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Estos perros lucharon codo a codo con el ejército estadounidense

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En 1943 las fuerzas estadounidenses atacaron la isla de Bougainville, en el Pacífico Sur. Superados en número y armamento, su única esperanza eran Jack, Andy y Caesar, quienes nunca habían entrado en combate y… eran perros.

Los soldados salieron de la playa y se adentraron en la penumbra de la selva. Sabían que el enemigo se ocultaba adelante. Seguían a un líder atípico: Andy, un dóberman negro y canela que no mostraba conciencia alguna del peligro. A algunos hombres les molestaba esta situación. ¿Su actitud los salvaría del fuego enemigo? El animal era un perro de exhibición retirado. Para empeorar las cosas, el refuerzo del pelotón era un pastor alemán que meses atrás vagaba por las calles de Nueva York al lado de los tres chicos con quienes vivía. Al avanzar por el camino oían disparos y la artillería a lo lejos, mientras el resto del Segundo Batallón de Asalto de los Marines de los Estados Unidos luchaba por tomar la costa.

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Era 1943; acababa de empezar el ataque a Bougainville, una diminuta parte de las Islas Salomón en el Pacífico Sur. Los aliados necesitaban hacerse de una zona segura de tamaño suficiente como para construir un aeródromo que les permitiera atacar la isla de Nueva Bretaña, último bastión japonés de la región. De ahí, saltarían de isla en isla hasta situarse a buena distancia para bombardear Japón. La campaña del Pacífico dependía de Bougainville. Para los marines que marchaban a ciegas en la espesa vegetación ocupada por el enemigo, el futuro estaba sobre perros que no tenían que haber participado en la guerra.

Un tipo distinto de soldado Alene Erlanger, mujer de sociedad de Nueva Jersey y aficionada a los poodles de exposición, tenía 46 años cuando Pearl Harbor fue bombardeado en diciembre de 1941. Días después, invitó a comer a su amigo Roland Kilbon, periodista de concursos caninos. “Otros países llevan años usando perros en sus ejércitos y el nuestro no”, le dijo. “Piensa en lo bien que podrían vigilar fuertes, fábricas de municiones y demás”. Erlanger imaginó a las personas con perros del país criando guerreros sin precedentes para el nuevo campo de batalla. Kilbon coincidió y juntos crearon Dogs for Defense, organización que entrenaría perros para el ejército. Los rechazaron enseguida. Al principio de la Segunda Guerra Mundial, el Ejército estadounidense tenía apenas algunos perros de trineo en Alaska. Fuera de esto, no querían saber nada de perros ni de animales de ningún tipo. Con el tiempo, los jeeps sustituyeron a los caballos, los camiones a las mulas de carga y los radios a las palomas mensajeras. Pero, hasta los perros para heridos, que durante la Primera Guerra Mundial llevaban suministros al campo de batalla y servían de compañía mientras llegaba el médico, se consideraban un tanto anticuados. No todos compartían esa idea. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes tenían unos 200.000 perros altamente adiestrados trotando al lado de sus soldados. Incluso enviaron 25.000 centinelas entrenados al ejército japonés. Británicos y franceses crearon sus propios programas de perros de guerra a principios de la década de 1940. Estados Unidos se mantenía al margen. Entonces, en junio de 1942, en plena noche, cuatro saboteadores alemanes con explosivos, detonadores y temporizadores, desembarcaron en Long Island, Nueva York. Casi al mismo tiempo, un U-boat alemán emergió frente a la costa de Florida y otros cuatro presuntos saboteadores remaron hasta la orilla. El FBI rastreó a los ocho invasores, pero los sucesos mostraron la vulnerabilidad de las fábricas de municiones y otras empresas valiosas. Ante la escasez de hombres por la guerra, el gobierno reconoció, a su pesar, que el país necesitaba perros para patrullar 5.900 kilómetros de costa. Erlanger se puso a trabajar. Ella tenía talento para atraer el interés de personalidades adineradas y extravagantes.

