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En balsa por el Nilo

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Recorré uno de los ríos más exóticos de la mano de estos aventureros.

“Miren esto”, alerta Speaks. Se abre paso a través de una maraña de equipos polvorientos y levanta un tubo arrugado de aluminio. “Esto era el armazón de una balsa. Un hipopótamo mordió mi equipo en Omo [un río en el sur de Etiopía] el año pasado. Abrió la boca y así como si nada, succionó un tubo entero. Uno de sus colmillos se atascó en el armazón. Nos sacudió como si fuéramos ratas”. Arroja la pieza inútil sobre una pila de basura en una esquina. “Finalmente tuve que clavarle un remo en la boca para que nos soltara”.

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“Llegué aquí justo ayer —continúa— y, por lo que puedo ver, ninguno de nuestros permisos está en orden. Mañana nos reunimos con el Ministerio de Defensa”.

Durante varios meses, Etiopía y Eritrea han estado luchando por un disputado triángulo de tierra, atacándose con lanzacohetes, bombas y jets. Nuestra ruta a lo largo del Nilo Azul pasa por debajo de un puente que conecta Addis Abeba con el frente de guerra. Es un punto de suministro esencial para el ejército. Se dice que el puente está repleto de soldados con órdenes de disparar a cualquiera que se acerque.

Después de algunos días, llegan los otros miembros del equipo: la fotógrafa Nevada Wier, la paramédica Kate Dernocoeur, la escritora Virginia Morell y el camarógrafo Mick Davie, y el ritmo de los preparativos se acelera.

El Nilo Azul, o Abay Wenz, como se lo conoce localmente, traza un cañón semicircular en la meseta de Etiopía, una zanja profunda que primero se dirige al sur, luego gira hacia el oeste y finalmente enfila hacia el norte a medida que las aguas fluyen por las calurosas llanuras de Sudán. Aparentemente calmo en su origen, el río que sale del lago Tana cae 1.800 metros en su viaje hacia el mar. Después de sólo 40 kilómetros, las aguas se vuelcan estrepitosamente sobre una plataforma volcánica, en las cataratas de Tis Isat.

Esto marca “el fin de toda la calma en el Nilo Azul”, escribe Alan Moorehead en su libro The Blue Nile su historia definitiva sobre el río. De aquí en adelante, “se agita con demasiada rapidez como para que cualquier embarcación pueda mantenerse en la superficie”. Durante los siguientes 400 kilómetros, el río yace escondido en un cañón que alcanza un kilómetro y medio de profundidad y 24 kilómetros de orilla a orilla.

Después de salir del cañón, el Nilo Azul serpentea por las llanuras sudanesas. Más adelante, se encuentra con el Nilo Blanco en Jartum. Llamados de esa manera por el color de sus respectivas aguas, estos dos grandes ríos discurren paralelos por kilómetros y se mezclan en lentos remolinos vertiginosos, una visión que los poetas árabes llamaron “el beso más largo de la historia”.

Un equipo dispar de ayudantes, mulateros y guardias armados nos acompaña en nuestro viaje hacia el río. Son Amhara, un pueblo semita de piel clara que comparte ascendencia árabe y africana y que habita la región montañosa central. Usan pequeños pantalones cortos, viejas camperas, mantas color esmeralda sobre sus hombros como si fueran togas, y recorren descalzos los senderos embarrados. Llevan cordones negros alrededor del cuello, que indican que son cristianos pertenecientes a la Iglesia Ortodoxa Etíope.

Nuestra expedición se programó para coincidir con el final de las lluvias estivales, momento en el que las tumultuosas aguas transportarán las balsas con rapidez. Pero con las inundaciones, los primeros 50 kilómetros del cañón se vuelven una infranqueable caldera de aguas bravas, una verdadera trampa mortal. Debemos pasar esta sección. Michael Borcik, el guía a cargo de nuestra tercera balsa, se encontrará con nosotros en las ruinas de un antiguo puente y traerá las balsas y los armazones pesados desde una aldea cercana, en burro.

La fuerza del Nilo Azul es inmensa. Contenido por rocas negras volcánicas, fluye con furia a través de una zanja de menos de 30 metros de ancho. “El agua aquí es 15 metros más baja durante la estación seca”,  grita Zelalem, nuestro intérprete amhárico por encima del rugido del agua. Ahora es un torrente rabioso, imposible de cruzar.

