Ante la perspectiva de perecer congelado en la montaña, el esquiador no tenía más remedio que tirarse al vacío.
Tom Murphy bajó de la aerosilla y dio un salto de gusto. En todas direcciones se veían cumbres alpinas con deslumbrante nieve virgen.
Era el 2 de marzo de 2007, último día de sus vacaciones en la estación de esquí francesa Les Deux Alpes. Decidido a aprovecharlo al máximo, este plomero londinense de 30 años se había levantado temprano para ir a la montaña, mientras su compañero de viaje seguía durmiendo bajo el efecto de las cervezas de la noche anterior.
Luego de dos trayectos llevado por automovilistas y uno en ómnibus, a mediodía llegó al Dôme de la Lauze, una cumbre de 3.550 metros de altitud de la que baja una de las pistas de esquí más altas de Europa.
Se fijó la tabla a sus botas, alineó los hombros con ella y, con un hábil movimiento de rodillas, salió disparado cuesta abajo. Mientras el aire frío le aguijoneaba las mejillas y la tabla silbaba al viento, Tom empezó a dibujar magníficas eses en la ladera.
Pensaba alejarse de la ruta marcada y esquiar a campo traviesa un kilómetro y medio hasta una estación de aerosillas donde había estado el día anterior con amigos. Al toparse con una cuerda con señales de advertencia colgadas, pasó por debajo sin hacer caso. Sabía que era arriesgado salir de la pista, pero le parecía más divertido, y las condiciones eran perfectas.
Sin embargo, poco después desconoció el terreno y perdió la confianza. Las aerosillas no aparecían por ninguna parte y tampoco veía a nadie. Redujo la velocidad y al fin se detuvo. ¿Estaría perdido?
Entonces sintió que la nieve se movía bajo sus pies. A ambos lados de su tabla vio abrirse una grieta que atravesó la ladera como un rayo. Por un instante le pareció que el mundo se sostenía en vilo, y luego se vino abajo estrepitosamente. Empezó a rodar y a dar vueltas; comprendió que estaba en una avalancha.
Hombre alegre y lleno de energía, rubio y de vivaces ojos azules, Tom vivía para los deportes extremos; tenía una moto y jugaba fútbol semiprofesional tres veces por semana. En un viaje alrededor del mundo practicó el paracaidismo, el descenso de rápidos y el salto con cuerda elástica. Se había hecho aficionado al snowboard mientras entrenaba futbolistas en los Estados Unidos como parte de un curso de deportes. Quería probar después el salto en paracaídas desde acantilados y edificios. Sus amigos lo apodaban Muñones porque era algo corto de piernas.
Aunque tenía un enorme tatuaje en un bíceps, era un hombre serio: terminó el secundario mientras trabajaba como albañil, y dos años antes había vuelto a la escuela para estudiar plomería. Junto con sus hermanos, estaba restaurando una casa en las afueras de Londres. Tomar esas vacaciones en Francia con su compañero de escuela Elliott Garrett había sido una decisión tan repentina que ni siquiera había avisado a su novia ni a su familia en dónde se hospedaría.
Ahora, mientras rodaba cuesta abajo en la vorágine de nieve, pensó a toda velocidad qué hacer. Cuando sintió que recuperaba la vertical, instintivamente alineó la tabla y estiró las piernas. La tabla cayó en nieve firme y el impulso lo arrojó a un costado, fuera del alud.
Al ver que se acercaba peligrosamente a una roca, se aferró a una grieta con las manos enguantadas. Colgando boca abajo, vio pasar la avalancha con un bramido.
Miró entonces cuesta arriba: el alud lo había arrastrado centenares de metros. La ladera, ahora despojada de nieve, era un angosto valle de roca desnuda. Imposible volver atrás.
Con la tabla como precario punto de apoyo, soltó una mano y sacó una radio portátil de su bolsillo.
—¡Hola, hola! —dijo—. ¿Elliott, me oyes? ¡Alguien, ayúdeme!
No obtuvo respuesta. ¿Estaría fuera del alcance? Revisó su teléfono celular: no tenía señal.
Durante 10 minutos analizó sus opciones. ¿Sentarse a esperar? Nadie sabía dónde estaba, y era improbable que los socorristas vieran sus huellas en la nieve.
Divisó entonces un camino al fondo del valle. Debo llegar allí, decidió.