Greer Garson, actriz de Hollywood, donó a Dogs for Defense su preciado poodle, Clicquot. El famoso cantante Rudy Vallee enlistó a King, su dóberman pinscher. Ezio Pinza, cantante de la Ópera Metropolitana de Nueva York, donó a sus dos dálmatas junto con un disco de su canto y pidió a los cuidadores que se los pusieran cuando se sintieran solos. Movidos por el deseo de ayudar, los estadounidenses enviaron perros de todo el país. Los hermanos Max, Morris e Irving Glazer, del Bronx, en Nueva York, tenían a Caesar, un pastor alemán de raza pura. Era grande, de pelaje gris y negro y andar elegante. Y era muy inteligente. Le habían enseñado a sentarse, buscar, dar la pata y estar quieto, las típicas instrucciones de obediencia. Pero su habilidad más impresionante era la de entregar objetos a su destinatario. Los hermanos podían comprar algo en la tienda o en la carnicería y decirle: “Llévalo a mamá”. Caesar recorría la ciudad con el paquete hasta la puerta del departamento de los Glazer en el cuarto piso, sin intentar comerse el contenido, ni cuando era un filete. Cuando estalló la guerra, los Glazer se enlistaron en el ejército y dejaron a Caesar al cuidado de su madre. Con los chicos fuera, el perro se puso triste. Necesitaba un propósito. Tras consultarlo con sus hijos, la señora Glazer lo inscribió en el ejército. Pronto lo enviaron a un campamento donde sería entrenado. En Long Island, Joseph Verhaeghe tomaba su propia decisión dolorosa. De adolescente, durante la Primera Guerra Mundial, vio morir a su hermana menor cuando los alemanes invadieron Bélgica. Ya adulto, se mudó a Estados Unidos, donde se casó y tuvo un hijo llamado Bobby. Cuando la guerra volvió a estallar, Verhaeghe estaba dispuesto unirse a la lucha por su familia, pero fue rechazado ya que tenía un tímpano perforado. Al enterarse de la existencia de Dogs for Defense, deseoso de contribuir de alguna manera, Verhaeghe decidió anotar a su perro Jack, un pastor belga, esbelto pariente del pastor alemán. Era un buen animal de carácter travieso que engullía los helados de los niños del barrio cuando no miraban. El hombre no se decidía a enviarlo, hasta que Bobby, de 11 años, anunció entre lágrimas: “Papá, si Jack puede salvar vidas, quiero que vaya”. Y así, el perro partió a la guerra. Mientras tanto, un elegante dóberman llamado Andreas von Wiede-Hurst (mejor conocido como Andy) también estaba por unirse al esfuerzo bélico. Andy tenía una estructura ósea impecable, pero su afición a pelear con otros perros le dejó una oreja destrozada, por lo que salió del circuito de exposiciones. Fue una bendición disfrazada. Con su buen aspecto y su temple ecuánime con los humanos, Andy disfrutó propagando sus genes por la comunidad élite de los dóberman. Cuando los marines empezaron a reclutar perros, las personas con las que vivía supieron que era justo lo que buscaban: un can fuerte, atlético y sensato, con un salto de dos metros.

Entrenamiento de guerra

Todos los perros tuvieron dos semanas de adiestramiento básico donde aprendieron órdenes comunes como “sentado”, “quieto” y “ven”, y a viajar en la parte trasera de los camiones por caminos irregulares. Además, fueron expuestos a sonidos de disparos, hasta que dejaron de asustarse. Casi todos se volvieron perros guardianes, sabían gruñir o alertar al acercarse desconocidos. Otras dos clases selectas de perros se adiestraron para el combate. Durante 13 semanas, los mensajeros practicaron hasta poder correr para llevar un comunicado de un entrenador a otro, esquivando todos los obstáculos en su camino. Serían de especial importancia en los combates del Pacífico Sur, pues los mejores walkie-talkies de la época tenían un alcance de apenas 400 metros y sufrían interferencias en la espesa selva. Los de olfato más agudo y carácter más estable se convertían en exploradores. Entrenaban para no ladrar ante el peligro, sino a alzar sus cabellos, la cola o dar cualquier señal silenciosa de que la amenaza era inminente. Con el enemigo oculto en la jungla de las islas del Pacífico, los perros comenzaron a verse como un instrumento de guerra viable, incluso necesario. Pero a falta de pruebas, no eran pocos los soldados que desconfiaban. 

