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Delinquir desde la celda

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Una
astuta trama planeada desde la cárcel para estafar y blanquear muchísimo
dinero.

Igual que muchos de nosotros, Kaj Miller, de 50 años, casi nunca atiende ya el teléfono fijo de su casa. Pero cuando sonó aquel sábado en agosto de 2015, el identificador de llamada decía “Oficina del Alguacil del Condado de San Diego”. Como a lo largo de los años miembros de su familia habían tenido algunos problemas con la ley, decidió contestar. El oficial al teléfono le informó que había incumplido su deber como jurado y que iba a ser detenida de inmediato.

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Miller no le creyó. “Había sido jurado hacía solo tres meses”, dice, “entonces me puse firme y le dije que seguramente se trataba de una estafa. Le pedí hablar con su supervisor”. Con mucha calma, el hombre respondió: “No hay problema”. Le dio a Miller el teléfono de la oficina del alguacil y le indicó que contactara con la División de Servicios Procesales. Cuando llamó a ese número, se escuchó una grabación que decía: “Oficina del Alguacil del Condado de San Diego” y un menú con diferentes opciones. Pulsó el 3 para contactar con la División de Servicios Procesales. El capitán Dwight Garrison contestó la llamada y, tras una pausa para verificar su situación, le confirmó la historia: había ignorado varias citaciones para presentarse como jurado y se habían emitido dos órdenes judiciales para proceder a su detención. “Desafortunadamente, como es sábado, si no colabora y paga la multa de 989 dólares, se presentarán en su casa para efectuar el arresto”. Miller le respondió que debía tratarse de un error y él le dijo que probablemente tenía razón. Pero que únicamente el tribunal podía decidir sobre ello y estaba cerrado. Mientras tanto, las órdenes judiciales se mantenían vigentes. La única forma de evitar su detención era pagar la multa y aclarar el asunto el lunes, cuando el tribunal retomara sus actividades. De lo contrario, Miller pasaría el resto del fin de semana detenida.

Meter
teléfonos móviles a escondidas en la cárcel fue clave para la operación (foto) 

Miller aún era escéptica, pero la idea de ser detenida y pasar una noche o dos en la cárcel la asustaba. “En ese momento me puse nerviosa. Estaba sola; era media tarde de un sábado. Estaba aterrada”. Decidió entonces seguir las instrucciones de Garrison. Manejó hasta Walmart, como le indicaron, y realizó una transferencia por 989 dólares mediante MoneyGram, le dio a Garrison los datos de la transferencia y acceso inmediato al dinero. Aún al teléfono, Garrison le dijo que solo se había acreditado parte de la cantidad y que debía realizar otra transferencia. Para entonces, la paciencia de Miller se había agotado. Cortó, y muy nerviosa, esperó a que transcurriera el fin de semana. El lunes llamó al Departamento del Alguacil del Condado de San Diego y un agente confirmó sus sospechas. El “capitán Dwight Garrison” estaba, en realidad, a 3.500 kilómetros en una celda de la Prisión Estatal Autry, un centro penitenciario de mediana seguridad en Pelham, Georgia. Su nombre real: Joseph Tate. Había cumplido ya dos de los 40 años de prisión a los que había sido condenado por tráfico de cocaína. Su compañero de celda, Jesse Lopez, fue el primer “oficial” con el que había hablado Miller y cumplía una condena de diez años por dos condenas por robo. Lopez y Tate habían formado un buen equipo: en dos años, habían recaudado más de 300.000 dólares desde las literas de su celda haciéndose pasar por policías y llamando a personas de distintos lugares del país de la mano de la estafa del jurado. Se trata de un engaño relativamente simple y común para el que solo se necesita un teléfono, un par de aplicaciones y una importante dosis de audacia.

Y se volvieron muy buenos usándolas y poniendo a prueba sus fortalezas. Lopez era el investigador; se mantenía despierto durante días, gracias a altas dosis de cristales de metanfetamina que ingresaban clandestinamente en la cárcel, mientras buscaba potenciales víctimas y reunía toda la información necesaria sobre tribunales locales y cuestiones procesales para sostener su discurso. Tate, extremadamente persuasivo, era el más cercano, tenía un don para convencer a la gente de enviarle dinero. Hasta logró que un juez ya jubilado le pagara más de 900 dólares para que su hija, quien supuestamente había incumplido su deber de jurado, no fuera encarcelada. La clave del éxito de la conspiración fueron los móviles metidos de contrabando en la cárcel. Por ley, los internos tienen prohibido tener móviles. Pero superar ese obstáculo suele ser simplemente una cuestión de economía doméstica carcelaria. Reginald Perkins fue uno de los hombres reclutados para sumarse a la estafa y, en su declaración ante agentes del FBI, explicó lo sencillo que resultó meter teléfonos móviles de contrabando. La estrategia más común consistía simplemente en sobornar a los guardias. Un guardia de prisión en Georgia cobra entre 15 y 20 dólares la hora. Perkins declaró ante al FBI:

