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Cuando cazar se vuelve peligroso

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Una amenaza terrible apareció en el momento en que estas personas se disponían a cazar alces en la montaña.

Sólo unos pasos más… Agazapado en un macizo de pinos junto al río Shoshone, en la cordillera Absaroka de Wyoming, Ronnie Leming hizo sonar otra vez su cuerno para llamar alces. Quería que el enorme animal se acercara a su padre, Ron, quien estaba oculto entre la maleza, listo para disparar una flecha con su arco. Ronnie, ex guía de caza, se había mudado a estas montañas por amor a la cacería y a la pesca, y había esperado años a que su padre estuviera tan cerca de un alce. El momento había llegado. Sólo unos pasos más…

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De pronto, el animal dio un respingo como si hubiera recibido una descarga eléctrica; entonces se dio vuelta y desapareció en la espesura. Qué raro, pensó Ronnie, decepcionado. Es imposible que nos haya olido. ¿Qué pudo asustarlo así? Se incorporó para ver mejor, y entonces se encontró con la respuesta…

Ambos, padre e hijo, aman la tierra y el paisaje de este bello rincón del Parque Nacional Shoshone: majestuosas montañas cubiertas de pinos, tupidos bosques salpicados de pastizales y cuencas rocosas con lagos cristalinos, donde viven y mueren alces, lobos y pumas. Accesible sólo a caballo por un abrupto camino de 24 kilómetros hasta la cuenca Boulder, es una de las zonas vírgenes más aisladas de los Estados Unidos. Es también un territorio de osos pardos.

Alguna vez al borde de la extinción, el oso pardo ha regresado al parque: se calcula que ahora hay 600 ejemplares en la zona. Pero no eran osos, sino alces, lo que los Leming buscaban en su cacería de una semana de duración en septiembre de 2008. “Mi padre y yo hacemos un viaje de caza con arco y flecha casi todos los años”, dice Ronnie. Es un momento especial para los dos. Acampan siempre en el mismo lugar, y al caer la noche se sientan alrededor de una fogata a tomar café, reír y recordar historias de sus amadas montañas. “Somos muy unidos”, asegura el padre. “Estos viajes son muy significativos para mí”.

Quizás este viaje significó aún más. El último día de la cacería del año anterior, Ron estaba ensillando su caballo cuando de pronto le crujió el codo derecho: se había roto un tendón; apenas podía mover el brazo, pero no usar el arco. Tras un tratamiento quirúrgico, una larga rehabilitación y mucha práctica de tiro, volvió a sentirse confiado; sin embargo, este viaje sería la verdadera prueba. “Mi padre jamás había cazado un alce adulto con un arco”, refiere Ronnie, quien había cazado varios alces, “y yo quería que lo hiciera”. Dos veces en este viaje Ron había estado cerca, pero en ambas ocasiones falló el disparo.


Sin embargo, el alce adulto no huyó, sino que se acercó aún más a Ron y quedó a menos de 40 metros del alcance de su flecha.


“Fue frustrante”, recuerda. “Empecé a creer que ya estaba muy viejo”. En esta ocasión, esperaba que fuera distinto. Al salir del campamento esa mañana, hizo un ruego en silencio: Señor, guía mi flecha hoy. Era la súplica humilde de un cazador. “Nunca rezaría para matar a un animal”, señala. “Sólo quería saber si aún podría disparar bien al tener la oportunidad”. Horas después, su ruego recibiría una respuesta que jamás hubiera imaginado.

Los dos hombres estaban en un lugar al que llaman la Roca: un largo tramo de riscos salpicado de macizos de árboles. “Siempre vemos alces allí, y esta vez teníamos un plan”, refiere Ronnie. Vestido con ropa de camuflaje y embadurnado con almizcle de alce para ocultar su propio olor corporal, Ronnie estaba a unos 35 metros de su padre, colina arriba, y comenzó a imitar el berrido de un alce emitiendo con su cuerno un sonido vibrante y agudo que resonó por las montañas. Hizo llamados durante media hora, y finalmente hubo una respuesta: un alce adulto apareció más abajo, y caminó hacia Ron padre.