En el frente del Pacífico

En junio de 1943, un carguero zarpó de San Diego, California, hacia el Pacífico Sur con miles de marines, entre ellos 24 perros y 48 adiestradores del Primer Pelotón de Perros de Guerra. Gordon Wortman y Paul Castracane, de Cohoes, Nueva York, manejaban a Jack, el pastor de los Verhaeghes. “Creo que los oficiales esperan demasiado de Jack y de mí”, escribió Wortman a sus padres. “Pero nos esforzaremos”. Rufus Mayo, un nativo de Alabama que había criado perros de caza, y Johnny Kleeman, un joven de 17 años de Filadelfia, se encargaban de Caesar, el pastor de los Glazer. Y Andy, el vigoroso dóberman, encontró un valiente adiestrador en Robert Lansley, un pelirrojo apodado “temerario” por su afán de entrar en combate. Estaba muy orgulloso de Andy. “Es un perfecto caballero en todos los aspectos. Además, lo hemos calificado como el mejor perro del campo”, escribió Lansley a su esposa. En el viaje de tres semanas, adiestradores y canes vivieron en su propia aldea segregada con casetas de perro y puestos para orinar colocados en cubierta. Casi diario recibían abucheos de los veteranos. “Nos veían como bichos raros y no sabían cuál era nuestra función”, dijo Clyde Henderson, profesor de química de Ohio y criador de dóberman, encargado del pelotón. “Tampoco nosotros lo teníamos claro”. Al acercarse a Bougainville, los instructores empezaron a preocuparse. ¿Se asustarían los perros y olvidarían su entrenamiento bajo el fuego intenso? ¿Estarían tan afectados como para no poder trabajar? Las fuerzas estadounidenses se enfrentarían a la célebre Sexta división de infantería del Ejército Imperial Japonés. Además, la lucha en la selva seguía siendo novedad para los marines. Su única esperanza era mantener la moral alta y ser disciplinados. La adrenalina fluía mientras se armaban de valor para la guerra. La mañana del 1 de noviembre de 1943, unos 14.000 soldados aliados desembarcaron en la Bahía de la Emperatriz Augusta, en Bougainville, defendida por 45.000 soldados japoneses. Perros y hombres se apiñaron en tres lanchas Higgins. Les llovían proyectiles de mortero y uno de sus transportes casi se hunde. Al llegar a la playa, corrieron hacia los árboles mientras esquivaban el fuego enemigo. Horas después, Andy, el perro explorador, y Caesar, el perro mensajero, recibieron su primera misión. Los marines debían controlar la zona que rodeaba los dos caminos principales que atravesaban Bougainville: el Piva y el Numa-Numa. Eran apenas veredas, pero se trataba de las vías más desarrolladas de esa parte de la isla.

Los soldados japoneses acribillaban la espesa jungla a su alrededor. Los búnkeres con ametralladoras cruzadas salpicaban los senderos y los francotiradores —caras pintadas de verde, cuerpos camuflados con hojas, apostados en lo alto de los árboles— esperaban pacientes a que las patrullas de marines se pusieran en la mira. Los japoneses también solían cavar agujeros de dos o tres metros de profundidad y disparar desde abajo a los soldados que se acercaban. Eran especialistas en camuflaje y la densa vegetación y el humo de cañones y fusiles nublarían la visión de los inexpertos estadounidenses. Los perros serían sus ojos y oídos.

De no asegurar la isla, un Japón revitalizado podría tomar la ofensiva en el Pacífico Sur y causar estragos en los aliados. Los perros de guerra tenían un gran reto por delante. La temperatura rondaba los 32 grados y la humedad era de 90 por ciento. Una ligera lluvia iba y venía. Robert Lansley, el pelirrojo “temerario”, sentía que su corazón se agitaba. Empuñaba un rifle M1 y llevaba 80 cartuchos colgados del cinturón. Incluso cargaba granadas en el bolsillo.