Luego de girar para quedar mirando cuesta arriba, se soltó de la piedra. A sus pies se abría una pendiente de hielo, nieve y roca que le pareció vertical. Sería el descenso en snowboard más peligroso de su vida. Respiró hondo y se dijo: “Tú puedes”.
Balanceándose para hundir los bordes de la tabla en la nieve y aumentar la adherencia, bajó en una espeluznante serie de saltos. Al principio era casi emocionante, como lanzarse de un edificio en cámara lenta, pero luego la pendiente se hizo más empinada y la tabla empezó a chocar contra las rocas. Algunos saltos eran de casi cinco metros y debía amortiguar los impactos doblando las rodillas. Quedó vapuleado y lleno de moretones, pero se mantuvo en pie. Después de todo, no era tan malo ser algo corto de piernas.
Descendió unos 400 metros en 15 minutos, llegó a un peñasco que sobresalía horizontalmente de la ladera y se detuvo sobre él. Jadeando, se apoyó contra la ladera, dejó colgar las piernas por el borde del peñasco y miró a su alrededor.
A la derecha, la cuesta descendía como un tobogán; a la izquierda había un glaciar con un gran hoyo. Al oír ruido de agua corriente, Tom se asomó con cautela por el borde para mirar dentro: era una cascada de agua helada. Caer allí era una muerte segura. Volvió a avistar el camino al fondo del valle, esta vez más cerca, pero el peñasco saliente ocultaba lo que tenía debajo. Asomándose más alcanzó a ver un precipicio unos 25 metros más abajo, erizado de afilados riscos. Estremecido, volvió a ponerse a salvo contra la ladera.
Comprimiendo puñados de nieve formó varias bolas de hielo y las lanzó hacia abajo. Las bolas se deshicieron en el suelo con un ruido inquietante. No hay más que roca, dedujo.
Volvió a reflexionar sobre su situación. Nadie sabía dónde estaba y podían pasar horas antes de que empezaran a buscarlo; la radio y el teléfono no funcionaban. En el fondo, sabía lo que tenía que hacer. El riesgo era enorme, pero no tenía alternativa.
Sabiendo que si se mataba encontrarían el teléfono en su cuerpo, escribió un mensaje de despedida:
Si leen esto será porque habré muerto. Yo elegí mi destino.
Estoy helándome, sangrando y muy asustado.
Espero aquí sentado a que caiga la nieve y me arrastre.
Decidí tratar de volver al lado de mis seres queridos.
Sepan que no quisiera estar aquí, sino en casa con ustedes.
Los quiero a todos. Si por casualidad salgo con vida,
no volveré a hacer esto jamás.
Dios, perdóname por todos mis errores. Adiós.
Permaneció dos horas en el peñasco buscando alguna otra salida, pero no la había. Era saltar o morir.
Palmo a palmo, volvió a acercarse a la orilla. Un milímetro más y salto, se dijo, pero luego: Sólo uno más…
No estaba tan aterrado desde el día en que saltó 135 metros con cuerda elástica desde un teleférico en Nueva Zelanda. Esta vez la caída sería libre, sin idea de lo que había abajo y sin posibilidad de volver atrás.
Tom alzó un poco las piernas y tomó impulso. “¡Ay, no!”
Cayó como un plomo, conteniendo el aliento, con los párpados apretados y la ropa ondeando al viento, y se preparó para el impacto.
Dio con los pies en el suelo y se derrumbó a un costado. Estiró una a una las extremidades: estaba bien. Aturdido, miró cuesta arriba y vio una cortina de carámbanos. Había caído en la cuenca que la cascada había formado antes de congelarse. La nieve era allí tan profunda que había amortiguado su caída.
Forzándose a olvidar el dolor que sentía en todo el cuerpo, avanzó gateando hasta sentarse en la siguiente cornisa. Ya estaba lo bastante cerca del camino para distinguir los colores de los autos. Volvió a armarse de valor, saltó y esquió cuesta abajo esquivando las rocas y aprovechando la poca nieve que quedaba.
No tardó en llegar a otra cornisa y se detuvo. Aunque no alcanzaba a ver lo que había abajo, el precipicio le parecía aún más alto que el anterior. Agarrándose a una cuerda corta atornillada por alpinistas a la roca, se asomó para ver algo más, pero era imposible.