Se acercó a unos 60 metros de él, fuera del alcance de su arco, pero en seguida se detuvo y empezó a raspar con sus astas el tronco de un árbol. Ronnie siguió haciendo llamados desde su lugar, con la esperanza de que el alce se moviera un poco más hacia su padre. Fue entonces cuando oyó un ruido a sus espaldas, entre la maleza: era otro alce, un macho joven, el cual salió corriendo al oler al cazador. Sin embargo, el alce adulto no huyó, sino que se acercó aún más a Ron y quedó a menos de 40 metros del alcance de su flecha.

“Todo iba bien: el viento soplaba a nuestro favor y el alce no tenía idea de que estábamos allí”, dice Ronnie. “Estaba seguro de que papá daría en el blanco”. Sin embargo, Ron no tuvo oportunidad de disparar porque el alce de pronto corrió. Ronnie se puso de pie, dio media vuelta y su mirada se encontró con la de un oso.

“Los osos pardos adultos rara vez atacan a las personas, pero sí son depredadores de alces”, dice Mark Bruscino, el guardabosques del Departamento de Caza y Pesca de Wyoming que se encargaría de investigar el incidente. Según él, como Ronnie hizo todo lo posible por berrear y oler como un alce, el oso seguramente creyó que estaba al acecho de uno. “Cuando vio que el cazador se ponía de pie, lo atacó por instinto”, señala.

El oso —una mole de músculos, garras y dientes de más de 220 kilos de peso— alcanzó a Ronnie en segundos. Como este no llevaba consigo un arma de fuego ni aerosol repelente, lo único que tenía para protegerse era su arco. “Tenía una flecha lista —cuenta— y de inmediato pensé en dispararla, pero no tuve tiempo”. Logró esquivar el primer embate saltando detrás de un árbol y alejándose unos pasos del oso; luego corrió ladera abajo hacia donde estaba su padre.

“Oí gritar a Ronnie: ‘¡Papá, huye de aquí!’, y por el tono de su voz supe al instante que se trataba de un oso”, recuerda Ron. Al alzar la mirada vio a su hijo corriendo despavorido hacia él, seguido muy de cerca por el oso. Me dije: Ese animal va a matar a mi hijo. Pero no tuvo tiempo para pensar ni caer en pánico. “En ese momento afloró mi instinto paterno, y supe que no podía permitir que eso pasara”. Olvidándose del peligro, de la lesión en el brazo y de la frustración de haber fallado varios disparos fáciles durante el viaje, el señor Leming se plantó con firmeza en el suelo, tensó el arco, apuntó y lanzó la flecha.

“Vi pasar una flecha a toda velocidad junto a mi pierna —dice Ronnie —pero no alcancé a ver dónde había caído”. En cuestión de segundos, tenía al oso encima. El cazador se fue de espaldas y trató de protegerse la cara con los brazos; el oso le mordió uno de ellos y le aplastó el codo con las mandíbulas. “La fuerza de su mordedura era tremenda”, refiere Ronnie. “Me zarandeaba como a un muñeco, pero yo no sentía dolor”. De pronto, el animal lo tiró al aire, y Ronnie cayó de pie. Corrió a refugiarse entre los árboles, pero en pocos segundos el oso estaba otra vez encima de él, mordiéndole la mano y la espalda.

“Giré un poco el cuerpo para sacar otra flecha”, dice su padre, “pero al mirar hacia atrás lo único que vi fue al oso encima de Ronnie. Pensé que tenía que hacer algo para salvarlo”. Usando el arco como garrote, Ron arremetió contra el animal y lo golpeó en el lomo y la cabeza hasta que soltó a su hijo. Entonces el oso dio media vuelta y empezó a bajar la ladera tropezándose.

“Ronnie me gritó que le disparara otra flecha, pero yo no quería que el oso se enfureciera más, así que sólo lo observé”, dice Ron. “Por la forma en que se tropezaba, supe que le había clavado la primera flecha”.


“Desde el año pasado yo había tenido que ayudar a mi padre a subir al caballo, por su lesión en el brazo, y ahora él me estaba ayudando a subir a mí”.


En efecto, esa flecha le había per-forado un vaso sanguíneo al animal, cerca del corazón. En una criatura que a veces ni un rifle de alto poder puede detener con cuatro o cinco balas, había sido un tiro en un millón para un arquero. El oso se tambaleó unos pasos más, cayó y quedó inmóvil. La flecha había dado en el blanco.