Lansley tomó la correa de Andy y se ofreció para dirigir una patrulla de 250 marines de la Compañía M por la selva. El comandante del grupo aceptó. Mientras trotaba adelante con Andy, Lansley se dio vuelta para a ver a los hombres. De hecho, eran niños, casi todos de unos 20 años. Algunos llevaban bigote para ocultar su juventud, pero el desconcierto en sus ojos los delataba. En algún lugar a la distancia se oía el tenue tick-tick-tick de las ametralladoras japonesas. Los hombres miraban con atención al perro que, ya sin correa, avanzaba por el sendero y los guiaba hacia lo profundo del inhóspito verdor. Cuando el entusiasta Andy se alejaba demasiado, Lansley emitía un leve sonido clac y el dóberman volvía a su lado. A unos 400 metros del camino, Andy se detuvo. Se dio vuelta despacio a la izquierda y luego a la derecha, como señal de alerta. Lansley hizo un gesto para que la Compañía M se detuviera. Los marines, muchos de ellos en su primera experiencia de combate, se acuclillaron, con los dedos en los gatillos de sus rifles y el corazón en la garganta. Esperaron. Todo era silencio. Por fin, Andy se relajó. El comandante estaba desconcertado. ¿Por qué los alertaba sin motivo el perro? Lansley dijo que tal vez fue un jabalí que husmeaba en la maleza. La confianza del comandante en el perro, de por sí dudosa, se tambaleó. La Compañía M avanzó.

Unos 140 metros adelante, Andy se detuvo de nuevo. Levantó su oreja buena y dejó escapar un gruñido bajo, apuntando el hocico un poco hacia la derecha. Lansley se acuclilló y lo acarició. Sentía la tensión en los músculos del perro. “Bueno, ya está”, dijo Lansley a sus compañeros marines. “Hay un francotirador allá atrás, a unos 70 metros”. El líder de la patrulla envió a Lansley y a otro soldado al frente. A lo lejos, vieron lo que Andy había detectado: dos nidos de ametralladoras enemigas. Soltaron una ráfaga de disparos que fue devuelta. El perro, conforme a su entrenamiento, retrocedió y se agachó lejos del tiroteo. Los hombres de la Compañía M se tiraron al suelo mientras la metralla pasaba por encima de ellos. El aire se llenó de humo, polvo y el estruendo de las armas de los dos países. Al perder la poca visibilidad que tenía, Lansley lanzó dos granadas hacia los japoneses. Los estallidos sacudieron el suelo. Se hizo el silencio. Aturdidos, avanzaron pasando por los nidos de ametralladoras totalmente destruidos. Todos los estadounidenses sobrevivieron. Encontraron ocho soldados japoneses muertos. De pronto, los marines se sintieron afortunados de contar con los perros.

