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Las estafas por internet aumentan, ¡aprenda cómo cuidarse!

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Estafado: Hasta los más “avispados” podemos ser víctimas de un fraude. Aprendí esa dura lección cuando una solicitud, urgente y sincera, me llegó por correo electrónico.

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La notificación del correo electrónico apareció en mi pantalla a las 6:45 a. m.; era el 24 de diciembre de 2019. Llevaba horas despierto, tenía una entrega en puerta. El remitente era alguien a quien conozco bastante bien: el ministro de mi iglesia Unitaria. “Necesito un favor”, decía. “Respóndeme tan pronto veas mi mensaje”.

“Claro, Ron”, escribí.

Una amiga suya estaba en el hospital luchando contra el cáncer, según me dijo, y le acababan de informar que tenía una cirugía programada para esa misma noche. ¿Podría comprarle algunas tarjetas de regalo de iTunes?

“Las necesita para bajar sus músicas y videos favoritos y animarla antes de someterse a la intervención”. Lo haría él mismo, pero estaba muy ocupado, explicó. “Ten la seguridad de que te pagaré en cuanto pueda”.

“Está bien”, contesté.

“Muchas gracias Bruce”, repuso mi corresponsal. Entonces me explicó el procedimiento. Tenía que comprar 300 dólares en tarjetas de iTunes. (Mucha música, pensé). “Necesito que raspes la tira plateada de la parte de atrás de cada una para revelar el código; tómales una foto y mándaselas directamente a Sharon por correo”. Me dio la dirección. “Dios te bendiga”.

¿Dios te bendiga? Somos Unitarios; agnósticos optimistas, a lo mucho. No usamos esa palabra divina con frecuencia. Era una despedida rara. Asumí que Ron estaba distraído por la situación tan apremiante que su amiga Sharon atravesaba.

“Puedo comprar las tarjetas a eso del mediodía y hacer lo que me pides en la noche”, contesté.

Adujo que entonces sería demasiado tarde. “¿Podrías enviárselas a las 12:00 para que las use antes de su cirugía?”. La hora no era la más conveniente. ¿Qué era una pequeña inconveniencia en comparación a la batalla que esta mujer libraba? Y además la víspera de Navidad.

Manejé a la tienda y compré cuatro certificados de regalo. El empleado los activó en la caja registradora. A las 9:30 mandé las fotos con el siguiente mensaje: “Querida Sharon: con los códigos que encontrarás a continuación podrás comprar tus canciones en iTunes. Todos estamos pensando en ti”.

El resto del día fue bastante ajetreado. Me olvidé del asunto hasta las 4:30 p. m., cuando volví a revisar mi correo. Había un mensaje adicional en mi bandeja de entrada. “Sharon me acaba de escribir diciendo que recibió el presente. En verdad te lo agradezco mucho. Estoy seguro que le serán de gran ayuda en su lucha”. Pero había ocurrido algo más. Aparentemente, el rumor de los certificados de regalo se había esparcido por toda el ala de oncología. Otros pacientes le estaban pidiendo el mismo favor a Ron. “¿Podrías ir a comprar otros 500 dólares en tarjetas de regalo de iTunes ahora mismo?”.

¿Qué? Una amiga cercana era una cosa, pero ¿y los desconocidos? De cualquier manera, quizá ya era demasiado tarde. Le llamé a Ron.

—Hola, Bruce. ¿Cómo estás?

—¿Todavía será posible ayudar a los demás pacientes? —le pregunté.

Tras un largo silencio dijo: 

—Eh, no sé de qué hablas.

—Los demás pacientes del ala de oncología que también quieren comprar su música.

—Bruce —hubo una larga pausa—, es una estafa. Alguien se ha estado haciendo pasar por mí. Publique una advertencia en Facebook.

—No la… vi.

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¿Cómo es que me engañaron con tanta facilidad?

La respuesta es sencilla: nuestro cerebro es susceptible a las ficciones bien construidas, y las estafas más eficientes son justo eso, según Vera Tobin, científica cognitiva de la Universidad Case Western Reserve. La empatía y las aficiones de la víctima son eficazmente manipuladas por un ardid narrativo. Al principio no hay mucho en juego. En mi caso, el contacto inicial fue modesto y verosímil; las disculpas amables, las gracias por adelantado. A partir de ahí, se desarrolló la historia. Cuando me di cuenta, ya me había puesto mi chaqueta. Los tramposos se aprovechan de los errores de juicio tal como los narradores. Somos “tacaños cognitivos”, como apunta el psicólogo Keith Stanovich, de la Universidad de Toronto; tomamos atajos mentales y nos apresuramos a sacar conclusiones siempre que nos es posible.

Los estafadores también se valen de otros errores cognitivos, como el sesgo de consistencia, según el cual las personas tienden a actuar de acuerdo con quienes creen que son. El primer correo apeló al concepto que de mí mismo tengo (el de una buena persona), y era una oportunidad de probarlo. “Estabas en una misión caritativa”, dijo el policía que tomó cuidadosamente mi denuncia. “Y eso puede cegarlo a uno”.

