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Encuentro en la música

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En su escuela de educación especial, un niño descubre sus talentos y, mientras compone canciones, algo va cambiando en él.

La historia de un salón de música lleno de magia

En este momento no hay actividad en el salón de música del primer piso. Alejandra Cañoni mira a través de una ventana que da al patio de la planta baja y llega a ver, a través del follaje de la rosa de China, a unas nenas que conversan mientras otros chicos juegan en el tobogán. Muy cerca de ellos hay una maestra que los observa.

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Mientras los niños disfrutan de la mañana soleada en el recreo, Ale se toma unos minutos de descanso. Y se acuerda de su propia infancia en City Bell, cerca de La Plata, provincia de Buenos Aires: las tardes de coro y guitarra, los viajes en el Citroën cantando con su mamá y sus hermanos…

En su niñez, la música estuvo tan presente que marcó su vocación: aprendió a tocar varios instrumentos, asistió a clases de canto y compuso un disco con temas propios. Luego surgió el proyecto del grupo vocal Flores Negras —cuatro voces femeninas y la pasión por el tango—. De forma paralela, como ella quería “la música y algo más”, eligió el camino de la Musicoterapia, carrera que la llevó a trabajar en diferentes instituciones —con ancianos, chicos con síndrome de Down y personas con problemas de adicciones—, hasta que llegó a esta escuela de niños ciegos y disminuidos visuales de Buenos Aires. 

En los alumnos de esta institución, lo sonoro ocupa un lugar privilegiado, y el salón de música es un espacio donde da gusto estar: la habitación es grande y el piso flotante permite una resonancia particular; hay un espacio libre en el centro y, junto a las paredes, gradas, colchonetas, grabador, piano, teclado electrónico… Aquí las clases con Alejandra, que se desempeña como maestra especial de música, son como una fiesta: hay cantos y juegos. Pero no se trata de diversión solamente; por su formación amplia, también en el área de la psicomotricidad, ella sabe cuánto pueden aportar a los chicos las actividades que les propone.

Termina el recreo y el próximo encuentro no es con un grupo de alumnos, sino con un niño de carita redonda y cabello oscuro. 

—Hola, Julián, ¿cómo estás? –dice Alejandra al recibirlo.*

—Hola, Ale, ¿podemos grabar ahora la canción? 

Todo está preparado. El chico se sienta frente al teclado y al micrófono, y empieza a cantar mientras toca el instrumento: “Esto es lo que me está pasando, que no puedo controlar./ Me está pasando algo que nadie puede ver, ¡GRRR!/ Tengo un pensamiento que me taladra./ Yo no sé qué hacer con todo esto que me parte el alma;/ La verdad de mi maldito pensamiento está a punto de salir a la luz”. 

Julián asiste a esta escuela desde 2009, cuando tenía casi tres años. Enseguida se notó que no podía conectarse con los demás. Se aislaba, hablaba de manera particular y hacía movimientos estereotipados; luego comenzó a decir muchas “malas palabras” y eso generaba un gran revuelo. Las maestras lo retaban pero era peor. Un día, a Alejandra se le ocurrió hablar con él. Como a Julián le gustaba mucho la música, ella le propuso lo que llamarían más tarde sus “encuentros musiqueros”.

—Ahora podés decir malas palabras, pero acá… Cuando salimos, no –le dijo en la sala de música, cuando empezaron.

—¿De verdad? ¡¡M…, B…, P….!! ¡Alejandra taradaaaaaaa! –exclamó él desafiante, riendo.

—A ver…. ¿por qué no ponés esas palabras en una canción? 

Esto le pareció una buena idea a Julián, así que comenzó a crear y a cantar. Jugaba con el teclado y rápidamente entendió su mecanismo; con pocas indicaciones, él aprendió enseguida. Explorando la sonoridad de las palabras, compuso las siete primeras canciones, que fueron grabando en un CD. Ellos conversaban sobre esa tarea y sobre muchas otras cosas; Ale lo escuchaba con atención, le decía que tenía talento y lo alentaba a seguir componiendo. Julián improvisaba, poblaba de metáforas sus creaciones y estas, sorprendentemente, tenían cada vez menos malas palabras: “No tengo muchas medidas, nunca puedo saber lo que soy./ En cualquier momento no vuelvo a ser lo que era antes de tiempo (…)”.

La familia del niño apoyó la iniciativa y él empezó a asistir a clases de música fuera de la escuela. Su mundo, poco a poco, se iba ampliando. Pudo integrarse bien en su grupo y Alejandra le pidió permiso para hacer que sus compañeros escucharan uno de sus cuentos sonorizados (la voz y el teclado para dar vida al relato).

Esta mañana están grabando el séptimo disco. Parece mentira, pero lo cierto es que Ale tiene ante sí una nueva versión de Julián. ¡Qué cambiado está! Cuando termina el encuentro y ella está sola, llegan a su mente versos de una de las canciones: “(… ) sigue así./ Ahora estás conmigo, ahora sabés bien./ Quedate tranquilo que todo va a estar bien, lo sabés”. Ale sonríe y recuerda el regalo que le hizo la mamá de Julián una vez para el Día del Maestro: una alfombrita anudada, hecha a mano por ella. 

«En los alumnos de esta institución, lo sonoro ocupa un lugar privilegiado».

Es verdad que algo se fue anudando, fue bordeándose, se fue armando. Y este es un nuevo tiempo para esa familia, para Julián. Antes de despedirse de la maestra, él le contó la novedad: 

—A que no sabés… ¡Voy a tener un hermanito!

Fotos: (Apertura) Melina Rigoni / (Interior) A. Cañoni  

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