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La nueva y vibrante Ciudad del Cabo

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La nueva generación posterior al apartheid está haciendo que
la ciudad vibre con una nueva energía más creativa.

Situada en el extremo suroccidental del continente, Ciudad del Cabo puede llegar a sentirse como la punta del iceberg africano, muchos visitantes no se dan cuenta de todo lo que hay bajo la superficie. Toman el sol en sus playas, bucean en jaulas al lado de sus enormes tiburones blancos, beben su vino, pero, ¿alguna vez llegan a relacionarse con su gente? A un cuarto de siglo desde el fin del apartheid, una nueva generación de capenses creativos exige ser vista y escuchada por primera vez. Las antes ignoradas gastronomías de los xhosas de la región y de la comunidad malaya del Cabo, ahora salen a la luz.

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El arte contemporáneo africano por fin tiene un museo que se siente tan importante como el famoso Centro Pompidou de París. Los municipios incluso comienzan a adoptar su condición de centros de emprendimiento. Para disfrutar al máximo del dramático paisaje de la región, comienzo mi visita con una excursión de medio día con la agencia Cape Sidecar Adventures, la cual ofrece paseos en sidecars de motocicletas de las décadas de los 50 y 60. El propietario de la compañía, Tim Clarke, me viste con una chaqueta de cuero, casco, gafas protectoras y guantes, y me presenta con el “director de mercadotecnia”: un perro rescatado llamado Brody que usa “doggles” (gafas para perro). Brody y yo nos montamos en el sidecar compartido. No me encantan los perros, pero no puedo evitar sentir una enorme ternura cuando mi compañero apoya su cabeza en mi hombro durante el trayecto. En el pueblo pesquero de Hout Bay esperamos a que la niebla costera se disipe. Dentro del mercado de Bay Harbour me tomo un latte rojo hecho con “té” rooibos —en realidad, se trata de un matorral que crece en la provincia del Cabo Occidental— y después como biltong (carne seca y curada) y droëwors (salchichas secas) como entremés.

Al salir de la ciudad, Brody entra en un duelo de ladridos con una foca en el muelle. A nuestro paso, la gente sonríe y agita los brazos como niños. Les devuelvo el saludo y Clarke grita por encima del motor, apuntando al perro: “¡No te están sonriendo a ti!” Zigzagueamos por los panorámicos senderos de la Península del Cabo: una masa de tierra que termina en el famoso Cabo de Buena Esperanza, el punto más suroccidental de África. Mantengo los ojos bien abiertos para ver si se acercan ballenas francas. Pero no tengo suerte. Nuestra siguiente parada es la colonia de pingüinos de la playa de Boulders. “Solíamos traer a nuestros hijos a que nadaran con ellos”, me comenta Clarke. Hay decenas de estas aves graznando, contoneándose y revolcándose en las olas. Los turistas hacen “ooh” y “aah” ante los esponjosos polluelos y les toman ráfagas de fotos. Es imposible no dejarse llevar por esa escena. Después de la excursión tomo un viaje compartido a Woodstock, un barrio emergente, aunque rudimentario, donde las fábricas están convirtiéndose en galerías y restaurantes de alto nivel. En Old Biscuit Mill, una fábrica de principios del siglo XX hecha con ladrillos rojos, tomo el ascensor hacia The Pot Luck Club, el restaurante hermano de The Test Kitchen (el único del continente en la lista de los 50 mejores del mundo), que se encuentra en la planta baja.

Una vez arriba, ante extravagantes vistas de la Montaña de la Mesa con su cima plana, pido un martini de curry verde tailandés, lomo de gacela saltarina con porotos negros fermentados y fideos vermicelli de arroz, además de costillas de cordero deshuesadas con tomates infusionados con jugo de granada. Para bajar el almuerzo, voy al Jardín Botánico Nacional de Kirstenbosch, en las faldas de la Montaña de la Mesa. Este sitio tiene más diversidad de plantas que todo el Reino Unido. Forma parte de la Región Floral del Cabo, un conjunto de 2,7 millones de acres de zonas protegidas. En el parque busco mangostas, regordetas gallinas de Guinea y francolines del Cabo parecidos a las perdices. Después me subo a una plataforma de madera que serpentea sobre las copas de los árboles. De vuelta en tierra firme, me maravillo con las proteas, plantas florales que parecen alcachofas del mundo del Dr. Seuss (y que dieron nombre a la selección nacional de críquet).

A la mañana siguiente dispongo a sumergirme en los municipios de la ciudad, barrios anteriormente segregados que son eterno recuerdo de la era del apartheid. Cerca de un 60 por ciento de los capenses viven en estos sitios o en otros asentamientos informales. A pesar de la reputación que tienen por su delincuencia, estas zonas en realidad son semilleros de creatividad. En el área de Gardens me encuentro con el guía de turismo Keith Sparks. Mientras manejamos hacia el este, recuerda las excursiones que se hacían antes a los barrios. “Los ómnibus se estacionaban en la ruta y la gente salía y tomaba fotos frente a la valla. Era casi como si fuera un zoológico”. Este recorrido, el itinerario llamado City Futures, en cambio, se basa en la idea de que el futuro emprendedor de la ciudad se encuentra aquí. En Langa, el municipio más antiguo de la región, el británico-jamaiquino Tony Elvin nos recibe en su centro artístico e incubadora de empresas, iKhaya le Langa NPC. Ahí apoya a cerca de 106 compañías, desde artistas hasta joyeros y fabricantes de salsa picante.