“Puedo pagar 1.000 dólares en un día por un teléfono móvil. ¿Quién no se arriesgaría?”. Otras formas más creativas de introducir clandestinamente móviles consistían en lanzar los dispositivos por encima de alguno de los muros de la cárcel y hasta usar drones por control remoto para lanzarlos dentro de las instalaciones, donde eran recogidos por guardias corruptos o internos. También se sabe de un antiguo sillón que fue enviado a otra prisión de Georgia para que los internos que recibían formación pudieran retapizarlo. Escondidos en su interior se encontraron más de cien móviles. Con los teléfonos en mano y una cantidad inagotable de tiempo libre, Lopez y Tate se pusieron a trabajar. Principalmente se enfocaban en individuos que vivían en barrios pudientes. “Es más sencillo obtener dinero de personas que tienen dinero”, declaró más tarde Lopez. “Y también es más probable que no quieran ir a la cárcel”. Internet y smartphones facilitaron su localización. “Entraba a Zillow [un servicio inmobiliario online] y buscaba una publicación de alguna propiedad que valiera entre, digamos, 1 y 3 millones de dólares, donde seguramente no habría un camping de caravanas en los alrededores. Luego, simplemente llamaba a personas en las zonas cercanas a ese lugar”. Lopez prefería llamar a sus víctimas a última hora de la tarde, con la esperanza de que no hubiera nadie en casa. Dejaba un mensaje mediante un servicio VoIP (acrónimo que significa “Voz sobre Protocolo de Internet”) para que el identificador de llamadas no lo detectara y sí mostrara que la llamada venía de la comisaría local de policía. Cuando la víctima llegaba a casa y encontraba el mensaje de la policía, la persona devolvía la llamada y una vez más era engañada por Lopez. Utilizaba una app que dirigía la llamada a un call center online, donde un servicio de respuesta automático le permitía grabar un mensaje del estilo: “Ha contactado con la Comisaría de Policía de Detroit. Para presentar una denuncia, pulse 1; para asuntos civiles, pulse 2; para la División de Servicios Procesales, pulse 3”. Si la víctima elegía la opción 3, respondía el “capitán Dwight Garrison”, compañero de celda de Lopez. “Resultaba más creíble si se escuchaba a un contestador decir: ‘Ha comunicado con el departamento de policía’ y a continuación le ofrecía el mismo menú de opciones que escucharía en cualquier comisaría de policía del país”, comenta López. Una vez que Tate o Lopez lograban que alguien llamara, el engaño continuaba. Lopez había descargado una aplicación de radio de la policía que activaba como sonido de fondo una sucesión aleatoria de llamadas policiales durante la conversación. Tate y Lopez también jugaban entre ellos. Lopez era el policía ingenuo que simulaba saber únicamente que se había emitido una orden policial. Les decía a las víctimas que llamaran a Tate para más información. Cuando llamaban, hablaban con Tate/Garrison, sentado al lado de Lopez en la celda. Tate hablaba de manera más formal, atendía con la frase “División de Servicios Procesales” y luego manipulaba a la víctima hasta concluir el proceso de conseguir el dinero para pagar la “multa” o “fianza.” Lopez describe a Tate como alguien increíblemente persuasivo, por lo que se dedicaba a convencer a las víctimas y Lopez al trabajo de investigación. Aprovecharse de víctimas como Miller para que transfirieran dinero era solo una parte de la trama. Los estafadores también necesitaban a alguien que lavara ese dinero. Ahí entró en escena Reginald Perkins. Perkins era un blanqueador, término carcelario para referirse a quienes se dedican al lavado de dinero. Consiguió el trabajo gracias a su inigualable capacidad para entablar vínculos con mujeres externas mediante teléfonos de contrabando que usaba para acceder a webs y redes sociales. Perkins se jactaba de tener a unas 100 mujeres trabajando para él en los 50 estados que lo ayudaban a blanquear tarjetas y transferencias. Perkins conseguía una tarjeta bancaria por 500 dólares de un colega y luego llamaba a una de sus “chicas” quien usaba el número y la convertía en dos o tres tarjetas de débito nuevas. Luego volvía a contactarse con él con los números de tarjeta nuevos y se quedaba con 100 dólares por el trabajo. Perkins informó al FBI que probablemente había blanqueado un millón durante su estadía en Autry, incluso dinero conseguido por Lopez y Tate. El lavado del pago inicial y su transferencia a diferentes tarjetas era importante por dos motivos. Primero porque los internos querían distanciarse todo lo posible del delito; y, en segundo lugar, esta maniobra eliminaba la posibilidad de que la víctima pudiera cancelar el pago. Cuando el estafador cargaba las cantidades ilegalmente obtenidas a una tarjeta de débito, podía usarla en la tienda de la cárcel, cambiarla por drogas o artículos de contrabando o transferir a amigos o familiares. Después de que la policía verificara que no existían órdenes judiciales en su contra por incumplimiento de su deber como jurado, Kaj Miller presentó una detallada denuncia penal y notificó a su banco que había sido estafada. A diferencia de la mayoría de las víctimas, y tras cierto debate inicial, logró un reembolso del banco. Unos dos años más tarde, agentes del FBI se contactaron con ella para pedirle que viajara a Atlanta a declarar contra dos de los estafadores. Decidió cooperar. El FBI había investigado actividades en Autry y en otras cárceles de Georgia. Avanzaron que habían trasladado a un interno a la prisión para que actuara como informante. Este hombre les contó a los internos de Autry que tenía un contacto externo que podía lavar dinero. Lo que no les dijo es que ese contacto era el mismísimo agente del FBI a cargo del caso. Durante varios meses, el informante entregó tarjetas de débito y miles de dólares en efectivo a los internos para poder montar el caso. Hasta grabó secretamente a Lopez y Tate mientras ensayaban su plan. El FBI también interceptó llamadas salientes de la prisión y realizaron escuchas de las llamadas de los internos. Entre 2014 y 2015, inspecciones realizadas en las instalaciones penitenciarias de Georgia llevaron a interceptar 23.000 móviles de contrabando, prácticamente uno por cada dos internos. Finalmente, en enero de 2016, el fiscal general de Georgia presentó cargos penales contra 51 individuos: Tate, Lopez, otros 17 internos, 15 guardias de prisión y 17 civiles. Todos supuestamente considerados parte de una conspiración destinada a sobornos de guardias, contrabando de móviles en centros penitenciarios, estafas a ciudadanos y blanqueo de dinero. Durante los dos años siguientes, la mayoría de los 51 individuos se declararon culpables, incluso Lopez y Tate. Las excepciones fueron un interno y una mujer acusada de lavado de dinero que rechazaron los cargos. En abril de 2018, Lopez, el informante secreto del FBI, Miller y otras cinco víctimas declararon en contra de ambos individuos. El interno fue condenado y la mujer declarada no culpable por falta de pruebas. Perkins, el experto en lavado de dinero, se declaró culpable en agosto de 2016 y fue condenado a unos 13 años más en la cárcel. En el momento de pronunciarse, el Juez Steve C. Jones dijo: “Cuando dicto una sentencia suelo decir: ‘Es usted un peligro para la sociedad, por ese motivo lo condeno a cumplir su condena en la cárcel’. Aquí tenemos a una persona que efectivamente está en la cárcel y, aún así, sigue siendo un peligro para la sociedad. La cantidad de dinero recaudada (más de un millón de dólares) es realmente abrumadora. Es impensable estar en la cárcel y poder obtener esa cantidad de dinero”