Una carrera heroica

Andy rastreaba francotiradores y Caesar pasó a ser el medio de comunicación más veloz entre los marines. Pronto se ganó el honor de ser el primer perro de guerra en llevar un mensaje en combate real. Los hombres avanzaban centímetro a centímetro en la jungla mientras el animal corría entre la posición delantera y el puesto de mando. Hasta entonces, los japoneses solo habían apuntado contra hombres, pero al ver que los mensajeros caninos también estaban en su contra, empezaron a dispararles. Rufus Mayo, entrenador de Caesar, colocaba mensajes sobre el progreso de la compañía en su collar y los enviaba de vuelta a Johnny Kleeman. Sin importar cuánto avanzara Mayo, Caesar siempre lograba encontrarlo. Cuando los soldados recuperaron planes escritos de un oficial japonés muerto, fue Caesar quien los llevó al campamento. El segundo día hizo nueve carreras, perseguido siempre por disparos de francotiradores. Al caer la noche, los marines se atrincheraron. A lo lejos, en la selva, oían a los soldados japoneses gritar, “¡auxilio!, ¡ayuda!”. Tal vez estuvieran heridos de verdad, pero también era posible que fuera guerra psicológica. En cualquier caso, los japoneses estaban muy cerca. La emboscada era inminente. Al amanecer, los gruñidos de Caesar sobresaltaron a Mayo. El soldado raso se asomó desde su trinchera. Los japoneses se habían infiltrado y dos de ellos se dirigían hacia él. Caesar salió para interceptarlos. Mayo llamó a su compañero y vio al perro tambalearse, irse de lado y caer. En la confusión del combate, Mayo perdió de vista al perro. Al deternerse los tiros, descubrió un rastro de sangre que conducía a la selva. Encontró a Caesar al final de la línea roja, sangrando y apenas consciente. Se tiró al suelo y lo abrazó con cariño, como debieron hacer los chicos Glazer cuando era solo un cachorro. Tres marines hicieron una camilla con dos trozos de bambú y una manta. Una docena de marines se ofreció a llevar a Caesar al puesto de primeros auxilios del regimiento. Mayo y Kleeman esperaron ansiosos fuera del lugar, mientras el cirujano operaba. Salió al cabo de 20 minutos. Le había extraído una bala de la cadera, pero la otra, en el hombro, estaba demasiado cerca del corazón para arriesgarse a sacarla. La bala se quedaría, pero el médico confiaba en que el valiente perro lograría recuperarse. Caesar se mantuvo en la enfermería mientras sanaban sus heridas y los soldados, antes escépticos, le daban comida a escondidas de las enfermeras. Jack, el pastor belga, sustituyó a Caesar. Días después, él y su entrenador Gordon Wortman trabajaban en un retén con la Compañía E, que había relevado a la Compañía M, cuando los japoneses cortaron la línea telefónica. Siguió un ataque salvaje. Wortman recibió un tiro en la pierna y una bala atravesó la piel suelta del lomo de Jack. El marine cayó al suelo. Jack, chorreando sangre, se apoyó en su cuidador, gimiendo de dolor. Los japoneses estrechaban el perímetro. Sin línea telefónica ni radio para pedir refuerzos o ayuda médica, el oficial al mando le dijo a Wortman: “Su perro es el único al que podemos enviar por ayuda. ¿Lo conseguirá?”. Wortman miró al animal herido, el dolor nublaba sus ojos ingeligentes. “Creo que sí, señor”, dijo. “Tiene muchas agallas”. Wortman metió una petición de ayuda en la bolsa del collar de Jack. Después de acariciarlo, le susurró: “Contamos contigo. Repórtate con Paul”. El perro se levantó con cautela y miró a Wortman. Luego se dio vuelta hacia el camino y salió corriendo del campamento. Una ráfaga de disparos levantó el polvo tras sus talones, mientras se internaba en la maleza. La carrera a través de la jungla fue larga. El perro, cubierto de sangre y barro, apareció cerca del cuartel general a los pies de Paul Castracane, quien sacó el mensaje de la bolsa del collar y lo llevó al comandante del batallón. Luego volvió y cargó a Jack a la tienda de primeros auxilios. Pronto, los refuerzos se abrieron paso por el sendero y detuvieron el asalto japonés. Sacaron a Wortman y a otros heridos en camillas. Para todos los marines que lograron salir de la selva ese día, Jack era un héroe de guerra de primer nivel. Andy, Caesar, Jack y otros perros del Primer Pelotón de Perros de Guerra ascendieron al rango de cabo. Sus dueños recibieron cartas de reconocimiento, probablemente la primera noticia que tenían de sus perros desde el día que se embarcaron.

En total, 423 marines murieron en la toma de Bougainville, pero ninguna patrulla con perro perdió hombres. Los sobrevivientes, entre ellos Caesar y Jack, siguieron de isla en isla, luchando en Saipán, Iwo Jima y Okinawa. Otros pelotones de perros de los marines fueron decisivos en la Segunda batalla de Guam en julio y agosto de 1944. Cumplieron más de 450 misiones en la isla y 25 murieron. (En total, 29 perros de los marines perecieron en combate.) El Cementerio Nacional de Perros de Guerra, en la Base Naval de Guam, les rinde homenaje hasta hoy Cuando la guerra en el Pacífico terminó en septiembre de 1945, el Cuerpo de Marines tuvo que decidir qué hacer con los 559 perros a su servicio. Se ordenó la eutanasia. Los hombres que lucharon junto a ellos no lo aceptaron. Tras una serie de protestas, se decidió desentrenarlos y devolverlos a sus dueños. Los perros de guerra también volverían a casa.

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