El puente donde debemos encontrarnos con Borcik se ubica río arriba entre las sombras. Estribos de ladrillo y argamasa se elevan desde ambas márgenes y se extienden unos en dirección a los otros, pero nunca se encuentran. Una cuerda de cáñamo se extiende a lo largo del espacio de diez metros y equipos de hombres cargan a los lugareños a través de él. Los pasajeros trazan un sendero sobre las aguas turbulentas, suspendidos sólo por una soga alrededor del pecho.

Nuestro equipo de rafting llegó a la costa opuesta. Después de cruzar con la cuerda, Speaks y yo nos unimos a Borcik, y los tres equipamos las balsas mientras las explosivas aguas las tiran de un lado al otro. Al anochecer, terminamos y llevamos las pesadas embarcaciones de regreso al área más alejada.

Solos en el segundo bote, Mick y yo revisamos atentamente la costa buscando señales del cocodrilo que emprendió la retirada. De pronto, levanta la cabeza del agua directamente delante de nosotros, con la boca abierta y moviéndose rápidamente. De pie en la proa, Mick enrolla una revista húmeda y comienza a dar golpes frenéticos contra el tubo de la balsa. Esto alcanza para asustar a la enorme bestia que se sumerge en el último instante. Parado en el delgado piso de goma de la balsa, siento las escamas en su lomo mientras pasa por debajo de nosotros. Sale a la superficie una vez más, a la distancia, río abajo, y luego desaparece para siempre. Speaks, quien vio más de cerca al animal, calcula que tiene cinco metros y medio de largo.

El valle continúa ensanchándose y los campos bordean la ribera del río. Vemos hombres arando y plantando debajo del sol abrasador. Algunos trabajan con panales de abejas, otros dirigen el ganado. Cuando nos ven, corren hacia el Abay, con el rostro iluminado.

“¡Tena yistilegn!” (Que Dios les dé salud de mi parte), gritan los hombres, blandiendo herramientas rudimentarias en el aire.

Nosotros respondemos “indemin adderachihu” (Buenos días para ustedes). Muchos de ellos nos persiguen, gritando frases de bienvenida. Otros se quitan la ropa y simplemente se meten al río y nadan detrás de nosotros. Cuando atracamos, un desfile de hombres emerge de las aguas. Ansiosos, colman de preguntas a Zelalem. Cuando Zelalem se refiere a nosotros con la palabra ferenjoch (extranjeros), un anciano que se encuentra entre nosotros retrocede sorprendido.

“¿Ellos son ferenjoch?”, pregunta mientras nos observa de arriba a abajo. “Nunca antes había conocido a un ferenji. Ni siquiera sabía cómo lucían”. Se produce una larga pausa antes de que el hombre continúe. “Este es un día feliz. Ahora puedo morir. Mis hijos le contarán a sus hijos sobre este encuentro”.
Pasamos a un grupo de arrieros, cuyo ganado huesudo se da empujones en el barro a la ribera del río. Cuando atracamos, hombres y niños rodean nuestras balsas y con entusiasmo explican que su aldea ya perdió 20 animales este año a causa de los cocodrilos.

Río abajo, nos encontramos con otro grupo de hombres que trabaja a la sombra de una higuera. Regresan del mercado, a cinco días de caminata de dis- tancia, con manadas de animales. Los hombres amarran atados de madera a cabras y burros para crear rudimentarios flotadores. Finalmente, empujan a los animales que no dejan de balar dentro del agua y los hombres saltan detrás de ellos. La corriente se los lleva.

Me desplazo junto a un hombre que lucha por cruzar el río. Con un brazo nada y con el otro sostiene tres cabras atadas por el cuello. Gorgoteando y ahogándose por el miedo, los animales luchan por mantener la boca por encima del nivel del agua. Llegar al otro lado toma apenas cinco minutos pero requiere de toda la fuerza del hombre; y durante todo el trayecto, está en peligro de ser atacado por un cocodrilo. No puedo evitar pensar en las diferencias de nuestra existencia. Cuando su familia necesita carne, debe partir en un peregrinaje peligroso de diez días. En casa, yo voy al supermercado y en minutos puedo encontrar casi cualquier cosa que desee, aunque raramente contemplo los lujos de esta comodidad.

Después de siete días en el río, nos acercamos a Abay Dildiy, el puente de autopista que lleva a la frontera con Eritrea. Remando con precaución en la curva final, nos mantenemos cerca de la orilla, ocultos por el follaje.  El puente está a alrededor de un kilómetro de distancia. Al observar la estructura con binoculares, diviso soldados que caminan por la plataforma superior con armas colgadas del hombro.

