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Divino coñac

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¿Cómo un modesto vino blanco llegó a convertirse en uno de los licores más preciados del mundo? Acompáñenos a descubrir el gran secreto de esta bebida.

El sol del otoño resplandece sobre el valle del Charente, en Francia. Desde el mirador donde me encuentro, contemplo las sinuosas hileras de vides que cubren las colinas. Más abajo, entre el intenso verdor de los viñedos, yace el pueblo de Segonzac, con sus calles antiguas, su iglesia (clasificada como monumento histórico) y sus bodegas de brandy adosadas a las casas, de fachadas hermosas.

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—¡Bienvenida a la región del coñac! —me saluda Christian Ferrand, cuyo alegre tono de voz me saca de mi arrobamiento ante el paisaje.

Es aquí donde se produce uno de los licores más famosos del mundo, y he venido a Charente a descubrir el secreto de lo que los vitivinicultores llaman “el rancio”: esa mezcla sutil y compleja de sabores que agrada tanto al paladar.

Christian Ferrand (a la derecha) es un verdadero conocedor del coñac. Proviene de una familia de destiladores artesanales que se establecieron en la región en 1702, y es dueño de uno de los dos comercios franceses dedicados exclusivamente al coñac (cognac-only.com). Va a acompañarme en mi búsqueda del excepcional rancio.

Me muestra una vid de cuyas ramas penden enormes racimos de uvas de color amarillo dorado. “Si quieres entender el rancio, debes empezar por probar la uva”, dice mientras arranca algunas. La pulpa, jugosa y tibia, me sorprende por su leve acidez. La Ugni Blanc, una vid originaria de Italia, ocupa el 98 por ciento de los viñedos de Charente. “Fue adoptada aquí a finales del siglo XIX, después de la plaga de la filoxera”, prosigue. “Produce un vino liviano, perfecto para la destilación, una de las etapas esenciales de la producción del coñac”.

De camino a Segonzac, la camioneta de Christian, repleta de cajas de botellas, tintinea en cada curva. Estamos atravesando el territorio de Grande Champagne.

Aquí, la palabra “champán” no se refiere al celebérrimo vino blanco espumoso, sino a una manera antigua de designar una tierra especialmente caliza.

El coñac, que tiene denominación de origen desde 1936, se produce sólo en una zona estrictamente delimitada que comprende Charente Marítimo, una gran parte de Charente y varios distritos de Deux-Sèvres y Dordoña. Su lugar de procedencia son los alrededores de la ciudad de Cognac, de la cual tomó el nombre porque fue allí donde se instalaron los primeros alambiques. En esa zona se producen unos 140 millones de botellas por año. Los cinco líderes del mercado —Hennessy, Rémy Martin, Martell, Courvoisier y Camus— han sido comprados a lo largo de las décadas por grandes consorcios de bienes de lujo y licores, y juntos representan alrededor del 80 por ciento de las ventas.

Frente a esos gigantes, los pequeños productores se han vuelto raros. “De los 25.000 vitivinicultores que había a principios de los años 70, hoy no quedan más de 5.000, que elaboran su propio vino y lo destilan para producir brandy”, dice Christian. Su padre, Pierre Ferrand, es uno de esos últimos artesanos dedicados a preservar el conocimiento técnico ancestral. Su habilidad para elaborar aguardientes se la debe a su padre, André, que a su vez la here-dó de su progenitor, Abel.

Pierre, destilador artesanal de ochenta y tantos años, es un hombre jovial que aparece sonriendo, con su boina puesta, en las etiquetas de sus coñacs Pierre de Segonzac. Aunque su hijo mayor hoy día dirige la producción, él todavía se interesa en el negocio.

Encantado de iniciar a una novata, me invita a visitar una de sus bodegas de brandy. Entramos en una cava enorme, oscura y llena de telarañas, donde el precioso líquido se añeja en barriles de roble que reposan sobre un suelo de tierra apisonada.

Un olor a madera y a fruta me inunda la nariz. Me abro paso entre una jungla de toneles que no intimida en absoluto a Pierre. Me llama la atención una capa negra y gruesa que cubre las paredes y las vigas. “Es el Torula compniacensis, un hongo microscópico que extrae nutrientes de los vapores del alcohol”, explica mi anfitrión.

Es un hongo aparentemente inofensivo, pero su abundancia repercute en el proceso de producción. Mientras el coñac se añeja, parte del alcohol se evapora a través de la madera porosa de las barricas.

“¡Millones de botellas se disipan en el aire!”, dice Pierre. “Es el precio que hay que pagar para hacer que el coñac se transforme lentamente”.

