desconfía mucho de las personas que no conoce, tanto que no está permitido que se acerque alguien a la casa de DeAngelo sin avisar (hacerlo da lugar a fuertes ladridos y genera un pandemónium). Tras entrar en la casa, visitante, anfitrión y perra deben salir de inmediato a jugar a la pelota para que Osa se sienta cómoda antes de que se lleve a cabo cualquier actividad. Sin embargo, junto con estos rasgos neuróticos también viene un interés poco común. “A menudo me refiero a nuestros perros de detección médica como los contadores públicos”, dice Otto. “Les encantaría mirar las hojas de cálculo y encontrar el número que está fuera de lugar. Les gusta mucho tener las cosas muy ordenadas y controladas. Son los perros del detalle”.
Aunque Osa tenía todas las cualidades necesarias para ser una gran perra olfateadora, estas no garantizaban que sería capaz de dominar la tarea más esencial de todas. Para averiguar si podía, DeAngelo y su equipo pusieron a Osa frente a una rueda de olores, un artefacto metálico fijo con múltiples brazos, cada uno de los cuales es lo suficientemente grande para sostener dos recipientes separados: uno que contiene plasma de una mujer con cáncer metastático de ovario y otro con plasma de una voluntaria sana. Cuando Osa se detuvo frente a la muestra correcta, la señaló con su nariz y se quedó inmóvil, DeAngelo y sus colegas se abrazaron y lloraron. DeAngelo comenta: “Nunca se sabe si va a funcionar, así que uno los entrena y entrena. Llega el momento en que se va a poner el cáncer real en la rueda, en el plasma y se va a ver si los perros pueden identificarlo e ignorar las otras muestras. ¡Y funcionó la primera vez! Fue muy emotivo. Sin embargo, esto es nada más la mitad del reto. Para transformar las increíbles habilidades de Osa en algo replicable —una nariz electrónica— los investigadores tienen que descubrir qué es precisamente a lo que reaccionan Osa y sus amigos. DeAngelo dice que las muestras de sangre con las que ha entrenado a sus perros contienen cientos de compuestos orgánicos distintos, cualquiera de los cuales podría estar captando la atención del perro. Esta es la razón por la que el equipo de Penn no solo incluye a los físicos y a los ingenieros que diseñan la instrumentación para su nariz electrónica, sino también a químicos que ayudan a averiguar qué es exactamente lo que necesita calibrar esa nariz para oler.
El grupo ha dividido las muestras de cáncer en partes constituyentes cada vez más pequeñas y se las ha presentado a los perros para que determinen cuál de los cientos de compuestos químicos aromáticos (odorantes) potenciales es el que les llama la atención. Se utiliza un método similar para entrenar el dispositivo. Los ingenieros comienzan con dos muestras separadas que consisten en muchos olores mezclados y se aseguran de que la máquina pueda distinguir entre los dos. Después, extraen olores individuales de cada muestra, para entrenar a la maquina a distinguir diferencias cada vez más sutiles y difíciles de detectar. El objetivo es que a la larga se introduzca un vial con plasma en un detector de olores electrónico del tamaño de un microondas, que pueda analizar sus odorantes y ofrecer una lectura que indique sano, benigno o maligno en unos cuantos minutos. Otra versión podría manejar hasta diez muestras a la vez. Según Bruce Kimball, químico del Monell Chemical Senses Center en Filadelfia, aunque la mayoría de las personas seguramente preferiría que una nariz compasiva (aunque húmeda) se encargara de detectar lo que los aqueja, en lugar de una máquina fría, eso no está al alcance de la mano. Afirma que “la gran cantidad de perros y adiestradores que habría que desplegar” en los distintos hospitales, laboratorios e instalaciones médicas de todo el país “no es práctica”. Se ha construido un prototipo de nariz electrónica que es capaz de olfatear el cáncer entre el 90 y el 95 por ciento de las veces. Aunque parezca impresionante, los investigadores afirman que aún queda más trabajo por hacer.
Por ahora, tienen una buena idea de cuáles son los compuestos o sustancias químicas que crean el olor, pero el equipo quiere más especificidad. Uno de los objetivos es poder distinguir entre el cáncer en fase inicial y fase tardía. “Sería increíble poder identificar a las personas en una fase temprana y tener de verdad un impacto en salvar vidas”, dice Otto. “Los perros han sido capaces de detectarlo”. Con esa capacidad, se podría enviar una muestra de sangre al laboratorio central —o aún más idóneo hacerlo en el consultorio médico— y que formara parte de la revisión médica anual, y así lograr que algunos cánceres ocultos sean cosa del pasado.
pasado. Si todo funciona como DeAngelo y Otto esperan —y Otto confía en que un dispositivo que funcione está “en el horizonte”—será una de las victorias más importantes en la guerra contra el cáncer. Por supuesto, ni Osa ni ninguno de sus amigos peludos tienen mucha idea de por qué se hace tanto alboroto. “Para ellos, es solo un juego”, dice DeAngelo. “Lo único que sabe Osa es: me han entrenado y cuando encuentro el olor y lo indico, entonces me premian”. Osa prefiere que esa recompensa sea un trozo de queso. Es un precio pequeño que pagar. Después de todo, la nariz de Osa está revolucionando potencialmente la forma como detectamos innumerables tipos de cáncer y el momento en que lo hacemos, y es así como estamos salvando miles de vidas.