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Cautivos en Irán

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Una pareja disfrutaba de un paseo en velero un fin de semana, cuando de repente todo se trastocó y pasaron a ser rehenes sin saberlo.

Veo dos lanchas cañoneras acercarse a toda velocidad. Parecen llenas de hombres armados con fusiles. Incluso antes de que se detengan junto a nosotros, levantando una ola enorme, los desconocidos saltan a nuestro barco, dan alaridos furiosos y  nos apuntan con sus armas.

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El corazón me late a mil por hora. Esto no puede estar pasando, pienso. Ojalá que esos fusiles tengan el seguro puesto. Miro a Rupert, mi esposo, y a Brad, nuestro piloto. Rupert parece sorprendido, y Brad, asustado. Nos quedamos callados y quietos; mostrar temor, angustia u otra emoción intensa puede hacer que cualquiera de estos sujetos irascibles pierda el control.

Se apoderan de nuestro barco. Estamos a su merced. Su asalto es un acto de piratería y rara vez termina bien. Somos dos hombres y una mujer, lejos de sus casas. No hay testigos, excepto las gaviotas que revolotean por encima de nuestras cabezas.

Sé en qué idioma están vociferando los hombres. Es persa. Son de la República Islámica de Irán. Nosotros somos británicos, sus enemigos acérrimos, y ahora, sus rehenes.

En diciembre de 2004 Rupert y yo decidimos cambiar la fría y lluviosa ciudad de Londres por el soleado y acogedor emirato de Dubai. Compramos un catamarán de 11,5 metros de eslora y lo llamamos Simbad, porque pensábamos pasar momentos de fábula navegando con nuestros tres hijos: Hugh, Tom y la pequeña Lara de un año.

Es un viernes de fines de octubre de 2005 y este es un viaje de prueba con Rupert y Brad. Nuestros hijos se quedaron en casa con la niñera. Dejamos Dubai atrás y enfilamos hacia la isla de Abu Musa, situada a 80 kilómetros al norte, la cual está certificada como puerto internacional seguro. Lo que ninguno de nosotros sabe es que es territorio en disputa entre los Emiratos Árabes Unidos e Irán.

Nos acercamos a la isla, ansiosa yo por anclar para bucear un rato en las aguas tibias y cristalinas. A primera vista no parece haber señales de vida, pero de pronto se oye un ruido de motores y aparecen las dos lanchas cañoneras. El interrogatorio de los hombres empieza de inmediato:

—¿Por qué están aquí? —nos gritan—. ¿Qué quieren?
Tratamos de explicarles que somos turistas, que estamos dando un paseo, pero no nos creen. 

—¡Entréguennos sus celulares!

Se los damos de mala gana.

—¡La cámara!

Les doy mi cámara. El interrogatorio continúa. Cuando se pone el sol, los hombres discuten y luego guardan silencio: han tomado una decisión. Nos ordenan que encendamos el motor. Escoltados por las lanchas, nos alejamos de la isla.

Me invade la angustia. Pienso que, o nos van a dejar ir, o nos van a pegar un tiro y lanzarán al mar nuestros cadáveres. Los sujetos tienen una mirada siniestra; parece que están a punto de matarnos.       

A menos de 400 metros de la costa nos ordenan detenernos, que apaguemos el motor y nos coloquemos los tres en un lado de la cubierta. Con el corazón desbocado, obedecemos. ¿Acaso tenemos alternativa?

Entonces una de las lanchas vira y se dirige de nuevo hacia la isla. Los tripulantes de la otra embarcación forman una fila frente a nosotros y preparan sus armas. Estamos a unos seis metros de ellos. Rupert y yo nos miramos de reojo. De pie en la cubierta, siento un pesar abrumador por dejar huérfanos a mis hijos, por morir de una forma tan tonta. Observo los fusiles con que nos apuntan. No pienso en las balas atravesándome. Pienso en mis hijos, y en silencio les digo que lo siento, que lo lamento con toda mi alma.

De pronto oímos una voz que da órdenes a gritos por radio. Los hombres bajan las armas y nos dicen que volvamos a encender el motor. Estaba segura de que iban a matarnos. ¿Qué pretenden ahora? Mis emociones me impiden suponer nada.

Sin mediar explicación, los sujetos nos ordenan regresar a la isla de Abu Musa. Seguimos vivos.

