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Empezar de nuevo: historias de inspiración

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Algunas personas recién encuentran el verdadero rumbo en sus vidas cuando ya han recorrido la mitad del camino.

De médico de autos a médico de personas

Andy Simmons

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CARL ALLAMBY tenía un problema: su taller mecánico. Había comenzado el proyecto cuando tenía apenas 19 años; alquiló un espacio en el garaje de un amigo y allí trabajaba solo. Con el paso de los años, el negocio creció y ahora tenía dos locales y once empleados, pero Allamby se sentía ansioso, anhelaba algo más. Al principio pensó que esa inquietud se debía a que tal vez era momento de desarrollar aún más el negocio. Y entonces, a los 34 años, este residente de Beachwood, Ohio, decidió ir en busca de un título en administración de empresas.

Sin embargo, hubo un giro inesperado en la historia: después de cursar media jornada durante los siguientes cinco años, le informaron que debía aprobar biología para obtener el título. La última clase de biología a la que había asistido había sido en noveno grado. ¿Para qué necesito biología?, pensó Allamby.

Resulta que esto fue lo mejor que pudo sucederle. La clase de biología reavivó un sueño de su niñez que había guardado en su interior. “Al final del primer día, recordé con claridad esas ganas de ser médico que sentía cuando era más joven”, comenta Allamby. “Había corrido a un costado ese sueño en algún punto entre la secundaria y el avance de la vida. Cuando eres joven sientes que puede ser cualquier cosa que desees y luego el mundo te muestra una realidad muy diferente”.

Nacido en East Cleveland, Ohio, Estados Unidos, Allamby y sus cinco hermanos fueron criados por una madre ama de casa y un padre que vendía artículos para el hogar. “Como pueden imaginarse, aquello no era una gran fuente de ingresos”, dice Allamby.

Habiendo crecido en un barrio pobre de afroamericanos, las expectativas no eran muchas y los obstáculos que impedían hacer realidad sus sueños abundaban. En la escuela no ofrecían las clases avanzadas de ciencias que podrían haberlo conducido al mundo de la medicina. Y aún si hubiera sido así, el buen rendimiento escolar podía resultar peligroso. “Podías meterte en muchos problemas solo por ser el ratón de biblioteca de la clase”, explica Allamby. “Muchas veces no llevábamos los libros de regreso a casa por miedo a que nos atacaran”. Este joven hizo a un lado entonces la idea de convertirse en médico por un plan de carrera más realista: reparar autos.

Pero fue un Carl Allamby diferente el que entró a aquella clase de biología a los 39 años. Si bien el mundo le había dado un par de palizas, no había acabado aún con él. Estaba listo para hacer realidad su sueño. Con el apoyo de su esposa y su familia, decidió dejar atrás administración y asistir a las clases de ciencias que necesitaría para una segunda carrera como trabajador de la salud. Recibirse de médico a los casi 50 años claramente parecía una locura. Decidió entonces que lo más conveniente sería formarse como enfermero, asistente de médico o terapeuta físico como su esposa.

Pero un día el profesor de química de Allamby en la Universidad Estatal de Cleveland quiso hablar con él después de clase. “Carl”, le dijo, “eres el mayor aquí. ¿Qué es lo que buscas?”.

Allamby desplegó entonces el discurso que había desarrollado para explicar que, en realidad, le hubiera gustado ser médico pero parecía más práctico no apuntar tan alto.

“¿Y por qué no médico?”, le preguntó el profesor. “Tienes una gran intuición para este trabajo. Llegarás lejos”.

Tenía razón. Allamby se destacó en todas las materias. “Fue necesario que alguien externo me mostrara aquello que yo no veía en mí”, recuerda.

Y entonces, en 2015, Allamby cortó lazos con el pasado. Remató los dos talleres mecánicos. “Vendí toda mi vida en un par de horas”, dice. “Me resultó liberador”. Y luego comenzó sus estudios universitarios en Northeast Ohio Medical University.

En 2019, a los 47 años, Allamby se convirtió en el doctor Carl Allamby. Comenzó a trabajar en el área de emergencias del centro médico Cleveland Clinic Akron General. Ahora, en su segundo año de residencia, sus compañeros no le permiten olvidar que es el más grande entre ellos. “Algunos de mis chistes de los ochenta no funcionan muy bien”, dice y se ríe.

Es un precio muy bajo a pagar por la vida que ahora sí puede llevar. “¿Cuántas personas pueden hacer algo tan nuevo y tener tanto incentivo y responsabilidad en una etapa tan avanzada de la vida?”, comenta. “Mis hijos me admiran. Son tantas las estadísticas que indican que no debería ser médico, ya sea por mi edad, mi raza, mi formación o mi carrera anterior; todas son buenas razones por las que no debería estar aquí. Y, sin embargo, aquí estoy”.

