Inicio Historias Reales Inspiración Lo que me enseñó mi hija

Lo que me enseñó mi hija

624
0

Paciencia; a veces es lo único que necesitamos. Esta es una de esas historias que nos llena de inspiración.

Son las ocho de una tarde fría de primavera. Un ciclón ha invadido nuestro piso por obra de una niña activa. Todos los muebles están llenos de papeles, tijeras, cinta adhesiva, plastilina, montones de bellotas y adornos de fiesta.

Publicidad

Estoy muy cansada esta noche. He tenido que llevar muletas durante siete semanas para recuperarme de una operación de cadera, y estoy intentando inútilmente limpiarlo todo. Suena el teléfono por sexta vez en menos de una hora. Sabemos quién es. Cuando mi madre tenía 68 años, su cerebro sufrió un accidente cerebrovascular hemorrágico, pero salvó su vida. Despertó de un coma gravemente afectada; la sangre arrasó instantáneamente el paisaje de su mente.  La demencia levantó una extraña casa gótica de distorsiones que antaño se destacaba por su arquitectura coherente. Estuvo encadenada en su interior durante una década, con poco más que hacer que pasar un gran sufrimiento psíquico.

Está obsesionada por la paranoia, cree que ha sido expulsada de su residencia (mentira), cree que sus hijas no la han visitado durante meses (hace solo unos días), cree que su amigo Jimmy no quiere volverla a ver (la llama y visita cada semana). Cada vez que llama, me invento un juego llamado “¿Cómo llegar ser una buena persona?” Esta noche ya llevo ganadas cinco rondas, pero estoy a punto de caer. Ella no tiene ni idea de que repite las cosas millones de veces y millones de veces las repitió ayer. No tiene ni idea de que me han operado, ni tampoco recuerda el nombre de su nieta. No se acuerda de la mayoría de las cosas del pasado y anda sin rumbo por el presente. Vive aislada.

Lanzo mi enfado contra el objetivo más fácil: mi madre, la auténtica víctima de este horror. 

“¡MAMÁ!”, grito. “NO TE HAN ECHADO DE TU CASA… ¡Y TE FUIMOS A VER HACE DOS DÍAS!” (Quizás hace cuatro, pero tampoco se acordará). “¡Mamá, tienes que creerme, y si no lo haces no te hablaré nunca más! ¡Todo está bien!”

Silencio. Y entonces: “Solo llamaba para saludarte”.

Siento la daga de la agresión pasiva, es la única arma que funciona en su arsenal mental. Mi madre continúa y ya se le han olvidado mis gritos. (A veces los recuerda, pero esta noche he tenido suerte).

“Pero hay algo que me preocupa; ¿tienes un minuto?”

“No mamá, no lo tengo. ¡Otra vez con lo mismo!”

“¿Por qué me gritas?”

Grito porque no eres mi madre; porque eres una mala suplente de ella que no puede ayudarme con los niños, ni puede ejercer de abuela, ni tampoco recuerdas preguntarme por cómo me ha ido el día. Grito porque esta noche he intentado tranquilizarte cinco veces, y grito porque me recuerdas todo lo que más temo: envejecimiento, enfermedad, fragilidad, mala suerte, pérdida, temporalidad… Tú le pones nombre… ¡si algo me aterra, tú me lo recuerdas!

Me dejo caer en el sofá, consciente de que mi hija lo está viendo todo. Escucha mi reprimenda a mi madre, mi falta de paciencia, mi declaración de que alguien a quien quiero es una imposición. No solo he fracasado en mi intento de ser una buena persona; también he fracasado en mi intento de ser un buen ejemplo para mi hija.

Me caigo en el sofá derrotada.

«¿Puedo hablar con la abuela Ellie?» Mi hija de cinco años se acerca al teléfono. Se lo doy sin decir palabra. «¡Hola abuela!» Escucho exclamar a mi madre por el auricular. «¡Cariño! ¿Cómo estás? ¿Has ido hoy al colegio?»

¿Qué brujería es esta? Todo lo que ha dicho fue «Hola abuela», y mi madre respondió como una persona totalmente alerta al latido de un día normal. «Sí, abuela, y hoy era el día de compartir, y me puse mis pulseras de Wonder Woman».

«¿Puedes poner el altavoz?», le susurro a mi hija. Lo hace y del teléfono sale una cascada de alegría. Mi madre le dice cuánto la quiere y lo bonita que suena su voz. 

Entonces: «Espero verte pronto». Mi madre le suplica una promesa de compañía. Ahora escucho su voz distinta. Ya no me siento cansada ni enfadada. Me ablando viendo a mi pequeña hija tratar a su frágil abuela con tanta habilidad.

«Abuela, este fin de semana te llevaremos al carrusel Yo me subiré a la rana y tú puedes subirte al caballo de al lado». «¡Oh, sería estupendo, cariño!» Me he quedado embelesada con su conversación.

«Dime, ¿has ido hoy al colegio?» Ya se lo había preguntado.

«Sí, abuela, fui al colegio y celebramos el día de compartir. Me puse mis pulseras de Wonder Woman».

«¿De verdad? ¡Qué bien!»

«¿Quieres que te cante una canción? Me sé tres canciones de Annie». Y mi hija empieza a cantar.

La cortante brisa de la tarde entra por la ventana, y el caos de nuestro piso me envuelve como una suave y vieja colcha. Escucho a mi hija canturrearle a su abuela y tratarla con una paciencia exquisita.

Me pasé mucho tiempo deseando que tuviera una abuela «real», deseando que conociera a mi madre «real». Ahora veo que ella tiene una abuela real y que tiene una relación real con ella. No era la que yo esperaba, pero para ellas esto es normal… el cuidado de una persona querida forma parte de la vida. Cuando cuelgan, después de muchos ruidos de besos, le digo a mi hija que es la hora del baño. Ella protesta pero la llevo hasta el baño de todos modos. Después de todo sigo siendo su madre, y ella sigue teniendo cinco años. Aunque esta noche me ha enseñado a responder al teléfono como un adulto. 

NEW YORK TIMES (3 de NOVIEMBRE, 2017), COPYRIGHT © 2017 POR NEW YORK TIMES CO., NYTIMES.COM

Artículo anterior10 curiosidades asombrosas sobre su cuerpo
Artículo siguiente¿Ansiedad? Claves para dominarla