La mantuvieron en cautiverio durante dos años. Hoy está libre y cuenta su verdad.
Como cualquier adolescente, Shyima Hall se olvida de hacer su cama y se queja cuando tiene que cumplir con sus dos obligaciones: pasar la aspiradora y limpiar la pecera. En la casa donde vive con sus padres adoptivos y cinco hermanos, en el condado de Orange, California, esta chica de 18 años prefiere tirarse en el sofá y hablar por teléfono. Usa jeans de tiro bajo y se pinta las uñas de color rosa. En mayo de 2007 se puso un vestido de seda y se adornó el pelo con una gardenia para asistir a un baile escolar. Su vida está llena de actividades: tiene un trabajo de medio tiempo, hace sus deberes escolares y se va de campamento los fines de semana.
De hecho, está recuperando el tiempo perdido. Shyima nació en Alejandría, Egipto, y hace un año cerró un capítulo de su vida que desearía que jamás se hubiera escrito. Todo comenzó en 2000, cuando sus padres, sumidos en la pobreza, la vendieron a una pareja rica en El Cairo. Ésta se fue a vivir a los Estados Unidos, introdujo ilegalmente a la niña, entonces de 10 años, y la obligó a trabajar día y noche en su lujosa residencia.
Según el Departamento de Salud y Servicios Humanos de los Estados Unidos, el tráfico de personas hoy día es la industria criminal de más rápida expansión en el mundo: unas 800.000 son llevadas de sus países cada año. Estados Unidos es un destino frecuente: unas 17.500 personas se ingresan allí para ser víctimas de explotación sexual o laboral.
Shyima pertenecía a esta última categoría. Ella y sus 10 hermanos se criaron en una pequeña casa que sus padres compartían con otras dos familias. Tenían un solo baño y dormían hacinados en un cuarto sobre mantas extendidas en el suelo. Su padre frecuentemente se ausentaba semanas enteras. “Cuando estaba en casa, nos golpeaba”, recuerda Shyima.
Jamás había ido a la escuela y su futuro parecía sombrío. Con todo, tenía esperanzas. “Había cierta felicidad y personas que cuidaban de mí”, contó en un tribunal años después.
A los ocho años de edad se fue a vivir con Abdel-Nasser Yussef Ibrahím y su esposa, Amal Ahmed Ewis-Abd Motelib, de unos treinta años.
La hermana mayor de Shyima había trabajado en su casa como empleada doméstica, pero la echaron por un supuesto robo. Shyima fue obligada por sus padres a sustituirla, de acuerdo con el trato que habían hecho con la pareja.
Pasaron dos años e Ibrahím y Motelib decidieron emigrar con sus cinco hijos a los Estados Unidos para abrir allí un negocio de importaciones y exportaciones. Shyima no quería ir con ellos, pero Ibrahím le dijo que eso no dependía de ella. Desde la puerta de la cocina oyó a la pareja hablar con sus padres. “Los oí negociar —cuenta—, y mis papás aceptaron venderme por 30 dólares por mes”.
La pareja introdujo a la niña en los Estados Unidos con una visa de turista de seis meses, obtenida ilegalmente, y la llevó a su suntuosa casa de dos pisos en un conjunto privado en Irvine, California. Cuando Shyima terminaba los quehaceres, la mandaban a un cuarto cercano al garaje que no tenía ventanas, aire acondicionado ni calefacción. A veces la encerraban con llave. Su mobiliario era un colchón sucio, una lámpara de pie y una mesita. Guardaba su ropa en una valija.
Diariamente se levantaba a las 6 de la mañana, junto con los gemelos de la pareja, de seis años. Todos le daban órdenes, incluidas las tres hijas de sus patrones, de 15, 13 y 11 años. Cocinaba, servía las comidas, lavaba platos, hacía camas, cambiaba sábanas, ayudaba a lavar la ropa, planchaba, pasaba la aspiradora, barría y lavaba los patios. Muchas veces llegaba la medianoche y no había terminado.
Un día en que quiso lavar su ropa, Motelib la detuvo. “Me dijo que no podía meter mis cosas en el lavarropas porque tenían más mugre que las de ellos”, refiere. Desde entonces lavaba su ropa en un balde de plástico que tenía en el cuarto, y la ponía a secar en una rejilla de metal junto a los tachos de la basura.