Una familia surgida del dolor

Emily Goodman

EL 19 DE OCTUBRE DE 2016, Bobbie Floyd, de 41 años, llegó al área de Penn’s Landing en Filadelfia, Estados Unidos, y soltó un enorme grupo de globos. La ocasión era más sombría que festiva; se trataba de un homenaje a su esposo en el segundo aniversario de su fallecimiento. Mientras observaba junto a sus dos hijos de 8 y 13 años aquellos coloridos objetos flotar y subir al cielo, pensaba en su ausencia y en aquel accidente de moto que le había arrebatado la vida de su compañero. Más tarde ese mismo día, sonó el teléfono de Floyd. Una trabajadora social llamaba para saber si aceptaría acoger temporalmente a dos hermanitas de 7 y 11 años. Floyd y su esposo habían conversado acerca de agrandar la familia, un sueño que ella creía frustrado luego de su repentina partida. Pero casi un año después, reconsideró la idea y se inscribió como voluntaria para recibir niños que necesitaban una familia temporal. “Me sentía sola”, dice. “Y el hogar de acogida temporal no es como la adopción. Esa era mi mentalidad en ese momento. Solo estoy cuidando temporalmente a estos niños y dándoles amor; luego volverán adónde deban ir”. Y ahora, finalmente, había recibido la llamada.

Floyd estaba feliz de recibir a ambas niñas, pero cuando abrió la puerta para darles la bienvenida, había tres niños, no dos. El hermano de las pequeñas, Lysander, de 9 años, también necesitaba una familia. Floyd aceptó recibirlo también a él. Los hermanos suelen ser separados en el sistema de acogida temporal y ella quería evitarlo aún sabiendo que solo tenía tres habitaciones.

Según lo estipulado en el acuerdo, Floyd se presentaba cada tres meses con los niños ante el juez de familia en caso de que los padres biológicos estuvieran listos para recuperarlos. En cada una de estas oportunidades, el juez extendía el acuerdo otros tres meses. Mientras tanto, cuanto más tiempo compartían los niños con Floyd, más confiaban en ella. “Escribían notas donde decían que querían quedarse aquí”, recuerda. Los meses pasaron y se convirtieron en un año. Cuando Floyd se enteró de que “sus” tres niños tenían tres hermanos más (una niña y dos varones) dentro del sistema de acogida temporal, decidió hacerles lugar en su casa. “Comenzamos a agregar camas cuchetas y preparar espacios”, comenta. Para algunos de los niños, la casa de Floyd era su noveno hogar de acogida. “No dejaba de ver cómo esta familia iba de un lado a otro dentro del sistema”, comenta. “Entonces pensé, ¿por qué no recibirlos a todos?”. Cuando Serenity, una de las tres niñas, le pidió que los adoptara oficialmente, Floyd no pudo negarse. Sus dos hijos biológicos también estaban de acuerdo.

El año pasado se oficializó la adopción para cuatro de los seis niños y el trámite está prácticamente completo para los otros dos. Entonces Floyd será madre de ocho niños de 5, 6, 9, 11, 12, 13, 15 y 17 años. “Somos una máquina que marcha sobre ruedas”, dice. “En la cocina, nos movemos rápido y coordinados. Entramos y salimos de los baños sin tardar demasiado. Hacemos que funcione”.

Apenas unos años atrás, Floyd era una madre viuda de dos niños que se sentía desolada. No puede evitar pensar que su esposo intervino en la transformación de su vida, especialmente porque recibió aquella llamada de la trabajadora social el día del aniversario de su fallecimiento. “Siento que fue él quien dijo: ‘Toma, cuida a estos niños. Deja de llorar’. Y yo estaba ocupada, pero aún así lloraba. Luego fue como si hubiera dicho: ‘Aquí tienes tres niños más. Tómalos’. Ahora no tengo tiempo para llorar, solo me río y juego y grito todo el día. Y todas las mañanas me levanto y vuelvo a comenzar”. 

Historias inspiradoras que nos envían los lectores

Soy parte de la banda

Mi cumpleaños número 50 me obligó a detenerme y evaluar mi vida. Sin grandes logros detrás de mí, aparte de haber criado un hijo maravilloso y haber ido a trabajar todos los días, necesitaba una nueva aventura en mi vida, una creativa que me diera alegría. Le dije entonces a mi esposo que armaría una banda de rock. Conseguí un bajo y, luego de algunas clases, publiqué un aviso para que otros músicos me acompañaran. Diecinueve años más tarde, nuestra banda, Friends in Sound, continúa presentándose en distintos lugares de Nueva York. La banda completó mi vida.

