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Él hablaba mi idioma

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Los fanáticos del lenguaje, la sintaxis y la buena ortografía tienden a sobredimensionar la importancia de la buena escritura por encima de todo. Sin embargo, hay algunas pocas situaciones en la vida que permiten quebrar fronteras y dejar pasar los errores.

Estoy entrenada para ser crítica. El verano posterior a mi graduación, tuve un trabajo eventual como docente. Les enseñé a mis alumnos de Producción Escrita acerca del poder de las palabras: “Tengan precaución con el adjetivo inútil, el pronombre confuso”. Tracé cruces sobre párrafos enteros. Señalé sus páginas y dije: “Imagínense que son el editor que tomó esto de la pila del correo. ¿Hay un error dactilográfico en el primer párrafo? ¡Bum! Rechazado”. Los alumnos, un grupo variado de tercer año, me miraban interesados. Disfrutaban de escribir y no veían necesidad de histrionismo.

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En una ocasión asistí a la boda de una amiga en Hawaii. Tras un viaje de tres horas, tenía el cabello enredado pero no tenía cepillo, así que con los dedos traté de desenredar los peores nudos. El hermano del novio, James, era soltero y atractivo, y no le importó que mi cabello fuera un desastre. Paseamos por el parque y luego, tomando mi mano, sentados mirando la bahía, me dijo que era hermosa.

Nos quedamos despiertos toda la noche, hablando y besándonos. Por la mañana, James emprendió su viaje a la Isla Mayor, si bien pronto regresaría a su casa en Carolina del Norte. Yo tomé un vuelo a Nueva York. Simplemente un romance de un día, pensé.

Luego llegaron las postales. “No puedo dejar de pensar en ti, ¡aloha!”, escribió James, pero su letra era desprolija y la ortografía era mala. Le importo, pensé, pero no tanto como para revisar lo que escribe. Para un aspirante a escritor, revisar lo que se escribe demuestra interés. No puedo escribir ni un correo electrónico sin someter mis palabras a una revisión exhaustiva.

El día antes de mi trigésimo cumpleaños, recibí un mail de James. Lo abrí y vi una foto que había tomado de un ramo de flores en una playa de lava negra. Había escrito: “Amor y belleza, para: Jessy De. James”. La foto era hermosa. El texto, sin embargo, tenía puntuación irregular. Sin mencionar que había escrito mal mi nombre.

Pese a los errores, le respondí rápido. ¡Me había mandado flores! Le dije que al día siguiente era mi cumpleaños. Me respondió: “¡Feliz cumpleaños! Hauoli maka hiki hAu”. No soy experta en el idioma hawaiano, pero estoy casi segura de que no ponen mayúsculas de forma aleatoria en el medio de las palabras. Aun así, me había enviado fotografías de él, y recordé su rostro amistoso.

Su próximo correo me derritió: “Aloha, Jessie lloré en avión, tuve que dejal asiento. Me encanta Hawaii”. Bueno, “dejal” no es una palabra, pero había escrito bien mi nombre. Y quería volver a verme. “Como debes haber notado en mis cartas», escribió, «te adoro x tus sonrisas mientras bailamos, tus canciones, tu voz, cuerpo y belleza. Encontrémonos entre southport y Brooklyn, debe haber algún lugar lindo”.

Muy romántico, ¿verdad? Si pudiera pasar por alto esa sintaxis. Les leí algunos mensajes a mis amigas y les pedí sinceridad: ¿Era sincero mi nuevo pretendiente? Me dijeron que le diera una oportunidad. Sin embargo, yo no podía silenciar a la crítica interior. ¿Cómo es posible que un hombre que casi no conocía esté tan interesado en mí? Solo James podía escribir una oración bastante poco correcta que me acelerara el corazón: “Estanoche no puedo dormir así que tocaré canciones para Jessie, sobre Jessie, mi inspiración”.

Tenía que verlo. Volé a Carolina del Norte. Durante tres días, desbullamos ostras, tocamos la guitarra y surfeamos. Cuando me sangró la nariz, me tomó en sus brazos y me elevó sobre las olas. Unos meses después, James y yo nos mudamos a Hawaii. Nos casamos en la Isla Mayor en 2008.

Ahora doy clases de inglés en una escuela local, donde destaco la importancia de revisar la ortografía y la gramática. Pero cuando recibo un mensaje de texto de James, el corazón me late tan fuerte que es difícil recordar las reglas.

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