La pareja golpeaba a Shyima, pero ella sufría más por el encierro y los insultos. “Me decían que era estúpida y que no valía nada”, cuenta. “Me hacían sentir que era inferior a ellos”. Comía sola y no la dejaban ir a la escuela ni salir de la casa sin que alguno de los dos la acompañara. Le prohibieron revelar su situación a otras personas. “Decían que la policía me iba a detener porque estaba ilegalmente en el país”.
Aunque nunca expresó que extrañaba a su madre, lloró desconsolada frente a Ibrahím y Motelib un día en que contrajo una fuerte gripe. “Me veían sufrir y no les importaba”, dice. “Aun así, tenía que trabajar. Ni siquiera me daban medicamentos”. Al caer la noche se sentía exhausta y muy sola. Ibrahím le había sacado su pasaporte, así que temía estar cautiva para siempre. Cuando cumplió 12 años no hubo ningún festejo. Pasó su día en los quehaceres de la casa.
Ellos me veían sufrir y no les importaba. Aún así tenía que trabajar.
Seis meses después, la mañana del 9 de abril de 2002, Carole Chen, trabajadora social de los Servicios de Protección Infantil del condado de Orange, recibió una denuncia telefónica anónima de un caso de maltrato infantil. La persona que llamó (se cree que fue un vecino) reveló que una muchacha vivía en el garaje de Ibrahím y Motelib, que hacía trabajos de servidumbre y que no la mandaban a la escuela.
Carole, junto con una investigadora de la policía de Irvine, Tracy Jacobson, acudió a la residencia de Ibrahím. Cuando éste abrió la puerta, la agente le preguntó quién más vivía en la casa. El hombre respondió que su esposa y sus cinco hijos.
—¿Hay otros niños? —presionó la investigadora.
Ibrahím admitió que había una niña de 12 años, y aseguró que era una pariente lejana suya.
—¿Podemos hablar con ella? —preguntó la policía.
Shyima estaba limpiando la planta alta, sin saber que en cuestión de minutos su cautiverio terminaría. Ibrahím le dijo en árabe que bajara y que negara estar a su servicio. Vestida con una remera raída y un pantalón holgado, la niña corrió a la puerta.
Al ver las manos ásperas y enrojecidas de la chica, Carole llamó a un intérprete por su celular. Shyima le dijo que hacía dos años que vivía en el país y que nunca había ido a la escuela. La investigadora de inmediato la puso bajo custodia.
Sola en el asiento trasero del patrullero, de camino a un hogar para niños donde residiría temporalmente, Shyima rezó para que jamás volviera a ver a sus captores. “Era una chica muy fuerte”, dice Tracy. “Nunca lloró. A diferencia de otros niños, le agradó la idea de estar bajo custodia porque se sentía a salvo”.
Unas horas después, tras obtener una orden de registro, la investigadora regresó a casa de Ibrahím con varios agentes del FBI y del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas. En el garaje sacaron fotos del colchón sucio de Shyima. Junto a una lámpara rota había un balde con agua jabonosa, y en el piso, ropa doblada. “La chica no vivía ni por asomo como el resto de la familia”, comenta Tracy. El agente de inmigración Bob Schoch agrega: “Hay mascotas que reciben mejor trato”.
En un intento por justificar la situación, Ibrahím les mostró el contrato que los padres de la niña y él habían firmado ante un escribano. “El papel decía que Shyima trabajaría 10 años con ellos, por un pago para sus padres de 30 dólares por mes”, cuenta Tracy, quien detuvo a Ibrahím y a Motelib y los acusó de conspiración, esclavitud involuntaria, explotación y alojamiento ilícito de una extranjera.
El día del rescate de Shyima, los agentes de inmigración le dieron a elegir entre dos opciones: regresar a Egipto o permanecer en los Estados Unidos y vivir en un hogar de crianza. La chica decidió quedarse. Quería empezar una vida nueva y mejor.
Durante los dos años siguientes vivió con dos familias de crianza. La primera le enseñó a hablar inglés y a leer; la segunda, residente en San José, pretendía inculcarle la observación estricta de la religión musulmana, pero como ella se negó, la transfirieron a otro hogar. “Yo sólo quería ser una adolescente normal”, dice.
