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Alocada forma de vivir entre familia y animales

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Mi hija siempre ha estado ansiosa por cuidar de todas las criaturas del planeta. Clara tenía apenas tres años cuando se encontró por primera vez con un Tiranosaurio Rex de plástico de garras afiladas y de 30 cm de alto en nuestro parque local de Toronto e inmediatamente le puso un pañal. 

El Día de la Tierra bien podría ser su cumpleaños. Ni siquiera puedo contar todos los animales que necesitaban rescate que han pasado por mi vida desde que me convertí en su madre.

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Clara no era una niña encantadora que no haría daño a una mosca. No, era mucho más que eso. Una vez nos encontramos una zarigüeya muerta a un lado del camino, cuya descendencia minúscula, ciega y desnuda, debía haberse salido de la bolsa incubadora de su madre, junto a la que yacía coja. ¿Podíamos simplemente mirar con tristeza, sentirnos abatidos, y seguir caminando? Por supuesto que no. 

“¡NO PODEMOS DEJARLA MORIR!” anunció Clara con toda la justa furia de Juana de Arco. ¿Qué podía argumentar yo? No es como si hubiera pensado con mi filosofía acerca de opciones humanas de tratamiento al final de la vida para los zarigüelitos huérfanos o como se llamen. Poco después y sin apenas darme cuenta estaba haciendo una búsqueda en Google, corriendo a comprar leche de gato, (sí, se puede comprar aunque suene raro), y un cuentagotas, e intentando fútilmente mantener vivo durante más de 12 horas a algo del tamaño de un cereal.

Después de lo cual tuvimos que celebrar un funeral con todo lujo de detalles.

Al año siguiente, todos (familia, vecinos, sus compañeros de clase) firmamos la petición de Clara al Primer Ministro de Canadá para que “salvara a las palomas. Esto fue después de que viera uno de los pájaros urbanos aplastados por un auto camino a la escuela. No sirvió de nada tratar de explicar a Clara que las palomas no eran exactamente una especie en peligro de extinción y que se lo pasaban muy bien en todas las ciudades del mundo dándose festines a base de restos de pizza y de papas fritas. 

Para cuando Clara cumplió ocho años, habíamos recogido tres gatos callejeros, un cachorro, un pez, un erizo, y varios huevos de pollitos que afortunadamente no eclosionaron en su habitación, a pesar de las mantas y la luz térmica.

Luego vino el incidente de la quiropráctica de ardillas. 

Lo normal es no pensar que hay una persona ahí fuera en el mundo cuya vocación auto-declarada es practicar masajes de espalda a los roedores salvajes. Pero resulta que sí la hay. Y la encontramos, a tan solo 40 kilómetros de nuestra casa, después de que uno de nuestros gatos atacara a una ardilla en los arbustos.

Las lágrimas y los sollozos de Clara, apelaron a nuestra decencia humana básica. Tendríamos que salvar el mamífero ligeramente machacado. Y cuando no pudimos encontrar un centro de rehabilitación de vida silvestre abierto (era día de fiesta), de alguna manera nos enteramos de la existencia de esta mujer. Así que llevamos en auto a la ardilla a casa de la “quiropráctica”, que era un remolque en el bosque rodeado de varias jaulas y corrales. Tenía el pelo oscuro y rizado, y llevaba gafas estilo ojo de gato y una sudadera con un pitufo. 

No quiero especular sobre lo que ocurrió cuando dejamos a la pobre criatura en sus manos: si le devolvió la salud o la rapó para hacer un abrigo de muñeca. Todo lo que sabía en ese momento era que habíamos apaciguado a nuestra hija y podíamos volver a lo que habíamos estado haciendo antes de que estallara la crisis ese día.

Por último, poco después de las sesiones de cuidado de crías mapache que tuvieron lugar cuando la mamá mapache quedó atrapada en un cobertizo, me planté en firme. “Se acabaron los animales” le dije a Clara. Nuestra casa era ya un caos de basura de gatos, ruedas de hámster, y trocitos de piel de animales callejeros. ¡Basta!

Afortunadamente, en esta etapa Clara había entrado en la adolescencia y ya no quería tener nada que ver con nosotros. 

Por último, antes de que ella se fuera a vivir por su cuenta, vivimos la aventura de lo que decidí en llamar el Affair de las señoras escocesas que recogían gatos. Clara me convenció de que adoptase temporalmente a dos gatitos; un grupo de rescate de gatos dirigido por voluntarios y operado por dos ancianas de Glasgow estaba desesperado por recibir ayuda. Recogimos los gatitos atigrados de siete semanas y firmamos algunos papeles, que realmente no leí.

Mientras los gatitos recorrían arriba y abajo las perneras de mi pantalón colgué un anuncio en las redes sociales que decía que “buscábamos un hogar permanente “para los gatitos. Poco después, una pareja de nuestros se presentó con un transportador de mascotas, se enamoraron de la hembra, se la llevaron a casa, y colgaron un anuncio de su nacimiento en Facebook. Nosotros decidimos adoptar al macho. Fue entonces cuando me di cuenta de que las señoras escocesas habían estipulado en el papeleo que los gatitos “no podían, bajo ninguna circunstancia, ser separados”. Había reglas utópicas para la descendencia de gatos callejeros que especificaban las marcas de alimentos que podían comer, donde podían ir con seguridad, y qué veterinario debía verlos. 

No pensamos en nada de ello hasta que las señoras vinieron a hacer una inspección rutinaria a nuestra casa. Se produjo una escena absurda: tuvimos que fingir que la gatita hembra estaba escondida en el sótano, mientras mi marido sacudía una bolsa de premios para gatos y llamaba “¡Gracie!” y todo mientras que la gatita se alojaba al otro lado de la ciudad en un apartamento de un edificio de 10 pisos.

Las señoras estaban recelosas, pero ¿qué podían hacer? Estaban sobrepasadas con un montón de gatos imposibles de adoptar con tantas reglas. Mientras escribo, Finnigan se tumba acurrucado a mi lado. De todos los animales que hemos tenido hasta ahora es mi favorito. Y Clara se ha mudado a California, donde ha descubierto un hogar de pollos “abandonados” para su adopción en la Human Society de Los Ángeles. Que Dios la bendiga.  

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