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Un día a bordo del Queen Mary II

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Este barco colosal se desliza suavemente por los mares, pero para mantenerlo limpio, en orden y con el rumbo correcto, hace falta un ejército de personas.

Una tarde cualquiera contada por un trabajador del Queen Mary

 

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17:15 h. Es una fría tarde de mediados de noviembre y la oscuridad comienza a envolver Southampton Water, la estrecha bahía que conecta uno de los puertos más activos del Reino Unido con el canal de la Mancha. En la punta norte de este brazo de mar, el Queen Mary 2, de 148.528 toneladas, ha soltado amarras y se dispone a dar un giro.

 

Desde un ala del puente de mando, de 49,5 metros de ancho, el capitán Chris Wells da las órdenes.
—Enciendan propulsores —le indica al oficial tercero, Ned Tutton.

 

Una de las tres hélices transversales de proa empieza a empujar de costado la nariz de la gigantesca nave.

 

—Propulsores Azipod, 90 grados hacia dentro —dice Wells, quien se da vuelta y recorre con la mirada el barco, tan alto como un acantilado.

 

Curiosos, los pasajeros asoman la cabeza desde sus balcones privados. Por debajo de la línea de flotación, dos de cuatro hélices timón, de 260 toneladas cada una, empiezan a empujar la popa y a alejarla del muelle. En pocos minutos, como la aguja de una brújula descomunal, el Queen Mary 2 ha girado sobre su propio eje y está en marcha. Su siguiente parada es la ciudad de Nueva York.

 

Con 1.250 tripulantes y 2.777 pasajeros a bordo, el QM2 ha iniciado su vigésimo octavo viaje transatlántico del año.

 

El buque insignia de la célebre compañía naviera británica Cunard está repleto. Desde que entró en servicio en 2004, se ha llenado completamente en casi todas sus travesías, incluidas las circunnavegaciones del planeta, de tres meses de duración.

 

Esta supernave ha paralizado varias ciudades. En su viaje inaugural, 25.000 personas salieron a verla en Cherburgo, Francia; atrajo a otras 100.000 en Hamburgo, Alemania, y en 2007, los ómnibus de conexión al barco quedaron atrapados en un embotellamiento vial en Sydney, Australia.

 

18:00 h. En los 1.310 camarotes privados, los pasajeros se están vistiendo para la cena, que esta noche será formal. A los británicos les encanta, pero, según la hostess Freda Singleton, “muchos estadounidenses piensan de otra manera, y les parece bien presentarse con campera y pantalones informales”.

 

En la cubierta 1, el doctor Jacques Badenhorst, uno de los dos médicos del barco, consuela a una mujer británica de más de 60 años cuyo esposo se enfermó varios días antes de partir. Esperaban que mejorara a bordo para disfrutar del viaje, pero de repente empeoró. Badenhorst, oriundo de Sudáfrica, confirma el agravamiento de una afección pulmonar que requerirá tratamiento en un hospital. Entonces llama al puente de mando.

 

—Necesitamos evacuar a un enfermo —le dice a Wells.

 

Pronto, una lancha salvavidas es enviada a atender la emergencia desde Portsmouth, a 28 kilómetros de distancia. Media hora después, se detiene junto al transatlántico. Los socorristas suben a bordo y trasladan al enfermo en camilla hasta la lancha. Luego de una hora, ya está hospitalizado en Portsmouth.

 

20:45 h. Empieza el segundo servicio de cena en el Restaurante Britannia, que cuenta con 1.347 sillas y es idéntico al salón del Britannia, el primer barco de Cunard, de 1840. Nadine Le Clos, una moza mauriciana de veintitantos años, camina entre las seis mesas que le toca atender. Sonriendo, entrega una carta de vinos y el menú a los seis comensales de una mesa. Las entradas de hoy son crema de brócoli y queso azul con echalottes, consomé de carne con tallarines y hierbas finas, caracoles a la manteca, vieiras y mousse de salmón con caviar.

