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¿Supersaludables?

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Durante todo un mes, sólo consumí alimentos “supernutritivos” para ver si mejoraba mi salud. He aquí los resultados.

Llega un momento en la vida en que uno debe olvidarse de los caprichos de la juventud. Por ejemplo, dejar de comer sándwiches grasosos y tomar vino tinto hasta altas horas de la noche mientras ve videos de accidentes de paracaidismo en YouTube. O renunciar a las pizzas extragrandes que uno pide por teléfono en vez de cocinar para no perderse un episodio especialmente emocionante de una serie de televisión.

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Muchas personas me habían advertido que algún día me llegaría la factura por consumir comida chatarra. Pero yo era joven y delgado; jamás me quedaba sin aliento cuando corría a la estación del tren, no tenía barriga, ni soltaba quejidos como los ancianos cuando se levantan de una silla. Por desgracia, cuando llegué a los treinta y tantos años, todo esto me empezó a pasar.

Consciente de que mi salud corría peligro, decidí buscar una solución rápida. Yo había visto el documental Super Size Me (“Superengórdame”), de 2004, cuyo autor, Morgan Spurlock, consumió solamente comida de McDonald’s durante un mes, y los efectos en su salud fueron desastrosos ¿Y si yo hiciera exactamente lo contrario durante un mes?, pensé. Es decir, si me limitaba a comer lo que los publicistas y dietistas de televisión llaman “superalimentos” —productos muy ricos en vitaminas y minerales que poseen propiedades para retrasar las señales del envejecimiento, prevenir el cáncer y reducir la presión arterial—, ¿experimentaría un cambio significativo en mi nivel de bienestar y me pondría en camino de un futuro más saludable?

Para averiguarlo, hice una lista de 25 superalimentos (entre ellos tofu, tomates, granadas y espinacas) que pensaba consumir y que, esperaba yo, constituirían una dieta equilibrada y me proporcionarían numerosos beneficios. Luego me dispuse a pasar por una serie de exámenes para conocer mi estado de salud.

Empecé con una prueba de condición física en un gimnasio de Londres, donde vivo. Soy aficionado al cricket y mi rendimiento es invariablemente pobre, pero esta vez tuve que cruzar dos veces la piscina, de mala gana, antes de sentarme en el sauna durante una hora.

Una instructora rubia llamada Laura me examinó con detenimiento. Aunque mido 1,83 metros de estatura, peso 76 kilos y me considero bastante ágil, su dictamen fue que no me vendría mal “un poco de trabajo alrededor de los hombros”. Me desempeñé aceptablemente en las pruebas de carrera, caminata y saltos, y mi pulso en reposo, 81, estuvo bien. Pero Laura me midió el grosor del pecho, los bíceps y los tríceps y concluyó que, aunque no tenía yo mucha grasa, tenía aún menos músculo.

—Los pescados aceitosos y el tofu son ricos en proteínas y yo los incluyo en mi dieta, así que seguir comiéndolos me ayudará —le dije.

—Sí, eso está bien —respondió con una sonrisa condescendiente.

Durante una semana tuve que llevar un registro diario de lo que comía para poder someterme a la siguiente prueba: una evaluación alimentaria con Catherine Collins, nutricionistas del Hospital Saint George, en el sur de Londres. A primera vista, mi dieta no parecía tan mala: incluía demasiados sándwiches triples de queso y tomate, pero también  robalo, chícharos, cebolla, leche semidescremada y yogur.

A Catherine no le pareció tan buena: el alcohol representaba el 58 por ciento en peso de mi consumo total diario de alimentos. Y el hecho de que ese alcohol procediera principalmente de la mejor cerveza del mercado, era irrelevante. Además, ingería yo demasiadas grasas saturadas; mi colesterol rozaba el límite superior del nivel normal, y no consumía suficientes frutas y verduras. Esto último me sorprendió, ya que me comía varias manzanas por semana.