Un avión aparece en el cielo nocturno y aterriza. Poco después, dos hombres con uniforme de la Armada iraní aparecen en nuestro velero. Han venido a decidir nuestro destino. Nos ordenan sentarnos y entonces nos hacen las mismas preguntas que los hombres de las lanchas: “¿Quiénes son? ¿Por qué están aquí?”

Sospechan que nuestro radiotransmisor no funciona. Según ellos, desde su base en la isla nos pidieron varias veces por radio que nos identificáramos y nos advirtieron que no nos acercáramos más. No oímos ninguna de esas peticiones. Los oficiales no pueden entender por qué nuestro piloto navega con el radiotransmisor averiado. Detrás de esta “negligencia” ven una intención conspiratoria. La gente de los países del Oriente Medio es famosa por creer en confabulaciones. Tal vez sea el legado de sus antiguos regímenes monárquicos y de la censura. Y cuando uno encarna lo que ellos llaman “el imperio del mal”, su paranoia se exacerba. 

Mientras el interrogatorio prosigue, los hombres registran nuestro velero y encuentran whisky. Con aire triunfal se lo muestran a los oficiales.

—¿Qué es esto? ¿Alcohol? —nos preguntan—. ¿Han traído alcohol a Irán? Están infringiendo la ley.

Rupert pide que nos devuelvan los celulares para poder llamar a nuestra embajada, pero los hombres ni siquiera le contestan. Tras decirnos que regresarán mañana, los oficiales se marchan. La vigilancia de los hombres continúa durante la noche. Pienso en mis hijos, que deben estar durmiendo en casa. Están a salvo y eso me consuela. Me pregunto si los volveré a ver.

Por la mañana nos dicen que empaquemos nuestras cosas. Yo no quiero abandonar el barco.

—¿A dónde nos llevan? —les pregunto a los oficiales de la Armada, pero no me responden. Recojo mis cosas, entre ellas el Boggle, un juego de mesa de formación de palabras con el que Rupert y yo nos entretenemos. Salimos del Simbad sin saber qué nos espera. Nos llevan a Irán continental.

“No es un código”

Nos llevan a una casa dentro de una base naval delimitada por altos muros rematados con alambre de púas. Los oficiales hacen las veces de anfitriones y nos preguntan si necesitamos algo. Les pido nuestros celulares, pero se niegan a devolverlos. Me entregan un “regalo”: un velo, o shaila, como lo llaman en Dubai, y un chador. Ahora estoy en la República Islámica de Irán y debo vestir como dicta el código del hiyab: con la cabeza y el cuerpo cubiertos; del rostro solo pueden quedar visibles la nariz y los ojos. Cada vez que esté en presencia de un hombre que no sea mi esposo, debo cubrirme. Al ponerme las prendas siento claustrofobia. En el islam existe la creencia de que las mujeres, como “generadoras de vida”, son más poderosas que los varones y deben usar velo por el bien de la sociedad: un cumplido ambiguo que no me hace sentir halagada.

Aunque nos interrogan por separado, son las mismas preguntas: “¿Por qué fueron a la isla? ¿Por qué sacaron fotos?” Intento convencerlos de que fuimos a Abu Musa solo para nadar, tomar sol y pasar una noche tranquila. Les digo que tengo hijos y que escribo cuentos infantiles. Quieren información sobre mi esposo. Rupert es banquero, pero por su historial familiar podría parecerles sospechoso: nació en Yemen del Sur, habla árabe y su padre fue un administrador colonial. Viajó a Inglaterra para recibir una educación británica en la Universidad de Cambridge. Tras graduarse se alistó en el Ejército; lo enviaron a Omán, donde pasó varios meses en el desierto. 

Tengo que callar sobre el pasado de mi esposo y hacer hincapié en que es banquero. Los iraníes siempre están alertas buscando espías. Varias horas después, uno de los hombres me entrega unos papeles.

—Fírmelos —me ordena.

Están escritos en persa.

—¿Por qué? —pregunto—. ¿Qué dice en ellos?

Impaciente, me contesta:

—Dicen que la información que nos proporcionó es cierta.

Deben decir mucho más que eso, a menos que el persa sea un idioma tremendamente escueto.

—No sé leer persa —replico—. Por favor, ¿podrían ponerlos en mi lengua, en inglés, para poder firmarlos?