 

—Pruebe el filet chateaubriand con salsa bernesa, señor —sugiere Nadi-ne—. Va bien con el vino que pidió.

 

En este viaje de seis noches, los pasajeros consumirán 36.000 huevos, 2.500 kilos de carne de vaca, 10 kilos de caviar, 700 kilos de langosta y 30.000 bolsitas de té.

 

22:45 h. Un vals de Strauss resuena en el suntuoso Salón de la Reina, donde trabajan seis caballeros muy elegantes. Uno de ellos, Ian Sharp, de 69 años, invita a bailar a una mujer sentada cerca de la pista.

 

Cinco años antes, un representante de Cunard llamó a una escuela inglesa de baile para preguntar si algún instructor varón estaría interesado en trabajar en un barco. Sharp viajó a Londres, donde hizo una audición y lo contrataron. A cambio de un boleto de avión y un camarote, ahora baila con las pasajeras. Estos caballeros tienen que ser solteros, y casi todos están jubilados. Sus reglas son: siempre tener buenos modales, y jamás emborracharse, entrar en el camarote de una mujer, ni tener aventuras amorosas a bordo. Pero ¿llegan a ocurrir este tipo de relaciones? “Por supuesto”, dice Sharp. “En Nueva York voy a ver a una dama a quien conocí en un crucero anterior”.

 

De hecho, algunas de estas relaciones terminan en matrimonio. John Weir, un colega de Sharp, dice que un hombre australiano que bailaba en el Queen Elizabeth 2 —barco ya retirado— hace poco se casó con una mujer a quien conoció a bordo. “Si guardáramos todos los números que nos dan, podríamos llenar una guía telefónica”, afirma.

 

9:00 h. En una esquina de la cubierta superior, Dayle Mercado, el encargado de las mascotas, acaba de dar de comer a siete perros —entre ellos un collie y un cocker spaniel— y dos gatos.

 

Al igual que muchos de los otros barcos de Cunard, el QM2 permite a los pasajeros llevar mascotas; la tarifa varía entre 300 y 500 dólares por animal, dependiendo de la duración del viaje.

 

Dentro de la perrera, Ann Hayes, de Carolina del Norte, está sentada con sus dos mascotas sobre la falda: Silo, un perrito mestizo de 13 años al que rescató de un refugio de animales y que ha hecho cinco travesías con su dueña, tanto en el QE2 como en el QM2, y Hamish, un salchicha miniatura de cuatro años. Ann y sus perros pasan parte del año en Escocia y parte en los Estados Unidos. “Mis bebés tienen sus propios pasaportes”, dice.

 

10:30 h. Robert Howie, gerente de alimentos y bebidas, está en su oficina revisando su correo electrónico. El encabezado de uno de los mensajes dice “Sopa fría”. El supervisor principal recibió la queja de un pasajero sobre las entradas de la cena del día anterior. Howie llama al jefe de comedor y acuerdan medidas para evitar que el incidente vuelva a ocurrir.

 

11:00 h. El Teatro Royal Court se ha convertido en una capilla. Más de 50 personas asisten a la misa que todas las mañanas oficia Frank Glynn, sacerdote católico de 64 años oriundo de Boston, quien se unió a la travesía como voluntario y es uno de los varios representantes de las principales religiones del mundo que celebran oficios a bordo. Glynn saluda y conversa animadamente con su comunidad temporal. Hay quienes desean renovar sus votos matrimoniales; mañana, el sacerdote celebrará una ceremonia para 13 parejas. Otras personas que perdieron recientemente a un ser querido acuden a él en busca de consuelo. “Hoy estuve hablando con unos padres que perdieron a su hijo único”, dice. “Me confiaron su dolor”.

 

11:45 h. En el Bar Champagne de la cubierta 3, dos mujeres de edad madura toman café y ven pasar a la gente en silencio. La hostess Freda Singleton se acerca a ellas.

 

—¿Qué tal, señoras? —las saluda—. ¿De dónde son?