—Nancy Lenart Nueva York, Nueva York

Enfrenté mi adicción

Para mi esposa y para mí, este es nuestro segundo matrimonio, entre nosotros mismos. El viernes 29 de septiembre de 2017, llegué a casa del trabajo y descubrí que mi esposa me había abandonado. No lo vi venir en absoluto. Como pronto advertiría, el problema en nuestro matrimonio era yo. Reconocerlo fue el primer paso en mi proceso de admitir que era adicto a la pornografía en Internet. Si quería salvar nuestra relación, realmente debía realizar un cambio total. La primera medida fue buscar ayuda profesional. Ya han pasado más de tres años sin pornografía. Mi esposa y yo volvimos a encontrarnos luego de una separación de dos meses, pero aún quedaba una larga lista de reparaciones por hacer. Debíamos demoler nuestro primer matrimonio hasta los cimientos. Ya no hay mentiras ni secretos entre nosotros, solo la verdad honesta y valiente, aun cuando duela. Nuestro segundo matrimonio se caracteriza por una intimidad increíble que antes no existía.

—James Devine Glendale, Arizona

La magia de los niños me transformó en escritora

Cuando tenía veinte años, me mudé a un parque para remolques después de escapar de un matrimonio abusivo y sin hijos. Mientras limpiaba mi hogar y embellecía un poco el paisaje, los niños del lugar pasaban todo el tiempo por allí llenos de curiosidad por la recién llegada. Claramente deseaban atención, además de zapatos, ropa abrigada y material de lectura. Yo no podía cubrir ninguna de sus necesidades, pero sí compre una vieja estantería y algunos libros usados para niños y organicé una biblioteca en mi propio hogar. Durante las tardes frías, los niños pasaban por allí en busca de pan casero y vasos de leche, y disfrutaban una merienda mientras leían y coloreaban libros y hacían preguntas sobre la escuela, Dios, prisión, temas que tenían un impacto en sus vidas cotidianas.

Aquellos preciados días ayudaron a sanar mi corazón y finalmente me permitieron encontrar un amor libre de abusos y tener hijos propios. En enero de 2021, lancé mi novena novela, “Night Bird Calling”. Trata sobre una mujer que escapa de un matrimonio abusivo y escucha el pedido de una niña de once años que le ruega que abra una biblioteca comunitaria en su propia casa. ¡Caramba! Me pregunto cómo se me habrá ocurrido esa idea.

—Cathy Gohlke Leesburg, Virginia

Un segundo acto salvó mi vida

¿Cuántas personas pueden decir que el segundo capítulo de su vida literalmente fue su salvación? Luego de veinte años en el área del cuidado de la salud, dejé atrás el mundo corporativo y me convertí en docente de educación especial. Durante el chequeo médico obligatorio, el profesional mencionó que había detectado un bulto en la tiroides. Eso me llevó a consultar a un cirujano, quien luego de examinarme advirtió una marca de nacimiento en mi cuello que lo inquietó. Si bien había estado allí desde mi niñez, decidió extraerla. Aquella mancha resultó ser un melanoma maligno. Hace quince años que trabajo como docente y todos los días me siento agradecida por esta segunda oportunidad.

—Stacey Zegas Lawrenceville, Nueva Jersey

Adiós a las malas decisiones

Mi primer acto fue una tragedia. En mi juventud, docentes, pares y familiares me describían como una persona inteligente y amable. Desafortunadamente, tenía mucha facilidad para tomar malas decisiones, lo que me llevó a ser detenido por robo a los 17 años. Cuatro años más tarde recuperé mi libertad, pero nuevamente me detuvieron por robo a los 22 años. Esta vez, la condena fue de once años de prisión. Me costó unos años tras las rejas, pero a los 26 me di cuenta de todo lo que había dejado atrás. Había perdido tiempo y seres queridos, y lamenté el dolor que les había causado. Tenía que cambiar. Por suerte, aún tenía una sed insaciable por el conocimiento. Obtuve una certificación en eliminación de asbestos, aprendí a trabajar en un taller mecánico y me inscribí en la Universidad de Cornell. Hoy, vivo para aprender. Aún no recuperé la libertad, pero a los 30 años he desarrollado una mentalidad que no me permitirá volver a fallarme ni a mí mismo ni a las personas que amo.

—Jon Nikiteas Rochester, Nueva York

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