Me han contado historias de cautivos que fueron condenados a prisión después de haber firmado una confesión que no entendían.

—Nos gustaría que firmara los papeles así como están —insiste.

—No acostumbro firmar nada que no entienda —le digo—. Por favor, ¿podría escribirlo yo? Diría lo mismo, pero en mi idioma.
Empiezo a escribir: declaro que todo lo que he dicho durante el interrogatorio es verdad y lo firmo. Para alivio mío, los hombres asienten con la cabeza. 

Rupert y yo necesitamos con desesperación hablar a solas, pero estamos seguros de que nuestros captores no descuidarán la vigilancia. Así que, ¿cómo matar el tiempo? ¡Con el Boggle! Son dados con letras y hay que formar el mayor número de palabras distintas lo más rápido posible. Echamos a andar el cronómetro y una luz roja parpadea 10 segundos como señal para iniciar el juego.

Varios iraníes irrumpen en la habitación. Desde algún sitio oculto han visto la caja del Boggle y la luz parpadeante del cronómetro. Entonces retroceden, alarmados. Supongo que piensan que es una bomba.

—Es un juego de mesa —les digo—. Se trata de formar palabras.

La luz ha dejado de parpadear. Los hombres se acercan y revisan con cuidado el cronómetro.

—¿Con quién se están comunicando? —nos preguntan.

Ya no piensan que el Boggle sea una bomba, sino una especie de aparato radiotransmisor.

—No nos estamos comunicando con nadie. ¡Es un juego! —contesto.

Los hombres ven nuestros blocs de notas. Rupert y yo los hemos usado infinidad de veces para escribir las palabras que vamos formando. Tras hojearlos, nos preguntan:

—¿Qué código es éste?

—No es un código —respondo—. Las palabras son parte del juego.

—Nos llevaremos esto —nos dicen, nada convencidos.

Unas horas después los hombres entran y nos devuelven los blocs. Tal vez alguien de su cuartel general ha reconocido el juego. Y ahora que parecen desconfiar menos de nosotros, les suplico otra vez:

—Por favor, ¿podría hablar con mis hijos? Si no los llamamos, pensarán que tuvimos un accidente.

—No es posible —contestan.

Al día siguiente Rupert y yo usamos un truco para hablar: nos duchamos juntos. Sospechamos que han puesto micrófonos en nuestro cuarto, pero no en el baño. Permanecemos de pie bajo el agua caliente, susurrándonos al oído, pero no hablamos de amor, sino de cómo podríamos escapar.

Al salir de la ducha me pongo un vestido negro y el chador; luego nos dirigimos a la planta baja. Los oficiales nos saludan. Contestamos educadamente. Después, una vez cumplidas las formalidades, reanudan el interrogatorio. Solicito que me dejen recurrir a nuestra embajada y un teléfono para llamar a mis hijos. La respuesta a ambas peticiones es una negación con la cabeza. 

¿Están casados? —les pregunto.

Me miran sorprendidos, pero no contestan nada.

—¿Tienen hermanas? ¿Madre?

En el islam la familia es sacrosanta, e Irán es un país predominantemente musulmán. Es a ese sentimiento de identidad al que apelo.

—Parecen ser buenos musulmanes —les digo—. ¿Así tratan a sus esposas y a sus madres? ¿Creen que está bien mantenerme apartada de mis hijos? ¿No permitirme ni siquiera que los llame por teléfono?  

Se remueven en las sillas, incómodos con mis reclamos.  

—Ustedes saben que somos inocentes. ¿Cuándo nos dejarán libres?

—Cuando respondan nuestras preguntas —replican.

—¿Cuándo? —insisto.

—Quizá mañana, inshallah (expresión que significa “si Dios quiere”).

Llega la mañana y no nos liberan. Pasan varios días más de interrogatorios, juegos de Boggle y la maravillosa evasión que supone dormir. Finalmente nuestros captores, a los que llamaré Reza y Alí, nos dejan llamar a nuestros hijos, con la condición de que les digamos que tuvimos una avería en el motor del velero. Acepto gustosa. Haré lo que sea con tal de hablar con ellos. Los oficiales me dan el celular y se paran detrás de mí para ver qué número marco.

