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Libre como el viento

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Años después del accidente que la dejó discapacitada, Dorine Bourneton volvió a tomar los mandos para conseguir una primicia mundial.

Sus ojos brillan. Dorine Bourneton, de 40 años, deja la silla de ruedas en la pista y se impulsa para subir al ala de su avión Piper. Agarra sus piernas inertes, las balancea para que entren a la cabina, las ata con una tira de velcro y se acomoda en el asiento del piloto.

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Son las 3:30 p. m. del 19 de junio de 2015. Una multitud se congrega en Le Bourget para asistir a la Exhibición Aérea de París, la más grande del mundo. Con un rugido, el avión Alpha Jet de la Patrouille de France (equipo acrobático de las Fuerzas Aéreas Francesas) deja estelas de humo azul, blanco y rojo. Se pone el casco y llama por radio a la torre de control: “Torre de Le Bourget, Fox Papa Kilo Eco. Solicito permiso para despegar”.

Su corazón late con fuerza, pero su tono es tranquilo. En unos minutos demostrará sus habilidades. Para la Exhibición Aérea de París es una primicia: Dorine es la única mujer piloto parapléjica del mundo que hace acrobacias. “Fox Papa Kilo Eco, permiso para despegar,” responde la torre de control. “¡Buen vuelo!”. Dorine respira profundamente y enciende el motor. Pocos espectadores saben lo que ella ha tenido que superar para estar ahí; por ejemplo, no perder la vida en una aeronave similar hace 24 años.

EL ACCIDENTE OCURRIÓ el domingo 12 de mayo de 1991, día en el que parecía que no iba a amanecer. “El tiempo está empeorando. Si sigue así, no podremos despegar”, dijo Jean-Paul Bourneton a su hija durante el vuelo que partió a primera hora de la mañana desde Noirétable al aeródromo de Aulnat en Clermont-Ferrand, en el centro sur de Francia.

Dorine, de 16 años, solo se encogió de hombros. Un Piper y un Cessna esperaban al padre y a la hija unidos por la pasión de volar. Las aeronaves los llevarían a ellos y otros cinco miembros de su club de vuelo a la base de hidroaviones de Marseilles-Marignane Canadair, visita que Dorine no se habría perdido por nada del mundo.

Jean-Paul se puso a los mandos del Cessna. Dorine saltó al asiento trasero del Piper. Los aviones despegaron alrededor de las 8:00 a. m. Dorine se desabrochó el cinturón de seguridad: como piloto principiante que viajaba de pasajera, quería aprovechar al máximo esta experiencia y aprender todo lo que pudiera. Pronto empezaron a sobrevolar las laderas boscosas del monte Mézenc, que tiene poco más de 1.750 metros de altura.

Delante de ellos, un inmenso colchón de nubes, que los pilotos franceses llaman “papa gorda”, cubría el horizonte. Los meteorólogos de Aulnat recomendaron rodearlas, pero el capitán, un piloto experimentado, decidió seguir adelante y atravesarlas.

Las puntas de las alas del avión desaparecieron, como si se las hubieran tragado los primeros trazos de niebla. Dorine notó cómo se le aceleraba el pulso. Intimidada por el miedo, se volvió a sentar y se abrochó el cinturón.

El Cessna iba bastante más atrás y aún no había alcanzado la papa gorda. Atrapado en las nubes y sin ningún punto de referencia, el capitán del Piper intentó regresar. Lo último que Dorine oyó fue al copiloto que gritaba en el micrófono del casco del piloto: “¡Dios mío, vas a estrellarnos!”.

El Piper se precipitó por la montaña, decapitando los abetos a su paso antes de chocar con una roca a 1.400 metros de altitud. Perdió ambas alas y los depósitos de combustible.

Gracias al arnés de seguridad y a la resistencia del fuselaje trasero izquierdo, Dorine fue la única sobreviviente. Casi inconsciente, pensó en los exámenes de bachillerato que tenía que presentar en junio, para los que aún no había empezado a estudiar.