—Le gente consume sólo una o dos cosas saludables y se olvida de todo lo demás —me dijo Catherine—. Su salud es buena hoy, pero será propenso a la hipertensión a partir de los 50 años de edad.

El único reparo que la nutricionista le puso a mi nueva dieta de superalimentos, predominantemente vegetariana, era que podía ser insuficiente en hierro y sal.

—Quizá se sienta un poco mareado —me advirtió—, o tal vez su organismo se adapte muy bien y no note usted muchos cambios.

Al visitar una dietética descubrí que los superalimentos tal vez mejoren la salud, pero son muy caros. Una botella de jugo concentrado de cereza (el cual destruye los radicales libres y estimula la producción de colágeno, según algunos estudios) costaba el equivalente de 16,5 dólares; por una bolsita de almendras enteras (reducen el colesterol) pagué 8,20 dólares, y por un paquete de quinoa (un seudocereal parecido al arroz, rico en hierro, magnesio y proteínas), 3,75 dólares.

Luego de una visita al supermercado para comprar verduras y pescado, mi desembolso total ascendía a casi 150 dólares en alimentos para una semana. Por lo general gasto alrededor de 50 dólares, y ese dinero me alcanza para comprar también comida para llevar.

Mi dieta comenzó mal. Como no debía comer pan, mi primer desayuno consistió en una manzana y una banana (rica fuente de potasio), bañados en jugo de remolacha, que ayuda a bajar la presión arterial. Me alarmó descubrir que tiene gusto a… remolacha.

Mi almuerzo incluyó quinoa, brócoli, almendras y palta. Todo esto era sustancioso, pero seco, y no quedé satisfecho por la falta de azúcar. Freí un poco de ajo, más tofu, tomates y otras verduras para la cena. Esta no estuvo mal, pero más tarde, en el cine, mi antojo de azúcar se hizo insoportable, y empeoró por la insistencia de mi esposa en comer pochoclo mientras veíamos la película.

Esta sensación me duró cerca de una semana. La gente decía que yo tenía buen aspecto, pero los frascos de aderezo para ensaladas y los huevitos de chocolate revoloteaban en mi cabeza todo el día. No me sentía mal exactamente, sólo un poco insatisfecho.

Entonces mi esposa se reivindicó al descubrir en Internet que un diario había clasificado como un superalimento a las alubias estofadas al horno, y al ketchup (el tomate es rico en licopeno), como un aderezo nutritivo ¡Sal! ¡Azúcar! ¡Salsas! Ahora estaría yo bien: podría comer casi todo con ketchup.

Mi ánimo mejoró mucho y empecé a ponerme creativo en la cocina. Con una mezcla de soja verde, hongos, nueces de Castilla y algunos trocitos de pescado, preparaba algo bastante rico. Entre mi surtido de postres había yogur con probióticos, manzanas, bayas de goji tibetanas y frambuesas. Saboreé litros enteros del delicioso jugo de bayas de açaí (algunos lo llaman “el Botox embotellado”) y, como diría Jane Fonda antes de mirar con nostalgia algo inespecífico fuera de cámara, mis líneas de expresión definitivamente parecían estar desvaneciéndose.

Lo único malo es que no existe la comida superrápida. Todas las noches, en vez de recurrir a mi sencilla técnica culinaria de calentar y servir, tenía que preparar desde cero la mayor parte de mis alimentos, incluido el almuerzo para el trabajo. Esto me agotaba, así que después de tomarme mi única cerveza diaria (relaja las arterias), generalmente me iba a la cama temprano y me quedaba dormido escuchando los programas educativos de cierta estación de radio.

De pronto me vi ante una seria dificultad para continuar con mi dieta: iba a pasar una semana en la casa de mis suegros en Gran Canaria ¿Acaso podría encontrar tofu o quinoa en una isla española situada frente a la costa de África? Me llevé una sorpresa: en un comercio  local había el mayor surtido de productos vegetarianos que he visto en mi vida. Pese a eso, estuve un poco irritable todo el tiempo, y cuando mi esposa me sacó algunas fotos, me di cuenta de que estaba pálido y flaco. Lo cierto es que siempre me ha faltado color en la piel y había quemado muchas calorías corriendo por la playa. 