Pronto se le cumplió ese deseo. Chuck y Jenny Hall, quienes tenían dos hijas y un hijo, acababan de comprar una casa de cuatro dormitorios en el condado de Orange y vieron que tenían espacio para más niños. Tras haber sido padres de crianza de una chica de 15 años y de un sobrino de Chuck, de 13, decidieron recibir a otro. En su primera reunión con Shyima, todos congeniaron. “Ella tiene el mismo sentido del humor que yo”, dice Chuck, quien es gerente de una empresa que fabrica uniformes.
La muchacha les preguntó a los Hall cuáles eran las reglas en su casa y cuáles serían sus obligaciones.
—Todo es negociable —le respondió Chuck.
—Ir a la escuela y hacer tus tareas serán tus prioridades —agregó Jenny, que es orientadora juvenil—. Te trataremos como si fueras hija nuestra y serás parte de la familia.
Shyima tenía ya 15 años y se había convertido en una bella jovencita. Pero llevó a su nuevo hogar algo más que su valija. “Estaba llena de rabia”, dice. Los primeros seis meses padeció insomnio y ansiedad, por lo cual veía regularmente a un psicoterapeuta y tomaba antidepresivos. Con el tiempo adquirió más confianza en sí misma.
En la escuela hizo amigos, tuvo su primer novio y se incorporó al equipo de atletismo. Consiguió un trabajo de medio tiempo y empezó a participar en actividades sociales de la iglesia. Incluso se ofreció como consejera en un campamento para chicos que tenían baja autoestima.
Ibrahím y Motelib aceptaron declararse culpables a cambio de que les redujeran la condena. Shyima asistió a la audiencia en que se dictaría la sentencia, en octubre de 2006.
—Lo que ocurrió se debió a mi ignorancia de las leyes, pero acepto toda la responsabilidad —declaró Ibrahím ante el juez.
Motelib se mostró menos arrepentida. Sin inmutarse dijo:
—Le di el mismo trato que le daba en Egipto. Si ella me hubiera dicho qué cosas no le gustaban, yo habría modificado mi conducta.
Incapaz de contener la ira, Shyima pidió la palabra.
—Ella es una mujer adulta y conoce la diferencia entre el bien y el mal —señaló—. ¿Por qué me escatimaba su afecto? ¿Acaso no soy un ser humano también? El tiempo que pasé con ellos sentí como si no existiera. Lo que me hicieron me dejará cicatrices por el resto de mi vida.
Ibrahím fue sentenciado a tres años de prisión y Motelib a 22 meses. Se les ordenó pagar 76.137 dólares a la joven por los servicios prestados. Ambos serán deportados a Egipto cuando salgan de la cárcel. Después de la audiencia, Shyima celebró con la compra de un vestido para el baile de bienvenida a la secundaria. Era negro, largo y satinado. Con parte del dinero de la indemnización se compró también una computadora portátil, una cámara digital y un auto nuevo; guardó el resto en un fondo para la universidad.
“Tiene mucha fuerza de voluntad y es independiente”, observa Jenny, quien, junto a su esposo, adoptó legalmente a Shyima en 2007. “Sabe lo que quiere”.
La joven dice que le gustaría ser policía para ayudar a otros. También desea viajar a Egipto algún día para ver a sus hermanos. Pero por ahora disfruta el sueño que jamás pensó que se haría realidad: vivir como una adolescente normal.
Lucha sin tregua
La trata de personas es un delito que crece en Sudamérica. Si bien en los últimos años, algunos países han tomado medidas para disminuir los casos, lo cierto es que la trata es hoy el tercer crimen más lucrativo del mundo. También hay personas en la región que están liderando esta lucha: en marzo de este año, la consultora paraguaya Cynthia Bendlin recibió el Premio Internacional a las Mujeres de Coraje 2008, que anualmente entrega al gobierno de los Estados Unidos a las mujeres que se destacan en diferentes regiones del mundo, por su liderazgo en la prevención y combate a la trata de personas; el mismo galardón había recibido un año antes la argentina Susana Trimarco por haber ayudado a más de 200 víctimas. Por su parte, el congreso argentino aprobó en abril una ley que considera la trata de personas como un delito federal y fija penas que van de tres a quince años de prisión.