En el Aeropuerto de Marignane no había señales del Piper. El padre de Dorine, víctima de la ansiedad, dio la voz de alarma. El grupo de Jean-Paul volvió a despegar para buscar los restos de un accidente.

Poco antes del mediodía, dos helicópteros y una avioneta con equipos de búsqueda partieron en medio de una espesa niebla. En tierra, 49 bomberos y un equipo del servicio médico de emergencias empezaron a escudriñar el terreno montañoso. Justo después de las 8:00 p. m., un radioaficionado que se había unido a la búsqueda empezó a captar una débil señal de la radiobaliza de emergencia dañada que pudo rastrear hasta los restos del Piper. Veinte minutos después, los equipos de rescate transportaron a Dorine al hospital de Le Puy, donde ya esperaba su familia.

EL RADIÓLOGO salió a hablar con Jean-Paul y la madre de Dorine, Isabelle, a las 11:00 p. m. “Es la médula espinal”, dijo. Isabelle se desmayó. Sabía que, para Dorine, significaba parálisis. Se había formado un enorme hematoma alrededor de la fractura. Decidieron operar esa noche para intentar drenarlo. Dos días después, Dorine fue trasladada a Clermont-Ferrand para que pudieran insertarle grapas de metal en la médula que ayudaran a la vértebra aplastada. Tendría que portarlas durante un año.

Dorine no tenía ni idea de lo grave que estaba. Después de una convalecencia de tres semanas, Jean-Paul acompañó a su hija en ambulancia al centro de rehabilitación física en Saint-Genis-Laval, a las afueras de Lyon. Pasaron con el coche por el aeródromo de Aulnat.

“¿Quieres entrar y echar un vistazo?”, preguntó.

Sus amigos le habían preparado una pequeña celebración en el Aeroclub con champaña. Y cuando alguien gritó: “¿Quieres volar, Dorine?”, obtuvo un “¡Sí!” firme y claro como respuesta.

Su padre y un instructor la ayudaron a subirse al avión. Sin dudarlo un segundo, se sentó en el asiento del piloto. Con el pie izquierdo enyesado y un catéter en el derecho, hizo volar con calma el avión durante media hora. Solo mostró ansiedad durante un segundo fugaz, cuando divisó algunos cúmulos. “Esa nube de allí, ¿me alcanzará?”, preguntó.

Sin embargo, en Saint-Genis-Laval, cuando le llevaron a su habitación la silla de ruedas, que de ahora en adelante la acompañaría, Dorine finalmente cayó en cuenta de que tenía una dura prueba por delante.

—¿En verdad no hay otra opción? —preguntó al jefe de departamento.

—No, al menos por el momento.

La respuesta fue como una bofetada. Dorine pegó carteles de aviones alrededor de su cama. Día tras día, hacía escrupulosamente sus ejercicios con la misma obsesión de un piloto cuando prepara su plan de vuelo.

Jamás podré caminar, pero voy a volar, se prometió a sí misma.

DOS AÑOS DESPUÉS, en julio de 1993, se mudó a Toulouse, sede de uno de los tres aeroclubes franceses con naves equipadas para pilotos con discapacidad. La chica de pueblo había llegado sola a una de las ciudades más grandes de Francia.

Conoció a Pierre Harquin, antiguo mecánico e instructor de vuelo privado del Aeroclub de Toulouse-Midi-Pyrénées. Dorine le pareció tan pequeña y vulnerable en su silla de ruedas que le dieron ganas de llorar. Pensó que solo darían una vuelta para complacerla y eso sería todo.

Pero desde el primer vuelo se quedó fascinado por la felicidad y la facilidad con que Dorine tripulaba la nave. Manejaba el avión suavemente, con dos dedos en los mandos, como si sujetara un bolígrafo: como lo hacen los buenos pilotos. Desde ese momento, Harquin, viejo aventurero con 13.000 horas de vuelo, se dedicó a convertir a Bourneton, la principiante lisiada, en una distinguida aviadora.