“La gente dice que no vayas a los barrios, pero Langa es la puerta a otra Ciudad del Cabo en nacimiento”, asegura Elvin. “Decimos que Langa es el nuevo centro de la ciudad, el corazón afrocéntrico de la urbe”. Sparks y yo regresamos a la autopista en dirección a Khayelitsha, la cual él compara con Soweto, un barrio de Johannesburgo. En el auto pasamos junto a personas que asan carnes aromáticas afuera de sus coloridas casas de lámina y nos detenemos en el estacionamiento de una escuela para encontrarnos con el jardinero Athi Ndulula del Jardín Cultural iKhaya. “‘iKhaya’ significa ‘hogar’, así que quiero que se sientan como en casa”, nos dice Ndulula mientras nos guía entre jardines verticales y neumáticos llenos de tierra. “Queríamos enseñarles a los jóvenes todo lo que puede hacerse con un espacio mínimo”.

Probamos las crujientes espinacas de mar, naartjie (una fruta cítrica) y spekboom (una suculenta de limón). Antes de irme, Ndulula me pide que vea su otro trabajo: también es un rapero aficionado que se hace llamar Artist-X. “La ‘x’ es por mi lengua materna, el xhosa”, me explica. El picoteo me abre el apetito, por lo que le doy las gracias a Sparks y me dirijo al local de la chef Abigail Mbalo-Mokoena en Khayelitsha: el restaurante 4Roomed. Mbalo-Mokoena viste una camiseta que dice Africa Your Time is Now (“África, tu momento es ahora”). “Amamos las especias picantes”, comenta la chef mientras sirve platos inspirados en la cultura xhosa: isonka samanzi (pan al vapor), carne sous-vide y samp (puré de granos de maíz) con porotos, que se dice era el plato favorito de Nelson Mandela. Su versión, hecha con maíz nixtamalizado, estragón y crema de coco, sabe tan bien que quisiera tener una abuela xhosa que me la cocine. Pido un taxi hacia la Ribera de Victoria y Alfred, la respuesta de Ciudad del Cabo al Muelle de los Pescadores de San Francisco. En el mercado Watershed compro recuerdos: joyas de cascarones de huevos de avestruz y figuritas de animales hechas con sandalias recicladas.

Cerca de ahí, me detengo en el restaurante Cause Effect Cocktail Kitchen & Cape Brandy Bar, donde el gerente Justin Shaw me sirve un brandy sudafricano. Con la suavidad del coñac, esta bebida nació de la necesidad: las sanciones en la era del apartheid limitaban el alcohol proveniente del extranjero, por lo que los sudafricanos elaboraban sus propios licores. Sobre la barra cuelgan canastas de productos botánicos que los clientes pueden usar para hacer infusiones a su gusto. “El fynbos ha sido parte de la cultura alimentaria de la región desde antes de la Edad de Hielo”, asegura el gerente, refiriéndose a los resistentes matorrales que crecen en estas alturas. Pruebo un negroni caliente y especiado hecho con ginebra y vermut infusionado con fynbos.

El día siguiente voy temprano al Museo Zeitz de Arte Contemporáneo de África (MOCAA, por sus siglas en inglés), inaugurado en 2017 dentro de un silo de granos reconstruido del año 1921. Paredes talladas en 42 cilindros de concreto dan forma a un atrio atravesado por diversas curvas, óvalos y parábolas. El guía turístico Siseko Maweyi señala hacia arriba a un enorme decorado que cuelga de la pared, realizado por el artista ghanés El Anatsui. Lo que parece ser un lujoso tejido en realidad está hecho con restos de alambre de cobre y tapas de botella aplastadas. “Confronta las nociones del consumismo y el desperdicio”, explica el guía. Alquilo un auto y me dirijo hacia el sur para almorzar en La Colombe, un restaurante de alta cocina situado en el Silvermist Organic Wine Estate, en el suburbio de Constantia. Apenas pruebo mi platillo y sé que lo recordaré por años: un mousse de foie gras con tartar de gacela saltarina sobre una oblea tan delgada como papel. ¿Acaso habrá algún otro país que se sienta tan cómodo comiéndose a su propia mascota nacional? La última parada de este enriquecedor viaje es un tranquilo refugio llamado Babylonstoren, ubicado cerca del valle de Franschhoek. Construido en el siglo XVII como una granja estilo neerlandés del Cabo, la propiedad toma su nombre de una colina en forma de pirámide que a los colonos les recordaba a la Torre de Babel, una alusión bastante acertada ya que este país cuenta con 11 lenguas oficiales. Manejo a través de kilómetros de viñedos, frenando de modo abrupto una o dos veces para ceder el paso a los babuinos que cruzan el camino, y llego a esta maravilla de 200 hectáreas. Dejo las valijas en mi cabaña y salgo a explorar los huertos, los olivos y un auténtico zoológico de pavos, gallinas, patos, gansos y burros que corren hacia la valla para pedirme que les rasque detrás de las orejas. La hora de cenar llega casi sin que me percate. Mientras el personal del restaurante Bakery del hotel sirve boerewors (salchichas sazonadas con cilantro) estilo casero, biltong asado al carbón y cortes añejos en seco cocidos a las brasas, un dueto toca música folclórica afrikáner con acordeón y guitarra. El vino fluye sin parar. Los mozos comienzan a tomar a los huéspedes para bailar con ellos. Siento como si me hubiera tropezado con una fiesta de la cosecha bóer del siglo XIX. En el camino de regreso a mi cabaña, me quedo deslumbrado por lo impresionantes que se ven la Vía Láctea y las constelaciones desde aquí, a kilómetros de las luces de la ciudad que opacan el cielo nocturno. Tengo que admitir que ser acogido en la familia sudafricana es algo bastante especial y satisfactorio, aunque sea solo por un tiempo.

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