 

Pronto, ambas conversan animadamente con Freda sobre su hogar, en Leeds, Inglaterra. La hostess las anima a asistir a las clases de tejido y doblado de servilletas, y luego sigue su camino. “Mi tarea es crear todas las oportunidades posibles para que los pasajeros se conozcan”, explica. Freda recuerda a una pareja de hombres que llevaban un oso de peluche por todo el barco. “Era como su bebé”, comenta. En este viaje, otra pareja masculina viaja con su poodle gris y un montón de accesorios para mascotas.

 

—Nuestro perro tiene más joyas que Liberace —le dicen a un periodista de una revista sueca sobre animales.

 

Los animales son un motivo común de excentricidades a bordo. Hace algunos años, una mujer neoyorquina que iba a viajar sola en un crucero de 110 días alrededor del mundo en el QE2 reservó dos camarotes contiguos. La tripulación se sorprendió al verla llenar uno de ellos con una colección de juguetes y animales de peluche. Pegó fotos de perros en las paredes, y en el pasillo puso un plato para perros y un hueso de goma. A la hora de la cena, pidió que colocaran una silla junto a la suya para uno de sus juguetes, a pesar de que era la mesa del capitán. “Me gusta viajar con mis amigos”, dijo con la mayor naturalidad.

 

David Stephenson, gerente de hospedaje del QM2, cuenta que el fallecido actor Charlton Heston solicitó una competencia de tiro al plato con escopeta a bordo del Pacific Princess. “Fue algo memorable, porque le gané”, dice Stephenson. En otra travesía, un miembro de una familia real asiática pidió una silla que le permitiera estar a mayor altura que los demás comensales durante la cena. “Le dimos un almohadón”, recuerda el gerente.

 

13:30 h. En el Salón de Iluminaciones, Jeff Tall, ex comandante del servicio de submarinos nucleares de la Marina Real Británica, se dispone a dar una charla sobre el papel de los submarinos alemanes en las Guerras Mundiales. Tall, el astrónomo Alastair Gunn y el experto en vinos John Taylor son tres de varios conferenciantes invitados para entretener e ilustrar a los pasajeros.

 

14:00 h. El Atlántico norte adquiere un tono gris bajo el cielo nublado. En su camarote, Pam Zirkle y su madre, Peggy, se sienten relajadas luego de un tratamiento de belleza en el Club Spa Canyon Ranch. No es una sensación nueva para ninguna de las dos. “En los últimos 30 años hemos viajado en varias naves de Cunard”, dice con cierta modestia Pam, una rubia de Baltimore. Ella y Peggy, que desembarcaron del último viaje del QE2 el 11 de noviembre de 2008, pocos días antes de subir al QM2, han pasado cada una más de 1.500 días en cruceros de Cunard, lo que entre las dos representa más de ocho años en el mar. “Por lo general hacemos cruceros de entre 50 y 90 días”, explica Pam. “Hemos viajado desde 1980, sobre todo en el QE2, y jamás nos aburrimos. El personal es lo que más nos gusta. Los consideramos nuestra familia”.

 

14:30 h. Junto a la pileta contigua al Bar Pavillion, Chris McKay, australiano de 37 años, limpia sus anteojos mientras conversa con un pasajero estadounidense que está tomando un trago después de almorzar. McKay ha sido barman del QM2 desde 2004, donde conoció a una colega checa, Sarka, y se casó con ella un año después; desde entonces recorren juntos los mares. Según McKay, los romances son comunes entre los empleados de los bares del barco. “El año pasado había seis parejas casadas en el equipo de bares, y todas se conocieron aquí. Yo creo que es el alcohol”, bromea.

 

Contando las propinas, los mozos y otros empleados de los bares pueden ganar hasta 3.575 dólares por mes. Jason José, barman filipino de 35 años y padre de dos chicos, gana en el QM2 lo mismo que un vicepresidente ejecutivo de un banco en Manila. “En este barco trabajan abogados, contadores e incluso ingenieros aeronáuticos filipinos”, afirma.