En Francia, los pilotos principiantes vuelan 15 horas anuales, en promedio. Durante casi un año Dorine se esforzó por sumar al menos 15 horas al mes, gastándose en el pasatiempo que tanto amaba su pensión de discapacidad y parte de la indemnización que recibió tras el accidente.

Tuvo que aprender a subirse sola hasta el ala y deslizarse a la cabina usando solo los brazos. Entonces tuvo que aprender a manejar un Rally de 100 caballos de fuerza, avión que le era familiar desde antes del accidente, prescindiendo de las piernas y mediante mandos adaptados para el uso de discapacitados, modelo que contaba con autorización de la Dirección General de Aviación Civil (DGAC).

No contento con enseñarle a dominar el avión, Harquin la ayudó a comprender lo que hacía que un avión se mantuviera en el aire. Por cada hora de vuelo, le impartía cuatro de teoría. Sin escatimar detalles, le explicaba cómo interactuaban las alas y las corrientes de aire, los circuitos eléctricos del panel de control y el flujo del combustible a través del carburador. Por último, el instructor enseñó a Dorine a dominar su miedo a las nubes.

—¡No vamos a aterrizar ahí!— se quejó, al ver que caía una llovizna sobre la comuna de Moissac.

—Tienes que poder enfrentar todo tipo de condiciones climáticas, aunque no las esperes —contestó Harquin.

EN ABRIL DE 1995 aprobó el examen para obtener la licencia de piloto que le permitía llevar pasajeros, pero sin cobrar el vuelo. La DGAC no permitía que los discapacitados fueran pilotos profesionales ya que en un accidente tendrían que poder evacuar a los pasajeros. Para Dorine sería imposible, dijo la dependencia oficial.

Dorine contuvo su ira pero habló sobre esta injusticia cada vez que pudo y contactó a personas que pensaban como ella a fin de reclutar para su causa. Incluso logró impacto mediático.

En septiembre de 2002 publicó un libro: La couleur préférée de ma mère, una autobiografía sobre su amor por los aviones, el accidente y cómo se enfrentó al reto de volver a volar. Y cierto día, en el aeródromo de Mureaux en Yvelines, a 40 kilómetros de París, se le acercó un hombre, quien se presentó como Philippe Gagne.

—Yo también soy piloto —dijo—. Te he visto en televisión. ¿Qué tal va tu campaña para que los discapacitados puedan ser pilotos profesionales?

—Llevará algún tiempo —respondió Dorine desganada.

Gagne se marchó un segundo, después volvió con aire pensativo.

—Podría hablar con Dominique Bussereau, mi cuñado. Es el Secretario de Estado de Transporte.

Tres meses después, Dorine entraba a la recepción del impresionante edificio del Ministerio, en el Boulevard Saint-Germain de París, escoltada por una de las primeras mujeres piloto de líneas aéreas de Francia, Brigitte Revellin-Falcoz. Mientras su corazón galopaba, Dorine contó su historia a Bussereau y luego estalló: “Con otro piloto parapléjico, llevo a cabo misiones de control aéreo de incendios forestales para el servicio contra incendios de Lot-et-Garonne como voluntaria no remunerada. ¿Es aceptable que los pilotos discapacitados realicemos estos vuelos sin cobrar y sin estar registrados?”.

El argumento hizo mella en Bussereau y prometió darle una pronta respuesta. Cumplió su palabra. La DGAC modificó el reglamento y el 23 de noviembre de 2003, en la misma recepción, sentada frente a un grupo de invitados, Dorine oyó cómo Dominique Bussereau leía el Artículo 1 de la Orden Ministerial que permitía a las personas discapacitadas “llevar a cabo las funciones de capitán en aviones monoplazas de un solo motor para transportar correo y mercancía.”

Ahora un parapléjico podía ganarse la vida como piloto profesional. Dorine luchó por contener las lágrimas.