Llegó el último día de la dieta… y yo no quería dejarla. Mi régimen abundante en verduras y limitado en alcohol me había dado mucha energía, y me sentía desintoxicado y virtuoso. Sin embargo, una nueva serie de pruebas en el gimnasio arrojó resultados confusos. Me desempeñé apenas un poco mejor en los diversos ejercicios, lo que tal vez se debió a la falta de práctica. Lo preocupante era que mi pulso en reposo no había cambiado casi nada, y había yo perdido innecesariamente tres kilos de peso, la mayor parte de ellos en músculo. Mi índice de masa corporal había bajado de 23 a 21, así que me había puesto flacucho. La nutricionista Collins me dijo:

—Ha consumido usted muchísimas proteínas, más del doble del requerimiento diario recomendado. El problema es que las proteínas vegetales no suelen contener suficientes aminoácidos para que se conviertan en músculo. Se dice que el tofu es la proteína perfecta, pero no es cierto.

Lo positivo fue que mis concentraciones de colesterol habían bajado a lo normal; mi consumo de vitamina C había sido más de siete veces mayor al requerimiento diario recomendado; mi concentración de potasio era “fenomenal”, lo que resultaba excelente para mi presión arterial, y estaba yo repleto de casi todas las vitaminas y minerales que necesitaba.

Sin embargo…

—Tiene usted deficiencia de hierro y podría convertirse en anemia —continuó la nutricionista—. Las espinacas, por ejemplo, son una rica fuente de hierro, pero a diferencia del hierro de la carne, para que el organismo lo absorba bien hay que consumir alimentos complementarios, como los cereales enteros. Usted estuvo en riesgo de sufrir desmayos.

Mi enorme ingesta calórica diaria (3.458, en promedio), el hecho de que me acostara temprano y haber bebido poco alcohol durante el mes de la dieta, evitaron que me pusiera tan mal como podría haber ocurrido. Sin embargo, dentro de mi cuerpo había una bomba de tiempo no ferrosa.

—La anemia me puede matar, ¿o no? —le pregunté a la experta.

—Lo llevarían al hospital antes de que eso pasara —repuso.

Agregó que, aunque mi colesterol se redujo con la dieta, había ingerido demasiadas grasas poliinsaturadas, lo que podría afectar la capacidad de mi organismo para hacer frente a la inflamación y elevaba mi riesgo de contraer males cardíacos y artritis.

—Con su experimento, ha demostrado usted que lo que se cree de los “superalimentos” es un mito —señaló—. Es cierto que ayudan a hacer más variada la dieta, pero eso es todo. La industria de los alimentos saludables suele afirmar que el consumo elevado de ciertas sustancias es benéfico. No es verdad. Usted puede consumir toda la vitamina C o el calcio que quiera, pero su organismo sólo absorbe el que necesita y elimina el resto.

En resumen, ¿todo esto fue una pérdida de tiempo? No exactamente. La buena noticia es que, aparentemente, una dieta equilibrada sin demasiado alcohol es la mejor manera de vivir.

—Necesita consumir más verduras para tener antioxidantes —me dijo la nutricionista—, y prefiera el pescado a las salchichas o la mayonesa, pero la dieta que adoptó le aporta casi todos los nutrientes que requiere.

No vale la pena ilusionarse tanto con lo que uno consume. Desde luego que hay que comer superalimentos, pero estos no son una panacea. Si los comemos en exceso, podríamos quedar tan llenos de antioxidantes que quizá nunca nos enfermaríamos de cáncer, pero nos convertiríamos en unos vejestorios pálidos y artríticos cuyo único talento sería producir una orina con alto valor nutricional.

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