Nos alejamos de la orilla, navegando cuidadosamente en río abierto. Ahora pueden vernos, tres balsasque flotan en el centro del río sereno y marrón. Pero los soldados simplemente nos saludan con la mano.

Más allá del puente, entramos en una tierra sin señales de vida humana. La fauna silvestre es más prolífica. Dik-diks y saltarrocas (pequeños antílopes con hocicos cortos y puntiagudos y ojos grandes) beben en la orilla del río. Colobos blancos y negros se balancean en las ramas de los árboles. Nos acercamos lentamente a un tronco cuando de pronto algo exhala explosivamente. Me echo hacia atrás con los remos y un hipopótamo se levanta del agua con sus ojos concentrados en los míos. Un pequeño bebé gris emerge junto a su madre y gruñe. Los dos desaparecen en un remolino.

Abejarucos verde-esmeralda se lanzan sobre el río y una serie de aullidos que se convierten en carcajadas revelan un cálao gigante. Colonias enteras de tejedores amarillos y negros se elevan al unísono mientras pasamos, batiendo sus brillantes alas. Al atardecer vemos una leona solitaria que atraviesa al trote las llanuras distantes. En el campamento cercano a la playa se ven huellas dejadas por babuinos y junto a mi carpa hay una marca inconfundible del vientre de reptil escamado de un cocodrilo. A medida que cae la noche, el llanto sobrenatural de un gálago hace eco por la jungla. Algún tiempo después, una hiena distante aúlla con una risa escalofriante.

Llegamos a la desembocadura de la Garganta Negra. Durante los siguientes cinco días nos enfrentaremos con las aguas bravas más constantes del viaje; ya que no existen descripciones detalladas de los rápidos, tendremos que tantear nuestro camino río abajo.

La garganta se revela como un valle pronunciado en forma de V. Un espeso bosque se eleva por encima de nuestras balsas, y crece sobre pendientes demasiado empinadas como para escalar a pie. Inmensos bloques de mármol y gneis yacen en desorden a lo largo de la ribera, y convierten el río en un estrecho pasaje. Los primeros rápidos que encontramos son grandes y violentos, pero poco complicados. Formados por estrechamientos en las costas, el agua se acumula y luego fluye sobre una saliente suave en una confusión de olas.

“¡Hacia el centro!”, grita Speaks mientras levanta el brazo en señal de aliento. Tomamos los remos y aceleramos hacia el corazón de esa montaña rusa. Algunas olas explotan más de cinco metros hacia arriba, fácilmente podrían voltear una balsa que estuviera en la posición incorrecta.

Continuamos moviéndonos cuidadosamente por la garganta, y evaluamos cada rápido al que nos acercamos. Hay muchas pendientes ocultas y enormes salientes que nos obligan a detenernos y tantear el río. Avanzamos con dificultad a lo largo de las rocas de la costa, mientras espantamos grandes lagartos varánidos que se deleitan al sol, y planeamos nuestra ruta cuidadosamente. En una de las pendientes más grandes, río abajo, un remolino enorme cubre casi tres cuartos del ancho del río. La potente hidráulica atrae espuma, restos flotantes y cualquier cosa que capture hacia la sección más violenta del rápido. Para evitar ser atrapados por el remolino, tendremos que desplazarnos hacia la izquierda del curso de agua, a través de turbulentas olas.

Mientras miro detenidamente el remolino, un inmenso cocodrilo se arrastra hasta la arena de la orilla y se acomoda para tomar sol mientras lentamente abre la mandíbula. El remolino es casi con seguridad el área de caza personal del cocodrilo, donde se da grandes banquetes con los animales muertos o moribundos que flotan río abajo. Yo he visto la fuerza con la que los cocodrilos se lanzan al agua desde la orilla. Golpean el río como misiles y se desplazan a toda velocidad tras su presa. Nadie puede caer de las balsas aquí o se convertirá en carnada para el cocodrilo. Y el hecho de que la balsa se voltee es algo totalmente inconcebible.

Después de lograr salir de allí, nuestras tres balsas se alinean una detrás de la otra mientras nos desplazamos despaciosamente hacia la orilla. Mientras la primera balsa comienza a deslizarse sobre la pendiente, me doy cuenta de que el rápido es más grande de lo que habíamos calculado. Dos olas espejadas se unen en un largo embudo con forma de V a la entrada de la turbulencia, y hacen que el bote de Speaks se vea muy pequeño. Él rema con fuerza en la ola del lado izquierdo, con la intención de escapar de este brazo de agua uniforme, pero sólo logra pasar la mitad. Luego, la balsa se mueve con hacia el costado como si estuviera sobre una cinta transportadora, directamente hacia la confusión que intentamos evitar.