Contesta la niñera. Le digo “Hola, señorita Harriet”. Nunca la llamo así. Espero que eso la haga sospechar que corremos peligro. Le pregunto cómo están los chicos. Se me ocurre decirle lo que está pasando, hablando a toda velocidad, pero no lo hago; los oficiales se darían cuenta y me arrebatarían el teléfono sin contemplaciones. Así que hablo con los niños e interpreto la farsa de la avería del motor. Cuando los iraníes me hacen señas para que cuelgue, con la voz quebrada pronuncio unas palabras finales:

—Los quiero, hijos.

Entonces les devuelvo el teléfono y me inclino en la silla, sollozando y estremeciéndome de dolor.

Inshallah

Al día siguiente, luego de otro interrogatorio, los oficiales nos dicen:

—¡Tenemos buenas noticias! Los vamos a liberar mañana, inshallah. 
Llena de gratitud, sonrío y les estrecho la mano a Reza y Alí. ¡Mañana veremos a nuestros hijos!

Al otro día, temprano, saltamos de la cama, nos vestimos rápidamente y bajamos corriendo. Alí y Reza entran a la casa. Rupert y yo damos un paso al frente para estrecharles la mano, pero ellos retroceden y me miran como si tuviera peste.

—En el islam está prohibido que una mujer toque la mano de cualquier hombre que no sea de su familia, o que él toque la tuya —explica Alí—. No me puede estrechar la mano.
Nuestras sospechas se confirman: en la casa hay micrófonos y cámaras ocultos. Alguien debe de haber visto cuando les estreché las manos a los oficiales el día anterior.

—Entiendo —digo, manteniendo la distancia—. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Cuándo nos dejarán libres?

—Más tarde, inshallah.

El determinismo está tan arraigado en el islam que casi toda frase alusiva al futuro termina con esa palabra. Pero a menudo se abusa de ella y se dice como excusa cuando no se tiene intención de cumplir una promesa.  

Transcurre el día. Estamos impacientes como niños, pero conforme pasan las horas nuestra esperanza se va esfumando. Después de la cena, me dan el celular para que llame a mis hijos. He decidido no seguir fingiendo. No se lo digo a Rupert porque no quiero que me disuada. Marco el número de nuestra casa en Dubai. Cuando la niñera contesta, le digo:

—Unos iraníes nos detuvieron. No es cierto que el motor del barco esté fallando. ¡Nos secuestraron!

Los oficiales me quitan el teléfono y me increpan:

—¿Por qué dijo eso, señora? ¡Se va a meter en líos!

Parecen aterrados y miran por todo el cuarto como si hubiera ojos ocultos observándonos. Claro que los hay.

—Lo dije porque no nos dejan libres —respondo.

Espero que Harriet avise a nuestra embajada para que presionen a los iraníes y nos liberen. 

—Debe tener paciencia —me advierten los oficiales, enojados.

—La paciencia no nos ha llevado a ninguna parte —replico.

En los dos días siguientes no nos permiten hablar con los niños. No hay señales de que Harriet haya dado aviso a la embajada británica. Para no perder la razón intento reprimir mis emociones, pero sé que soy una madre desesperada y que necesito actuar. Tras otro interrogatorio, camino hasta la sala. Rupert se acerca, me abraza y pregunta si estoy bien.

—Confiá en mí —le digo al oído.

Subo al dormitorio, dejo la puerta abierta para que todo el mundo pueda oírme y me pongo a llorar. Grito y doy gemidos de dolor.

—¡Quiero ver a mis hijos! —imploro con un desconsuelo genuino. 

Me topo con los oficiales a la mitad de la escalera.

—¿Está bien? —me preguntan.

—Mi hijo Tom cumple cinco años mañana —les digo—. Por favor, déjenme llamar a casa.

Al ver mi agobio, Rupert me dice:

Recemos un padrenuestro.

No solemos ir a la iglesia, pero creemos en Dios, en una fuerza superior. En cada día de nuestro cautiverio ha habido cinco llamados a la oración y los iraníes se han retirado a rezar arrodillados en sus tapetes. Ahora nos toca a Rupert y a mí. Nos hincamos y empezamos a rezar: “Padre nuestro que estás en el cielo…” Nuestros captores entienden. Al fin y al cabo, es una plegaria.

Una hora después, Reza y Alí me dan el teléfono. Harriet contesta.

—¿Dónde están? —pregunta.

No puedo decirle nada esta vez.

—Por favor, quiero hablar con los niños —le contesto.

