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Ischia: la isla de los recuerdos

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La isla de los recuerdos empezó como suele pasar en Italia, con un affaire. 

En el verano de 1962, llegó a la isla de Ischia, a menos de 20 millas de la costa de Nápoles, un equipo de rodaje para filmar la que resultaría ser una de las películas más caras de la historia del cine, Cleopatra. Pocos días después de su llegada, las estrellas de la película, Elizabeth Taylor y Richard Burton, comenzaron una historia de amor que acaparó la atención de los paparazzi del mundo entero. 

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Como las dos estrellas estaban casadas, surgió el escándalo completo, con fotos de los dos, locamente enamorados, flirteando en varios locales de la isla. La película resultó ser un fiasco y casi lleva a la quiebra a la 20th Century Fox. Pero de las cenizas del desastre hollywoodense, Ischia renació como la meca de los famosos y de los turistas por igual, deseosos de visitar sus spas durante todo el año, probar su contundente cocina italiana y disfrutar de sus magníficas playas.

Alain Delon, Clint Eastwood y Marcello Mastroianni acudían de vacaciones a la isla a finales de los sesenta. Todavía hoy, famosos como Hilary Swank, Gwyneth Paltrow, Jude Law o Matt Damon aterrizan allí habitualmente, generalmente para rodar películas como El talento de Mr. Ripley, o para asistir al Festival Anual de Cine de Ischia.

Cuando llegué a Ischia por primera vez en el verano de 1969, no sabía nada de la reputación llamativa y cargada de romanticismo de la isla. Yo tenía 14 años y estaba a la deriva, huyendo de los problemas familiares de Nueva York. Me iba a reunir con miembros de mi familia italiana por primera vez, pero no esperaba que esa visita de tres meses cambiara nada. Entonces, tuve mi primera visión fugaz de la isla. Como muchos visitantes, llegué al Puerto de Ischia en el hidrofoil desde Nápoles. Las casas salpicaban las colinas con sus tejados rosas brillando bajo el sol de la tarde. El puerto destilaba energía. Más allá del caos de los barcos que llegaban, el sordo rugir de los taxis, el zumbido de las motos y el resoplido de los caballos que tiraban de los coches de caballos por las calles adoquinadas, se oía música y a alguien cantando. El joven conductor de un taxi cantaba a una joven que le había llamado la atención, y le contaba una historia de amor; una mujer de mediana edad que trabajaba en la barra de un bar cantaba a un amor perdido; un pescador mayor, que arrastraba las redes hacia su barca, cantaba a la fuerza y la belleza del mar. Por fin me sentía en casa.

Mis días en Ischia empezaban temprano y terminaban tarde. Intentaba salir al amanecer hacia el puerto. Los pescadores locales llegaban con su pesca, llenando los muelles de redes y pescado vivo. Las viejecitas de negro no dudaban en abalanzarse y aporrear para conseguir su comida diaria. Los vendedores ambulantes de fruta pasaban con sus furgonetas Fiat con los motores al ralentí. “¿Quién me quiere? ¿Quién quiere lo que tengo?”, gritaban. “La fruta está fresca y yo soy todavía más fresco”. 

Me enamoré un montón de veces ese primer verano. En la playa, delante del Hotel Solemar divisé a la primera chica que me robó el corazón. Tenía 11 años y yo tenía 14 y fuera lo que fuera que llaman amor con esas edades, es lo que nosotros vivimos. He vuelto a Ischia muchas veces desde entonces. En mis momentos más duros, he buscado la isla como refugio y he viajado a ella para apoyarme en las cosas que nunca cambian. Como su limoncello. Los vecinos se precian de ser los primeros que aportaron este popular “chupito” al mundo (aunque los locales de la isla rival de Capri argumentan lo mismo). Ischia ha mantenido viva la cocina sencilla del pasado, como el conejo en salsa roja con una gran ración de pasta y calamares, almejas y puntillitas a la plancha.

Cuando deseo tener un poco de paz, me escapo a la playa de arena blanca de Maronti, en Sant’ Angelo, donde los únicos sonidos que se oyen, aparte de las olas rompiendo en la orilla, son las suaves baladas cantadas por los músicos ambulantes. Cuando necesito algo más animado, me voy a la playa de Cartaromana, llena de niños jugando en la orilla y jóvenes parejas que se vuelven a encontrar con sus amigos. Allí, el sonido de fondo sube algunos decibelios. En Ischia, las viejas historias van a menudo ligadas a una historia de amor de algún tipo. El Castillo Aragonés, una estructura majestuosa e imponente, donde la gente de Ischia buscaba protección contra las invasiones y las incursiones de los piratas, ofrece desde su punto más alto una vista impresionante de las islas y del mar que ha resultado ser el marco ideal para innumerables propuestas de matrimonio. La blanca iglesita de Santa María del Socorro, desde cuyas ventanas se divisa el azul turquesa de la bahía, es popular para la bodas locales.

«¿Quién me quiere? ¿Quién quiere lo que llevo? La fruta es fresca, pero yo lo soy aún más”.