Los productores llaman a este fenómeno químico “la labor de los ángeles”; al parecer, la elaboración del coñac también tiene su lado poético… Es aquí, en el silencio y la oscuridad de las bodegas, donde los brandys jóvenes maduran y, al contacto con el roble, crean el rancio.

En el siglo XVII, a los vitivinicultores de Charente se les ocurrió destilar su producción para conservarla mejor y poder exportarla por mar a los países del norte de Europa. Durante cuatro siglos, sus métodos de trabajo, extremadamente sutiles, se han mantenido sin cambios y siguen siendo aplicados por maestros de cava.

El vino blanco se destila siempre de la misma manera: se hace pasar dos veces por el alambique en un método de destilación conocido como double chauffe. Los límpidos aguardientes obtenidos así se dejan reposar durante años en toneles de madera elegidos cuidadosamente, en espera de que el maestro de cava los mezcle.

El trabajo de este es absolutamente crucial y consiste en mezclar hasta varios cientos de brandys de diferentes edades y cosechas para crear un coñac equilibrado y armonioso que corresponda al estilo peculiar de cada productor.

Es un oficio muy especializado, similar al de los “catadores” de perfumes.

“El tiempo y la paciencia logran más que la fuerza y la violencia”, escribió el fabulista Jean de La Fontaine, y esta moraleja se aplica perfectamente a la elaboración de brandys. En esta época en que todo se hace rápidamente, el coñac parece anacrónico. Antes de salir a la venta, debe reposar por lo menos dos años en un tonel de roble.

Hay tres categorías oficiales del coñac, que dependen de la edad del aguardiente más joven de la mezcla: VS (Very Special) o tres estrellas, que se añeja al menos dos años; VSOP (Very Superior Old Pale), añejado cuatro años como mínimo, y XO (Extra Old), de al menos seis años de añejamiento.

Una bodega abovedada de paredes gruesas, casi a oscuras y con barriles inscritos con una especie de jeroglíficos trazados con tiza…

Así es una “bodega paraíso”, un lugar casi místico que hay en todas las fábricas de brandy y en el cual se almacenan los aguardientes más viejos, algunos de ellos hasta 100 años. Estos reposan en damajuanas, botellas abombadas de cuello corto con fundas de mimbre y de unos 30 litros de capacidad. La bodega paraíso en que me encuentro pertenece a la marca comercial de coñac más antigua del mundo, la Casa Martell, fundada en 1715.

El maestro catador Dominique Metoyer, comprador de vinos y aguardientes para Martell, me entrega una copa tulipán. “Su redondez y su cuello concentran los aromas y los liberan sin herir al degustador”, explica.

Son las 11:30 de la mañana, la hora ideal para la cata porque las papilas gustativas están despiertas. Espero que las mías lo estén, porque Metoyer me sirve un coñac llamado L’Or de Jean Martell, un producto de calidad suprema lanzado recientemente en los Estados Unidos y Asia. “Es una mezcla de más de 400 brandys”, agrega con un dejo de orgullo.

¡Así que tendré que hacerle justicia! Agito el elixir para admirar los reflejos ambarinos y caoba, y para esparcir el bouquet. Entonces lo huelo. Metoyer percibe primero un aroma a cáscara de naranja y canela, y a continuación, un olor a grosella negra. Me quedo atónita, pues vuelvo a oler y no consigo desentrañar la complejidad de los aromas. Me obligo a concentrarme un poco más. Bien, ya percibí el olor a canela. Me llevo la copa a la nariz otra vez, pero no distingo la grosella negra. No hay caso…

Y ahora sigue la degustación. Me pongo unas cuantas gotas del coñac en la lengua, contengo la respiración y trago, con la boca cerrada, exactamente como me indicó Metoyer.

De pronto, los aromas fluyen de la garganta a la nariz: un exquisito bouquet de compota de frutas, damasco deshidratado y naranja confitada. Confieso que tenía serias dudas respecto a que esta “bebida para hombres” pudiera incendiar el paladar, pero ahora descubro que, efectivamente, produce una sensación de violencia y dulzura.

Al ver que me he quedado muda, Metoyer dice: “L’Or de Jean Martell es la co-la del pavo real”. ¿La cola del pavo real? No tengo ni remota idea de a qué se refiere. “La persistencia del sabor y cómo se expande en la boca son extraordinarias”, explica sonriendo. “Eso es lo que llamamos un rancio excepcional”.

Por un momento más, me deleito con este fuego de artificio dulce y aterciopelado que enardece los sentidos y cautiva el corazón.

Ahora me siento totalmente iniciada en la bebida que Víctor Hugo llamó “el licor de los dioses”.

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