Felicito a Tom por su cumpleaños. Luego, conteniendo el llanto, le paso el celular a mi esposo. Tras hablar con los niños, Rupert cuelga y les devuelve el teléfono a los oficiales. Trato de recuperar la compostura y les digo a los iraníes:

—No pude decirle a mi hijo Tom todo lo que quería. ¿Puedo llamar a casa otra vez?

Son buenos hombres. Me vuelven a dar el celular. Mientras finjo marcar el número, escribo un mensaje de texto para Harriet. Hago una pausa, miro hacia arriba y me quejo de que la llamada se ha cortado. Entonces envío el mensaje: “Nos tienen detenidos en la base naval iraní de Bandar Abbas. Avisa a la embajada británica”.

Luego borro el texto, llamo a casa y hablo con Tom. Cuelgo y devuelvo el teléfono, muy sonriente.

Fe a ciegas

Un día después, Reza y Alí llegan con dos hombres que vienen de Teherán. Uno es un almirante que nos hace más preguntas, hasta que le digo:

—Tengo tres hijos pequeños. ¿En verdad cree que permitiría que mi esposo me llevara a una misión de espionaje cuando, en todo caso, vería menos desde mi barco que cualquier satélite desde el cielo?

—Con eso basta por ahora —me responde secamente—. Hablaré con usted más tarde.

Los días siguientes nos asalta la incertidumbre. No tenemos ni idea si seguiremos cautivos una semana, un mes o un año. No poder estar con mis hijos me resulta casi insoportable. Tras varios interrogatorios más, nos ordenan empacar nuestras cosas.

—Se van a reunir con gente de su embajada —nos dice el almirante—. Espero que pronto los liberen. Tienen suerte. No los ha interrogado la Guardia Revolucionaria. Parece que no saben nada de ustedes.

Nos suben a un auto a Rupert, a Brad y a mí y atravesamos la ciudad hasta una zona de edificios vacíos. El conductor estaciona y entonces nos llevan hasta una habitación de paredes desnudas. Hay dos personas allí: el primer secretario de la embajada británica y una mujer iraní llamada Nasrin. Nunca me había alegrado tanto reunirme con alguien.

—Cuéntennos qué ocurre —nos dice el diplomático.

Es evidente que aún corremos peligro, así que nos limitamos a preguntar si tienen algún plan. Nos responden que van a llevarnos a un hotel para pasar la noche y, en la mañana, nos trasladarán al aeropuerto.

—No salgan de sus cuartos —nos dicen nuestros captores.

No habríamos podido salir de todos modos: las puertas están cerradas con llave por fuera.

Al día siguiente, el primer secretario y Nasrin llaman a nuestra puerta. Buscamos a Brad y luego corremos desde la recepción hasta una camioneta estacionada afuera.

Llegamos al aeropuerto y nos llevan dentro. Nasrin y el secretario corren de un mostrador a otro, mientras Reza y Alí miran alrededor con evidente nerviosismo.

Nasrin se acerca y nos dice:

—Estamos teniendo problemas para conseguirles pasajes. 

De pronto aparecen seis hombres fornidos. Parecen matones. Nasrin me susurra que son la policía secreta. Se pone tensa, como si se dispusiera a pelear. Reza y Alí no se mueven. Los sujetos les ordenan que se vayan. Ellos nos miran con un gesto de preocupación y se alejan. Es extraño, pero nos habíamos hecho amigos. Está claro que estos nuevos hombres no son amistosos.

El primer secretario y Nasrin protestan enérgicamente. El matón jefe es corpulento y de mirada intimidante. Aparta al diplomático de un empujón y camina hacia nosotros. El secretario intenta cerrarle el paso, pero el hombre le da un puñetazo en la cara y otro en el vientre. La policía del aeropuerto llega corriendo, con las armas listas. Una vez más, estamos en manos enemigas. Otro policía sujeta al secretario. Antes de que se lo lleven por la fuerza, nos dice a gritos:

—¡Me encargaré de que el embajador británico los espere en Teherán!

Dos matones sujetan del brazo a Rupert y a Brad. Una restricción benéfica del islam es que tienen prohibido tocarme. Nos hacen subir a un avión. Me pregunto si el embajador británico estará esperándonos cuando aterricemos. Ruego al cielo que así sea.