Además, está el efecto de anclaje: el acto de dejarse llevar tan solo por la primera información disponible. “A la gente le resulta difícil ignorar lo que ya conoce”, explica Tobin. “Eso limita nuestra habilidad para razonar”. El estafador fijó en mi mente la imagen del ala de oncología; para empeorar las cosas, me identifiqué con Sharon porque yo había pasado por lo mismo: estuve junto a la cama de mi padre cuando murió de cáncer.

La mezcla de estos factores puede llevar a las víctimas de embustes a ignorar las señales de alerta. Mi ministro no mencionó mi nombre en el primer mensaje. Lo atribuí al apuro. (El estafador no lo usó porque no lo sabía. Hasta que, con mi respuesta, se lo proporcioné). ¿Y los errores gramaticales de alguien conocido por ser tan quisquilloso con el lenguaje? Los achaqué al estrés. En suma, leí los correos con un filtro que corrigió la redacción y no vio sino buenas intenciones.

Hay una percepción generalizada de que las víctimas de estafa son, en su mayoría, ancianos. De hecho, los jóvenes son engañados más que cualquier otro grupo etario, según la Comisión Federal del Comercio de los Estados Unidos. Sin embargo, no pierden tanto dinero como sus mayores porque tienen menos que ellos. El estereotipo de que los solitarios son presa fácil es real. Es más probable que la gente solitaria les dé entrada a los ladinos; abren correos no solicitados y permanecen en la línea hablando con aquellos falsos recaudadores de impuestos.

Yo no soy ni solitario ni joven. No obstante, fui elegido al azar entre un grupo que los embusteros consideran prometedor: la congregación de un ministro. Hay evidencia de que los embaucadores abusan de los grupos religiosos, aunque no está tan claro si los creyentes son más susceptibles a las estafas. Y por supuesto, me enteré de que nadie más de la comunidad había caído. Este chanta tuvo suerte de encontrarme. Soy un crédulo; a mi esposa le gusta recordármelo: “¿Te acuerdas de la vez en que casi compras un auto que estaba empeñado?”.

Los estafados compartimos otras características. Somos decididos. Bueno, impulsivos. “Ilusos” o “confiados” también son admisibles, aunque los científicos sociales prefieren el adjetivo “ingenuo”. Asimismo, somos “temerarios” —física, económica y emocionalmente—, afirma Stephen Lea, psicólogo de la Universidad de Exeter, Reino Unido.

Quizá crea que la ignorancia es una condición indispensable; sin embargo, a veces el problema no es saber poco, sino demasiado. Una de las víctimas de Bernie Madoff fue un psiquiatra llamado Stephen Greenspan: perdió casi un tercio de sus ahorros para el retiro en el esquema Ponzi de Madoff. Dos días antes de enterarse, Greenspan había publicado un librote erudito titulado Historia de la credulidad: por qué nos engañan y cómo evitarlo.

Resulta que el exceso de confianza puede despertar cierta arrogancia injustificada que resulta en una malinterpretación de los hechos casi cómicamente obtusa. La verdad, me encontraba editando unos artículos sobre cómo evitar ser estafado al recibir el primer correo. Tuve que haber podido oler un timo a 500 metros. Pero esta es la cuestión: aunque tenía un conocimiento general bastante sólido, nunca me había encontrado con esta treta en particular. No escribía un príncipe nigeriano. Ni siquiera implicaba dinero de manera directa. ¿Por qué un ladrón querría música? La respuesta: no es eso lo que desea. La razón por la que piden tarjetas de regalo es simple: los códigos son difíciles de rastrear. Y una vez que los obtienen, los revenden.

—me temo que no podemos hacer nada —dijo el agente del Departamento de Fraudes de Visa tras escuchar mi historia.

—¿Por qué no?

—Porque no es un fraude —dijo—. Cuando impugnamos un cargo, culpamos al comerciante. Pero en este caso, él no hizo nada mal. Usted compró los certificados de regalo voluntariamente.

Un momento… ¿qué? No los compré voluntariamente. ¿O sí? Lo que distingue a las estafas de otros crímenes es que requiere la cooperación de la víctima, apunta Lea. Wesley James, prestidigitador, lo explica de manera sencilla: “El engañado siempre es cómplice hasta cierto punto”.

Pero ¿cuál podría ser la recompensa de sufrir un fraude? Una muy similar a la que esperamos de los espectáculos de magia. Suspender nuestra incredulidad para que nos sorprendan es extrañamente placentero. “Ese momento de revelación”, explica Tobin, “es algo que los humanos disfrutamos mucho”.

La tensión y su remate tras ser guiado expertamente al peligro es algo que faltaba en las calmadas aguas de mi adultez. Y claro, para un escritor, el drama es recompensa suficiente. ¿Qué obtuve de este calvario? Una “experiencia”: una descarga de vitalidad, un recuerdo que hará de aquel un día único. Y, no menos importante, algo que contar.  

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