Intentó trepar por la cuerda, pero no tuvo fuerzas. No podía trepar ni sostenerse.
A la cuenta de cinco me suelto, se propuso, pero no lo hizo. Mejor espero a que pasen dos autos, y cuando el segundo se pierda de vista, me suelto…
Cuando vio pasar dos vehículos, cerró los ojos y rezó: Por favor, déjame volver a ver a mi familia. Entonces se soltó y cayó al vacío.
Se dio en la cabeza con una roca saliente y en el cuerpo con varias más, y cayó pesadamente, pero otra vez en la nieve. Aquejado de un fuerte dolor en la baja espalda, notó que no tenía sensibilidad ni movimiento en las piernas. La cabeza le palpitaba y le corría sangre por el cuero cabelludo. Pero no estoy muerto, pensó.
Balanceándose hacia delante con los antebrazos y arrastrando las piernas llegó al borde y miró hacia abajo. Si logro deslizarme por aquí, puede que sea más fácil seguir, se dijo.
Se equivocó. Cayó unos nueve metros y golpeó una cornisa un poco más larga que su tabla. Más abajo, la montaña se volvía aún más escarpada. Se apoyó contra la roca. Era el final.
Durante una eternidad, les hizo señas y les gritó a los autos, pero nadie lo vio. Cuando oscureció, Tom trató de llamar la atención de los conductores con la luz de su teléfono. Nada. Escribió otro mensaje:
Son las 8 de la noche. Llevo dos horas varado en la falda de la montaña.
Tuve suerte con los últimos saltos, pero creo que me rompí la pierna izquierda.
Ya es de noche y voy a morir congelado si no me rescatan pronto.
Reciban mi cariño todos mis conocidos.
Voy a cerrar los ojos. Espero que algún día pueda volver a abrirlos.
Los quiero a todos.
Solo, rendido y helado, se abandonó al sueño, pero en seguida reaccionó con un sobresalto. ¡No voy a rendirme! Juntando nieve y moldeándola, se hizo un asiento para apoyarse contra la ladera y reducir el peso sobre la cornisa.
Mientras jugueteaba nerviosamente con el teléfono, vio la palabra “Redes” y la seleccionó. El teléfono empezó a buscar sintonía. De pronto aparecieron las siglas SFR, de una empresa de telefonía móvil francesa, su último mensaje se transmitió a su familia y a su novia en Londres, y ellos avisaron a la policía, a Scotland Yard e incluso a Interpol.
Mientras, Tom marcó el número de su amigo y le dijo:
—¡Elliott, soy yo! Estoy atrapado en la montaña. ¡Si no me sacan de aquí me voy a morir…!
Elliott, topógrafo de 30 años originario de Weybridge, se había pasado el día tratando de comunicarse con Tom por radio. Ahora, mientras cenaba en un restaurante, pensó que su amigo estaba bromeando.
—Entonces estás vivo —replicó—. ¿Dónde te habías metido?
—Estoy en un grave problema, en serio. Tienes que ayudarme.
—No seas pesado, que me estoy comiendo una deliciosa crème brûlée.
Siguió tomándolo a broma hasta que Tom dijo algo muy extraño:
—Quiero dejarte mi bicicleta.
Elliott notó entonces que su amigo estaba sollozando. Comprendiendo al fin, le dijo que colgara para no gastar la pila e hizo que el hotel llamara a la policía y al servicio de rescate. Con un mapa calculó dónde podía estar y acudió al camino encendiendo y apagando las luces. Al verlas, Tom volvió a llamarlo por teléfono.
Elliott vio agitarse una luz a gran altura en la silueta negra de la montaña.
Horas después de la medianoche un helicóptero de rescate aterrizó junto a la luz del teléfono de Tom y lo llevó al hospital. Estaba hipotérmico y tenía las piernas entumecidas porque se había roto el coxis. “Tuvo mucha suerte”, dijo su socorrista, Hervé Labarde.
Más tarde, sentado en la bañera, y al otro día, de camino a casa, Tom no podía creer que se había atrevido a saltar por el precipicio. Su padre, Kevin, lo recibió en el aeropuerto.
—¡Cómo se te ocurre? —exclamó.
Mientras se abrazaban, Tom pensó: Ahora sé por qué lo hice.