TRAS SU VICTORIA en el Ministerio, Dorine empezó a prepararse para el examen de piloto profesional. El Instituto Mermoz, que forma a pilotos para aerolíneas, le envió 15 manuales técnicos. La pila de libros científicos era abrumadora. Las batallas a las que se había sometido desde el accidente la habían distanciado del estudio. Se sentía incapaz de superar el reto.

El junio siguiente, Dorine contrajo matrimonio con Bruno Dupont, un programador informático ocho años mayor que ella, un hombre amable y atento. Dos años más tarde dio a luz a su hija Charline y, por primera vez en 15 años, Bourneton se olvidó de su discapacidad. Cuando, 14 meses después, Charline se puso en pie por sí sola, fue como si Dorine volviera a caminar. Acarició a su hija al tiempo que murmuraba: “Cuida tu cuerpo. Es lo más preciado que tienes”.

La idea de que otro accidente aéreo pudiera dejar huérfana a su bebé se hizo insoportable. En 2006, se prohibió a sí misma volar.

“¿Te interesaría probar el vuelo acrobático, querida?”. Ese sábado de febrero de 2014 en el aeródromo de Les Mureaux, Guillaume Féral sopesó sus palabras. Era amigo de toda la vida y piloto parapléjico, que se especializó en vuelo manual, donde los mandos manuales sustituían a los pedales.

En 1997 Dorine le había dicho que quería aprender vuelo acrobático, pero Féral le había dicho que “las acrobacias estaban prohibidas para pilotos discapacitados”. Sin embargo, gracias a Dorine, las leyes habían cambiado en 2003.

Aunque habían pasado siete años desde la última vez que piloteó un avión, Dorine, ahora de 39, se conectó de inmediato con su sueño. Su hija estaba creciendo; el miedo a dejarla huérfana se había disipado. “¿No estoy muy vieja?”, preguntó Dorine ansiosa. Guillaume sonrió y respondió: “¡Tienes lo que se necesita!”.

¿Pero vuelo acrobático? Ninguna mujer parapléjica lo había intentado jamás. Estaba emocionada y asustada al mismo tiempo, pero su amor por los aviones había resurgido.

Estaba dispuesta a conquistar el cielo de nuevo: aprendió a elevar el morro del avión y a caer en picada antes de recuperar la vertical para hacer un rizo. Cuando hacía un vuelo invertido, con un nudo en el estómago, experimentaba sensaciones completamente nuevas.

“Lo importante en el vuelo acrobático es la coordinación entre la vista y las manos”, le dijo Jacques Dugué, su nuevo instructor. “Ignora los sensores si no concuerdan con lo que ves”.

Aunque temblorosa y confundida al principio, perseveró en el entrenamiento con el mismo afán por aprender que cuando tomó sus primeras clases de vuelo. Convenció a los patrocinadores para que financiaran su formación y la adaptación del avión propiedad, de la Asociación Francesa de Vuelo Acrobático.

En una ocasión, tras un vuelo emocionante comentó que un avión le había quitado la posibilidad de utilizar las piernas, pero que la aviación le había devuelto todo cien veces. “La vida me ha enseñado que los sueños son el preludio de la realidad”.

EL SUEÑO, PARA Bourneton, es la luz verde que recibe de las autoridades de aviación para participar en la Exhibición Aérea de París en Le Bourget el 19 de junio de 2015. a las 3:40 p. m. Su padre, hija, instructores y amigos están en la pista mirando al cielo junto a miles de espectadores. A 500 metros de altura, en un cielo azul celeste, Dorine ejecuta chandelles, rizos y toneles.

Allá arriba, en el cielo, esta intrépida piloto baila libre como el viento.

Dorine Bourneton voló en la Exhibición Aérea de Le Bourget 2017, con lo que obtuvo el Certificado de Vuelo Acrobático Avanzado. En 2018, ella y otros 20 pilotos discapacitados darán la vuelta al mundo piloteando.

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