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Milagros reales: pizarrón mágico

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Conmovedoras historias que renuevan nuestra fe en la bondad de las personas.

Gary Cotter era un hombre alto y fornido que se ganaba la vida como pintor industrial. Le gustaban los autos antiguos, la música irlandesa y reunirse con sus amigos en un restaurante después del trabajo para contar historias.

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Pero, sobre todo, amaba a sus hijos, a sus nietos y a su esposa, Gail, con la que llevaba 37 años casado. También amaba la Navidad. Todos los años Gary elegía el árbol, colgaba los adornos y llenaba con hermosas tarjetas el living de su casa, ubicada en Bay View, Wisconsin. Era un hombre entusiasta, cariñoso y, para su familia, el pilar fundamental.

En 2006 le diagnosticaron cáncer bucal. Para noviembre del año siguiente, agonizaba en un hospital. Su familia lo trasladó a casa para darle allí cuidados paliativos. Sin embargo, como si no soportara despedirse de sus seres queridos en la temporada del año que tanto amaba, Gary resistió hasta cerca de la Navidad.

El 18 de diciembre, conteniendo la angustia, Gail le dio a su esposo permiso para dejarlos. Lo asió de la mano y le dijo: “Ya puedes irte”.

Cuando Gary dejó de respirar, Gail llamó a su hija, Michelle, que vivía al otro lado de la ciudad, para darle la terrible noticia. Michelle subió a su auto y se dirigió a casa de su madre para consolarla. En el camino encendió la radio y oyó la canción I’ll Be Home for Christmas (“Estaré en casa en Navidad”). Pasó una semana, y cada vez que encendía el radio, oía esa canción y sentía consuelo.

Gail, en cambio, estaba devastada. Para abril de 2008 ya se había ido a vivir con Michelle, su marido y sus hijas, de tres y un año de edad. Y, en un respiro, de nuevo llegó la temporada navideña… y el aniversario de la muerte de Gary. La fiesta ya no entusiasmaba a Gail. Extrañaba las caricias de su esposo, su voz, su presencia, la forma en que llenaba su vida.

Preocupada por la constante aflicción de su madre, Michelle a menudo la invitaba a salir. Una tarde le propuso ir de compras a Big Lots, una tienda donde su padre se sentía feliz buscando gangas. Para él, ir allí en diciembre era como buscar un tesoro, con sorpresas en cada esquina, todas destinadas a sus seres queridos.

Al llegar al estacionamiento, Gail, consciente de la preocupación de su hija, trató de poner cara alegre. Sabía que sus nietas esperaban con ansia los regalos que llegaban a casa en la Navidad. Pero, sin Gary, ir de compras a Big Lots la entristecía.

Dentro de la tienda, madre e hija se separaron para buscar en los pasillos los regalos para las niñas. Gail se dirigió con desgano al fondo del local, donde vio una pila de Magic Writers, unos populares pizarrones de juguete donde los niños trazan letras o figuras y luego las borran tirando de una perilla. Gail tomó uno de ellos para probarlo, y vio que había algo escrito en la pantalla. Lo puso de lado para leer, y entonces se quedó atónita.

Con letras grandes y claras, el mensaje decía: “Te amo Gail”.

—¡Shelly, ven aquí, rápido! —llamó gritando a su hija.

Michelle estaba a un par de pasillos de distancia, mirando muebles para casas de muñecas.

—¿Qué pasa, mamá? —le respondió desde allí—. ¿Necesitas algo?

Gail volvió a llamarla. Esta vez Michelle notó apremio en la voz de su madre, así que fue corriendo.

Sosteniendo el pizarrón con manos temblorosas, Gail le dijo a su hija: —¿Tú escribiste esto?

Michelle negó con la cabeza.

La letra no se parecía a la de Gary, y Gail es un nombre bastante común. Cualquier otro cliente habría podido escribir esas palabras, por la razón que fuera y en cualquier momento: un adolescente para halagar a su novia, un esposo para pedirle perdón a su mujer o un padre para mostrarle afecto a su hijita. Sin embargo, Gail sabía para quién era ese mensaje.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Gary me dejó una señal!

Compró el juguete, y le pidió a la mujer de la caja que no borrara el mensaje. Luego volvió a casa. Puso el pizarrón en su cuarto, lejos del alcance de las niñas, pues un leve contacto podía borrar el mensaje para siempre. Un año después, este seguía allí: una promesa para todas las navidades venideras.

Gail es una mujer realista. Ni ella ni su hija se dejan engañar por el misticismo barato, pero esto es lo que cree: que en el momento de mayor soledad de su vida, una sorpresa, un tesoro, un mensaje de amor, “fue puesto allí para que yo lo encontrara”, dice.

Todo niño sabe que la Navidad es tiempo de sorpresas, y todo adulto sabe que, entre las penas y las dichas, entre los desengaños y las pérdidas, siempre nos espera la sorpresa más grande de todas: el amor.

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