 

15:30 h. El viento ha arreciado un poco, y una llovizna salpica las ventanas de los camarotes. Algunos pasajeros que pasean por la cubierta, de 620 metros de circunferencia, se detienen para admirar a un grupo de delfines a estribor.

 

Abajo, en la cubierta 5, el camarero Argie Anova acaba de reiniciar sus tareas luego de la siesta vespertina: un descanso de 90 minutos en la mitad de una ardua jornada de 16 horas, durante las cuales debe limpiar y hacer las camas de 15 camarotes y recoger la ropa para la lavandería. Infatigable, saluda a todas las personas que encuentra en el pasillo con una sonrisa y un afable “buenas tardes”.
Anova, de 35 años, cambia las sábanas, saca los cubrecamas y deja chocolates sobre las almohadas, junto con el programa de actividades del día siguiente. El resto de su tiempo lo ocupa en “tareas secundarias”, como limpiar ventanas y balcones, llevar la ropa sucia a la lavandería y ordenar despensas, casilleros y pasillos. También ayuda a los pasajeros en emergencias médicas, y a los discapacitados en sus camarotes especiales.

 

Pero no se queja. Ha trabajado en cruceros en Asia y Hawai desde 1996, y en este viaje lo acompaña su esposa, Joy, también camarera, a quien conoció en Hong Kong. Su contrato por nueve meses está a punto de vencer, y después pasarán 60 días de descanso con sus dos hijos, que viven con sus abuelos en Cebú, Filipinas. “Cuando estoy lejos de mis hijos, considero a los pasajeros como mi segunda familia”, comenta Anova.

 

16:00 h. David Pepper, el director de espectáculos del QM2, está reunido con los 15 bailarines y cantantes del elenco. De pie sobre el escenario del Teatro Royal Court, de tres pisos y 1.094 butacas, todos jadean y transpiran después del ensayo para la función de esta noche: Rock en la ópera.

 

—¿Están listos, entonces? —les pregunta el director.

 

“Hacemos que todos se muevan lo más rápidamente posible después de la primera función, para poder empezar la segunda a las 22:45 en punto”, dice Pepper, ex instructor físico de la Marina Real Británica.
El lujoso Teatro Royal Court cuenta con un equipo de alta tecnología valuado en unos 30 millones de dólares, y se equipara a casi cualquier otro teatro de la famosa zona West End de Londres, dice Pepper. Sin embargo, aquí la función no siempre continúa: si el escenario se mueve mucho a causa del mar agitado, los bailarines corren el riesgo de lesionarse, así que se les da la noche libre.

 

16:30 h. En el Restaurante Britannia, David Stephenson, el gerente de hospedaje, discute la disposición de las sillas con el jefe de comedor. Está ansioso por compartir la cena de esta noche con los pasajeros invitados a la mesa del capitán y los oficiales principales. “Uno se encuentra en medio de ninguna parte —dice—, pero se siente en el centro de todo, disfrutando de una fantástica cena y un servicio maravilloso. Es algo mágico”.

 

Stephenson recuerda un almuerzo ofrecido al ex presidente George Bush padre y su esposa, Barbara, en la bahía de Boston. Para ayudar a los agentes a mantener la seguridad de la pareja, el personal de servicio colocó una mesa para los Bush en el puente de mando, donde comieron langosta, ensalada y tarta de limón.

 

El enorme barco sigue su curso, envuelto en las primeras sombras de la noche. En el puente de mando, Chris Wells se sienta para descansar los pies unos minutos. El capitán de un transatlántico es más que un simple marino. Las leyes marítimas internacionales le confieren poderes ejecutivos, entre ellos, autoridad para encerrar bajo llave a los pasajeros revoltosos y casar a parejas de enamorados.
A Wells, quien empezó su carrera en los años 70 en buques cisterna de la compañía petrolera Shell, le parece un privilegio ser el capitán del QM2. En 2002 viajó a Francia, donde pasó 18 meses con el equipo de construcción y aportó ideas sobre cada aspecto del diseño. “En un sentido muy real, considero al Queen Mary 2 mi barco particular”, expresa.

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