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Compasión por mi acosador

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Una víctima de acoso se pregunta si acosadores como el suyo merecen el castigo que suelen recibir.

De pequeña, era un blanco fácil para las
burlas en el recreo: inteligente, insoportablemente respetuosa con las reglas,
nada bonita. El atormentador que recuerdo con más claridad no fue el primero,
ni el último, pero sus ataques convertirían a los demás en simples anécdotas.

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Estuvo en mi clase durante años. En las
fotos del curso, su rostro es redondo y casi angelical, pero lo recuerdo
desencajado cuando me lanzaba insultos y me mandaba callar, cuando se daba
manotazos en el pecho con las manos y lloriqueba representando cómo reaccionaba
yo. Nos sentaban uno junto al otro año tras año, y cuando me quejé, uno de mis
profesores dijo que quizá podría ser «una buena influencia para él».

Pero no funcionó. Su madre, que era mi
entrenadora de softball, me llevaba al entrenamiento cuando mi madre soltera no
podía. Sentada en la parte trasera del auto de su madre, después de que mi
equipo perdiera un partido, me dijo: «Apestas. Cierra las piernas”. En un
acto reflejo, le obedecí. Cuando su madre subió al auto, ajena a lo que había
ocurrido, él seguía doblado de risa. Yo tenía diez años.
 

Cuando volvía a casa llorosa y desgarrada tras una de las agresiones de mi acosador, me
consolaba con la idea de que un día sería feliz y tendría éxito y mi acosador
no. Interioricé el lugar común usado para calmar a todos los niños acosados de
mi generación: el universo impartiría algún tipo de justicia kármica.

La idea está en todas partes: Biff Tannen
encera el auto de George McFly al final de Regreso al futuro, tras haber sido
sometido a golpes (literalmente) años antes. En Historias de Navidad, tras años
de acoso, Ralphie explota y ataca a Farkus, que acaba lloroso y sangrando.
Regina George, la maquiavélica y popular reina de Chicas malas, renuncia a su
corona de acosadora tras haber sido humillada en público dos veces y aplastada
por un ómnibus.

En la actualidad, abundan en Internet las
historias de acosadores que reciben su merecido, desde videos virales de niños
que se defienden hasta hilos de Reddit que describen la justicia impartida a un
hostigador.

«Es una historia muy antigua: la idea
de que los matones reciban su merecido», dice Meghan Leahy, consejera
escolar y formadora de padres. «A una parte muy humana de nosotros le
gusta la venganza».

Parece justo, ¿verdad? Después de todo,
los matones son los malos. Según un estudio de 2014 que recopiló datos de más
de 234.000 adolescentes y niños, las víctimas de acoso escolar tienen más del
doble de probabilidades de pensar en suicidarse que sus compañeros no acosados.
Otros estudios han demostrado que las personas acosadas tienen más
probabilidades de tener baja autoestima, ansiedad, inclinación a consumir
alcohol y drogas, y son más propensas a sufrir problemas físicos como dolores
de cabeza y trastornos del sueño.

Durante el período en que fui acosada, mi madre luchaba con su propio abuso a manos de un hombre con
quien llevaba varios años de relación. Él oscilaba entre lo encantador y lo
volátil. Gritaba, tiraba muebles y otros objetos, hacía agujeros en las paredes
de la casa y arrancaba las puertas de sus bisagras.

En esa época, jamás había visto al novio
de mi madre pegarle, pero mi acosador, que vivía cerca, lo había visto sacarla
del auto y tirarla al suelo. Al día siguiente en el colegio, contó la historia
a todos los que podían escucharlo. Se reía mientras la imitaba, tumbada en el
suelo gimiendo. Hasta ese momento, le había creído a mi madre cuando me decía
que tenía la cara golpeada porque se había «golpeado con una puerta».
 

Al pasar los años, las promesas de
justicia kármica
que me hicieron en la infancia se
hicieron realidad. Fui a la universidad con una beca. Me licencié con muy
buenas notas y me convertí en escritora. Mi madre por fin se liberó de su
relación abusiva. Decidida a no seguir sus pasos, busqué a hombres amables que
nunca gritaran. Me casé con alguien maravilloso. Todo resultó mejor de lo que
me hubiera atrevido a esperar.

A veces buscaba a mi acosador en Internet,
decidida a ver el final prometido de mi historia y saborear todas las formas en
que mi vida era mejor que la suya. En 2010, tras años sin encontrar nada, un
amigo me contó que habían asesinado a mi agresor en su casa, cerca de donde
crecimos. Intrigada, estudié en detalle todas las noticias que pude encontrar.
Vendía marihuana y lo mataron en un robo que salió mal. Uno de los asesinos
había sido su amigo de la infancia.

Leí que había previsto un ataque. Sus
amigos dijeron que estaba tan aterrorizado en las semanas previas a su
asesinato que dormía con un martillo bajo la almohada. Me obsesionaba imaginar
cómo habrían sido sus últimos momentos, lo asustado que debió estar. Lloré por
el chico que me había hecho tanto daño.

Tuve que preguntarme: ¿qué destino me habría parecido suficiente castigo? ¿Estaría
satisfecha si solo hubiera fracasado o sido infeliz? ¿Con qué condena nos
sentimos tranquilos para los abusos de un alumno de quinto grado? ¿Cuál es el
plazo de prescripción para la venganza?

Había deseado que la vida de mi acosador
fuera infeliz, pero cuando realmente sucedió, no sentí que se hubiera hecho
justicia. Fue como ver caer un edificio a cámara lenta. Los cimientos se habían
agrietado mucho tiempo atrás.

En los últimos años, nuestra cultura ha
comenzado a ver el acoso escolar como un problema grave, cuyas víctimas
necesitan ayuda, apoyo y protección. Pero si las personas sensatas quieren
considerar el acoso escolar como un problema social, deben ver los matices. Observe
a cada agresor y a su víctima y a menudo encontrará no a uno, sino a dos niños
que necesitan ayuda.

Al crecer, a los agresores les resulta
difícil conservar un trabajo, suelen tender al alcoholismo y la drogadicción y
son más propensos a tener problemas con la justicia. Una gran cantidad de
acosadores también son víctimas de acoso.

La idea de que los agresores pueden ser
más que villanos unidimensionales es difícil de tragar, en especial para
quienes hemos tratado con ellos. Jamás habría imaginado sentir empatía por el
chico que me hizo la vida imposible, o por ningún matón.

Mi acosador, que me ridiculizaba por tener
una madre víctima de violencia doméstica, murió a los 25 años. Pienso en su
enojo, en sus dificultades en el colegio, en su ira desenfrenada; todo a la
tierna edad de 11 años. Pienso en el cuento que suelen contarnos de niños, que
nuestra vida será maravillosa y la de los acosadores no, y veo el error de
creer que un niño con problemas merece un destino terrible.

«Ignóralo y te dejará en paz»,
me decían los adultos. Al final, tuvieron razón.
 

Washington
Post (22 de febrero de 2018), © 2018 by Washington Post, washingtonpost.com

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