Las largas tardes acaban en el Bar Calise (hay cuatro en la isla). Todos sirven el mejor café con pastas de la isla (prueba las milhojas “sfogliatelle” con forma de concha) y están abiertos desde el amanecer hasta bien entrada la noche. “Todo empieza y todo acaba en el Bar Calise”, dice mi primo Paolo Murino. “Tienes una cita; te encuentras aquí. Te haces mayor, sales a cenar y a dar un paseo con tu mujer y acabas aquí para tomarte el postre. Y cuando te haces tan mayor como mis padres vienes aquí, te tomas un Campari con soda y recuerdas como era esto cuando eras joven”. Los famosos baños termales de la isla deben ser el único lugar donde no suena la música. Nada perturba la quietud de los Giardini Termali di Aphrodite y el Parco Termale Aphrodite Apollon (Jardines Termales de Afrodita y el Parque Termal de Afrodita Apolo), ambos en Sant’Angelo, y los más famosos de todos, los Giardini Poseidón, en Forio. Miles de personas acuden todos los días para un baño caliente de barro y un masaje. Los visitantes pasan semanas en las fuentes termales de Cava Scura, deseosos de poder curarse los achaques derivados de una artritis o del simple estrés.

«Ischia es tan sencilla como bella. Los grandes placeres surgen de ahí”

“Yo nunca he estado”, me dijo mi abuela María una vez. “No necesito que nadie me dé un baño. Aunque, por lo que he oído ayudan a los que van allí”. Pasé muchas tardes con la abuela María, disfrutando con sus historias. Una mujer grande y cariñosa que vivió los tiempos dolorosos y difíciles de la Guerra Mundial en la que perdió a un hijo y a un nieto. Me sirvió de guía y me dio confianza para salir de mi ostracismo personal.
Mientras mi abuela me ayudaba a cambiar el rumbo de mi vida en el buen sentido, mi tío, Mario Carcaterra, me introdujo en el corazón latente de Ischia. 

En 1960 era un guía turístico sin recursos, con un solo taxi. Cuando me encontré con él por primera vez, nueve años después, tras el escándalo de Taylor-Burton, tenía cuatro socios y juntos eran propietarios de un escuadrón de autobuses y taxis, barcos turísticos y hoteles. Es un vendedor y narrador con talento, de risa fácil y capaz de enseñar con orgullo Ischia. Tío Mario es hoy en día, a sus 78 años, una atracción más de la isla, tanto como el volcán de Lacco Ameno (que surge en forma de seta de la bahía).

Una vez lo ayudé con un grupo de turistas británicos. Una turista vino andando hacia mí y me dijo que ella y sus amigos eran fans de Clint Eastwood. Sabían que el actor tenía una casa por allí cerca y les encantaría hacerle una foto. Le pregunté a mi tío. Sonrió y me dijo, “considéralo hecho”. Nos subimos todos al autobús y mi tío le dijo al conductor que siguiera por una carretera serpenteante hasta que llegamos a una villa magnífica. “Hagan todas las fotos que quieran”, dijo Mario a los entusiasmados turistas. Mientras hacían las fotos, me puse al lado de mi tío. Cruzó los brazos con una amplia sonrisa. “Menos mal que estabas aquí”, dije. “Yo nunca habría encontrado la casa de Clint Eastwood”. 

“Esta no es la casa de Clint Eastwood”, dijo riéndose. “Es la casa de mi amigo Fabio”.

“Lo cierto es que ellos piensan que están haciendo fotos de la villa de Clint Eastwood”, protesté. “Cuando vuelvan a casa enseñarán esas fotos”, dijo. “Todos estarán contentos.

Han tenido un día estupendo al sol y con una magnífica comida. Tendrá buenos recuerdos, las fotos de la casa de una estrella y una sonrisa. ¿Qué mejor forma hay de recordar una isla?”
No es necesario tener familia en la isla o ver a un famoso para volver con buenos recuerdos de la visita a Ischia.
Estos recuerdos pueden hallarse en un encuentro fortuito: una pizza y una cerveza en el restaurante Da Raffaele, en el puerto, a menudo puede dar lugar a que las parejas de las distintas mesas mezclen sus conversaciones. O en un recorrido de un día en el barco turístico de Antonio Rumore, escuchando a un vecino de toda la vida contar historias, cuentos y misterios. “Solo hay un lugar como Ischia en el mundo”, alardea Rumore, lobo de mar que ha atracado en los puertos de todo el mundo. “Es tan simple como bonita y, los mejores placeres de la vida proceden de eso”. En mi último viaje a Ischia, me paré en el viejo cementerio con mi prima Angela para visitar las tumbas de mis abuelos. El mar brillaba y una brisa cálida soplaba entre las gruesas hileras de pinos. “Desde aquí se pueden ver incluso Procida y Capri”, dijo Angela. “Ellos amaban esta isla”. “La abuela me dijo que yo nací en América pero fui creado en Ischia”, dije. “Que no importaba donde fuera en mi vida, que esta sería siempre mi casa”. “¿Crees que tenía razón?”, me preguntó. Asentí. “Cuanto mayor me hago, más pienso que es verdad”. Nos sentamos en un banco de piedra en compañía de mis abuelos, y vimos la puesta de sol desde la isla más bella de Europa, ambos llenos de paz. Ambos en casa.

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