Pero no es así. Lo que nos espera es una camioneta con los vidrios polarizados. Nos empujan dentro, cierran las puertas y el vehículo arranca con un rugido. Intento bajar la ventanilla y un matón me da un manotazo. Y eso que no debe tocarme.

La camioneta se detiene ante las puertas de un hotel. Nos hacen bajar.

—¡No hablen! —nos ordena el matón jefe, soltando un bufido. Meten a Brad en un cuarto y a Rupert y a mí, en otro. Alcanzo a ocultar los pasaportes bajo el chador.

Poco después, llaman a la puerta. Entra un hombre de pelo largo y ondulado. Se nota que es inteligente.

—Soy del Ministerio de Información —nos dice—. Cuéntenme sobre Abu Musa y el Simbad. Soy su amigo. Estoy aquí para liberarlos.

Nos gustaría poder creerle a este individuo tranquilo, pero desconfiamos. Respondemos sus preguntas, hasta que por fin se despide y se marcha. Cuando regresa, le preguntamos por los representantes de nuestra embajada. Él menea la cabeza sin contestar nada. Le preguntamos si podemos llamar a nuestros hijos y vuelve a decir que no con un meneo de cabeza.

—¿Cuándo nos van a dejar libres? —le pregunto.

—Pronto, inshallah —responde—. Denme sus pasaportes. Necesito que les pongan el visado de salida.

Nos negamos a dárselos. No confiamos en él.

Pasan 24 horas y los interrogatorios no cesan. Desesperada, decido hacer algo. Llamo a la puerta. Cuando uno de los matones la abre, salgo al pasillo y me siento en el suelo. Los sujetos empiezan a gritarme. Meneo la cabeza. El matón jefe se acerca a mí, apretando los puños, y me lanza gritos amenazadores hasta que aparece el señor sereno.

—¿Por qué hace esto? —me dice.

—Porque no nos dejan irnos —respondo—. No nos permiten hablar con nuestros hijos. No me voy a mover de aquí hasta que nos dejen comunicarnos con nuestra embajada.

—No puede hacer eso. Debe volver al cuarto ahora mismo —contesta.

Me niego a obedecer. Se suscita una discusión en persa y entonces el matón jefe entra al cuarto y saca a rastras a mi esposo. Lo empuja contra la pared y empieza a golpearlo. No puedo soportar ver eso, así que le grito al hombre que se detenga y entro a la habitación corriendo. El sujeto deja de golpear a Rupert y lo mete a empujones al cuarto. Cierran la puerta con llave otra vez. Mi esposo está furioso. ¿He hecho lo que debía, o solo empeoré las cosas?

Al cabo de algunas horas reaparece el señor sereno, con una caja de cartón.

—He estado en contacto con su embajada —dice—. Les enviaron estas cosas. Ahora, denme sus pasaportes.

Sigo sin confiar en él, así que vuelvo a negarme meneando la cabeza. Por la mañana se presenta otra vez. Con una honestidad que no había percibido yo en su mirada, dice:

—Tienen que confiar en mí. Denme sus pasaportes para que pueda conseguirles los visados de salida. Sino, no los liberarán.
Rupert y yo nos miramos. La caja parece demostrar que este hombre se ha puesto en contacto con la embajada británica. Creo que no hay más remedio que arriesgarnos. Entro al baño y saco los pasaportes de debajo del chador. Algo me dice que debo creer en el señor sereno. ¿Es simple fe a ciegas?

Al caer la noche reaparece, muy sonriente.

—Tengo sus visados —nos dice—. Hicieron bien en confiar en mí. Están libres. Vamos al aeropuerto.

¿Será cierto? Tomamos nuestras cosas y salimos al pasillo. Recogemos a Brad en su cuarto y corremos hasta un auto que nos espera. Nos apretujamos los tres en el asiento trasero y entonces el vehículo arranca. Cuando llegamos al aeropuerto, nuestros pasajes ya están listos. Nos dirigimos hacia el señor sereno y le damos las gracias.

Momentos después nuestro avión se dirige hacia la pista de despegue. Rupert y yo estamos sentados en silencio, tomados de la mano. Cuando la aeronave comienza a remontar vuelo, finalmente lo creo: de nuevo somos libres.

Linda y Rupert se reunieron con sus hijos esa misma noche. En 2007 les devolvieron su barco y poco después lo vendieron. Siguieron viviendo en Dubai con los niños hasta 2012, cuando decidieron regresar a Inglaterra.

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