Con sólo unos segundos, me paro y me inclino sobre los remos con todas mis fuerzas. Mi bote comienza a cobrar velocidad lentamente, choca contra una ola prominente y queda en la cima. Borcik nos sigue de cerca. Río abajo, Speaks lucha en medio de aguas turbulentas, y logra maniobrar su balsa hacia la margen izquierda del río y así evitar el remolino gigante. Las tres balsas salen disparadas y mientras giramos en las espirales río abajo, miro hacia atrás a las playas cubiertas de arena. El cocodrilo no está por ningún lado.

Diecisiete días después de haber comenzado con nuestro viaje, llegamos a un segundo puente de autopista que cruza el Nilo Azul, Gumare Dildiy (Puente del hipopótamo). Mientras atracamos la balsa, Zelalem se trepa a la orilla y desaparece en busca de un traduc- tor que hable con fluidez los dialectos locales. La región montañosa quedó atrás y adelante, el río se extiende lento y suave a lo largo de planicies cubiertas de hierba, hacia Sudán. Esta es la tierra de los Gumuz, un pueblo nilótico de piel caoba con rostro ovalado y ojos oscuros. Hay pocos diarios de viaje sobre este rincón remoto de Etiopía y nadie sabe cómo nos recibirán.

La Garganta Negra, una barrera natural para navegar, creó una abrupta división etnográfica. Ya no se ve la piel clara de la región de Amhara. Las armas, siempre presentes, también desaparecieron, reemplazadas por lanzas de bambú. Los hombres tienen dagas sujetas en los bíceps lisos, sostenidas con vainas de piel de serpiente. En la región montañosa, el teff (un grano) cubría cada centímetro de tierra cultivable.  Ahora, no se ve por ningún lado. En su lugar, cultivos de sorgo, calabaza, tabaco, algodón, lino y pimientos brotan a lo largo de la orilla, plantados en el barro del Abay  que está en retroceso.

Los Gumuz habitan una tierra muy aislada de las influencias de los tiempos modernos. A la mañana siguiente nos encontramos con una niña pequeña que camina a lo largo de la orilla. Al ver nuestras balsas, rompe en llanto, deja caer la canasta que tiene en la mano y sale corriendo. Minutos después, aparece un grupo de hombres con lanzas. Claramente, ver nuestras balsas los sorprende, pero a pesar de su miedo, nos saludan con la mano. “Mi hija nos dijo que unos gansos gigantes estaban volando río abajo”, un hombre le explica a Melese.

“¿Esos son aviones?”, pregunta otro, señalando nuestras balsas. Él escuchó que los ferenjoch siempre viajan en aviones.

Pronto, toda la aldea se reúne en la orilla y se concentran alrededor de las balsas. Algunos se suben abordo, curiosos y desinhibidos. Se prueban nuestros chalecos salvavidas, hurgan en las bodegas y saltan alegremente en los tubos de las balsas. La mayoría está descalzo y con el torso desnudo, con sólo unos pantalones cortos desgastados sostenidos por capas de parches. Algunos tienen camisetas desgastadas y raídas por años de lavado a mano. Distingo palabras que parecen decir AfricAid 84 a lo largo del pecho de un hombre. Las mujeres llevan los senos al descubierto y usan joyas coloridas y decorativas. Usan cuentas que cuelgan de su cabello trenzado, pulseras de cobre alrededor de las muñecas y los tobillos y largas varas de marfil y hueso perforan sus fosas nasales. Los desechos de la sociedad occidental son algunos de sus adornos: el extremo colgante de un cierre Levi’s se utiliza como aro, un bolígrafo perfora el lóbulo de una oreja.

Faltan menos de 300 kilómetros para llegar a la frontera sudanesa y cada mañana nos levantamos al alba, cargamos nuestras balsas y navegamos a través de tierras cálidas y secas. Pasamos por esporádicas aldeas, de las cuales la más grande tiene más de 100 tukuls (chozas redondas hechas de postes de eucalipto con techos de hierba) y una rudimentaria escuela. Aquí, después de asegurar mi balsa, salto a la orilla y voy a caminar solo mientras los otros socializan con la multitud reunida.

Al fondo de la aldea me encuentro por casualidad con tres niños que juegan con una cabra a la sombra de un árbol. En el instante en el que me ven, todos se ponen a llorar y corren espantados. Después de un rato, la curiosidad los hace regresar. En un abrir y cerrar de ojos, están sentados en mi rodilla, tirando de mis pulseras. Uno examina el contenido del bolso de mi cámara, mientras los otros dos se turnan para mirar a través de mis binoculares.