Desde entonces se han realizado muchas otras denuncias contra presos de Georgia por haber cometido el mismo tipo de estafa. En una de ellas, presentada en octubre de 2018, se acusaba a un interno de utilizar un celular de contrabando para hacerse pasar por un jefe de policía y exigir el pago de multas por incumplimiento de deberes como jurado en Alabama. Y en 2019, otro interno se declaró culpable de la misma estrategia de estafa después de que sus compañeros de cárcel fueran descubiertos. En 2020, internos de California recaudaron hasta 2.000 millones de dólares en concepto de beneficios por seguro de desempleo obtenidos de manera fraudulenta en relación con el Plan de Asistencia al Desempleo por Pandemia, según información del diario Sacramento Bee.

Por su parte, Lopez, tras declararse culpable y testificar contra dos de sus compañeros, fue condenado a tres años de libertad condicional en febrero de 2020. Ha hecho las paces con su decisión de testificar. “Para poder corregir mis errores, tengo que enmendar mis acciones. Si eso significa declarar en contra de otra persona, incluso de mí mismo, lo haré”. Miller no siente compasión por ninguno. Sus recomendaciones son: “Si recibes una llamada y te dicen que debes dinero por incumplir obligaciones procesales, corta rápido”

De aarp the magazine (febrero/marzo de 2020), copyright © 2020 por aarp, aarp.org.

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