De pronto, me doy cuenta de que alguien nos observa. Al mirar hacia arriba encuentro una adolescente, desnuda, a no ser por un pequeño trozo de tela bordada que lleva alrededor de la cintura. Su piel es suave y está cubierta con aceite y su cabello está lleno de rulos apretados. Sin un traductor y con pocos conocimientos del dialecto Gumuz, sonrío. La joven me sonríe y luego se acerca, con sus ojos fijos en los míos. Los niños corren en círculos a mi alrededor, pero yo estoy abstraído, perdido en el momento.
“Haaa-hooooo”. Un anciano en la puerta de un tukul cercano rompe el hechizo mientras nos hace señas efusivas para que nos acerquemos.

La joven toma a los tres niños en sus brazos y me lleva de la mano a la choza. El interior está oscuro y polvoriento. Hay bancos a lo largo de las paredes, hechos de barro endurecido y cubiertos con cueros moteados. Mientras el anciano me empuja hacia adentro amablemente, la joven y los niños se tiran en el suelo delante de mí. En las sombras, al fondo, una mujer de cabello gris está agachada sobre un fogón, soplando las brasas de un pequeño fuego. Llena una olla de barro alargada con agua, la coloca sobre las llamas y luego comienza a tostar granos de café en una sartén de metal. Estoy presenciando la ceremonia del café, el ritual de bienvenida tradicional etíope.

Los granos de café calientes se muelen en un mortero y se colocan en la urna de arcilla. Mientras sale vapor de la urna, la anciana toma pequeñas tazas de porcelana de un trozo de cuero doblado y las coloca sobre un bloque de piedra, delante de mí. Después de meter una esponja grotescamente sucia en la extensión del recipiente para colar los granos, sirve el café. El anciano me pasa una taza. Todos observan.

El sentido común me grita, “No bebas esta agua sin filtrar, apenas hervida que pasó a través de una esponja mugrienta”. Los buenos modales me dictan lo contrario. Tomo un pequeño sorbo y casi me dan arcadas. El café está salado, un signo de gran generosidad, pero es un sabor que siempre me resultó difícil asimilar. Con un esfuerzo considerable, logro terminar la pequeña taza.

El anciano y su esposa ahora me señalan a mí y codean a la joven. Lentamente comienzo a tener la incómoda sensación de que se está sugiriendo una unión. Cuando aparecen otros miembros del equipo de navegación, aprovecho la oportunidad para salir. Ofrezco un ovillo de hilo y dos agujas de mi mochila como regalos y dando las gracias, me escabullo. El anciano y su hija casi desnuda me siguen. Pronto Zelalem me aparta, confirmando que el padre me ha ofrecido a su hija en matrimonio.

“El padre aceptó que te la lleves contigo”, agrega. “Esas son buenas noticias. No tendrías que quedarte aquí. Y tengo que advertirte, sería muy descortés decir que no”. Le pedí a Zelalem que se negara lo más amable y respetuosamente posible. La chica inclina la cabeza hacia atrás y ríe. El anciano simplemente se retira.

Esa noche, al llegar al campamento, la fiebre se apodera de mí y el primer escalofrío es tan fuerte que me hace caer de rodillas; consecuencia, sospecho, del café hecho con agua sin potabilizar. Esa noche doy vueltas en mi carpa, delirando en un mundo de sueños, alternando el sudor y el calor con escalofríos.

La mañana no me trae ningún alivio. Speaks y Borcik deciden atar las tres balsas y colocar un motor fuera de borda en la parte de atrás. Después de dejar la región montañosa, el río se volvió más ancho y lento. Mientras nos alejamos de la costa, yo duermo sobre una pila de equipos, afiebrado y con escalofríos.

Me despierto un tiempo después y estoy vagamente consciente de que nos acercamos a la costa y que unos hombres que levantan sus armas rodean los botes. Speaks y Zelalem agitan en el aire un fajo de papeles y detrás de mí, puedo escuchar a Mick y a Michael susurrando con preocupación.

Casi habíamos abandonado las esperanzas de encontrar Bumbadi cuando aparece, más adelante, una multitud en la orilla. Se nos acercan hombres con túnicas blancas y turbantes. “¡Salaam!”, gritan, con inconfundible influencia árabe. En medio del calor agobiante desaparejamos las balsas y arrastramos los equipos en dirección a los jeeps que nos esperan más allá. La multitud nos aleja del Abay y en medio de ella, me doy vuelta para agradecer al río.

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