“Fue entonces cuando los árboles y todo lo demás se puso borroso ante mis ojos”, recuerda Ronnie. Estaba entrando en shock. “Había mucha sangre —dice su padre— pero no sabíamos cuánta era del oso y cuánta de Ronnie”. Al revisar el cuerpo de su hijo, vio que tenía mordeduras profundas en una mano y en el brazo, y algunas cortaduras y rasguños, pero, milagrosamente, ninguna herida grave. Casi toda la sangre era del oso. Aun así, Ronnie estaba muy aturdido y temblando. El señor Leming encendió una fogata y empezó a pensar en trasladar a su hijo a algún lugar seguro 25 kilómetros abajo, por un sendero escarpado, y de allí a un hospital, a otros 50 kilómetros de distancia.

No podían hacer ni recibir llamadas con sus teléfonos celulares. Nadie los buscaría durante días. Su única opción era viajar a caballo, pero Ronnie no podía montar a causa de las heridas. “Fue algo irónico”, dice. “Desde el año pasado yo había tenido que ayudar a mi padre a subir al caballo, por su lesión en el brazo, y ahora él me estaba ayudando a subir a mí”.

Aunque con dificultad, ambos lograron montar y emprendieron la marcha. Casi no recuerdan nada de lo que les pasó durante las seis horas de travesía; el cazador Carl Sauerwein, en cambio, nunca olvidará la imagen de los dos arqueros a lomo de caballo. Mientras se dirigía sendero arriba hacia el campamento de cacería de alces, cerca de la cuenca Boulder, Sauerwein reconoció a aquellos dos hombres; los había visto en sus viajes de los años anteriores. Los saludó a gritos desde lejos, pero entonces se dio cuenta de que el joven llevaba encima una chaqueta gruesa, a pesar de que el aire estaba tibio.

Cuando los Leming se acercaron a él, Ronnie le comentó con voz serena que habían tenido que bajar de la montaña porque los acababa de atacar un oso. “Entonces vi la sangre en su rostro y todas las heridas”, dice Sauerwein, quien ha pasado 18 años en las montañas de Wyoming y también ha tenido algunos encuentros peligrosos con osos pardos. “A pesar de la dureza del ataque, me pareció que estaba bastante bien”. (Y así era: en el hospital curaron las heridas del cazador y lo dieron de alta al día siguiente.) Padre e hijo sólo inclinaron sus sombreros y siguieron cabalgando.

Durante el largo trayecto, Ronnie pensó en el amor que siente por la caza, en sus riesgos y recompensas. “No culpo al oso”, dice. “Cazar es algo que siempre quise hacer, y sé que algún día mi papá y yo volveremos para ver si podemos atrapar a ese alce que él siempre ha deseado”.

Tuvieron otra oportunidad de lograrlo mientras bajaban la montaña. “En un punto del trayecto oímos berrear a un alce”, cuenta Ronnie. “Miramos hacia arriba, y a unos 90 metros de distancia estaba un magnífico ejemplar macho”. Sonriendo, le dijo a su padre que se bajara y le disparara una flecha. “No creo que hubiera podido hacerlo”, dijo Ron.

Ronnie replicó: “Si yo me hubiera bajado del caballo y hecho que el alce me persiguiera, apuesto a que lo habrías cazado”. Ambos se rieron, mientras pensaban en aquel tiro que sucede una vez en la vida: la flecha de un padre que salvó la vida de su hijo.

Sólo unos pasos más… Agazapado en un macizo de pinos junto al río Shoshone, en la cordillera Absaroka de Wyoming, Ronnie Leming hizo sonar otra vez su cuerno para llamar alces. Quería que el enorme animal se acercara a su padre, Ron, quien estaba oculto entre la maleza, listo para disparar una flecha con su arco. Ronnie, ex guía de caza, se había mudado a estas montañas por amor a la cacería y a la pesca, y había esperado años a que su padre estuviera tan cerca de un alce. El momento había llegado. Sólo unos pasos más…

De pronto, el animal dio un respingo como si hubiera recibido una descarga eléctrica; entonces se dio vuelta y desapareció en la espesura. Qué raro, pensó Ronnie, decepcionado. Es imposible que nos haya olido. ¿Qué pudo asustarlo así? Se incorporó para ver mejor, y entonces se encontró con la respuesta…

Ambos, padre e hijo, aman la tierra y el paisaje de este bello rincón del Parque Nacional Shoshone: majestuosas montañas cubiertas de pinos, tupidos bosques salpicados de pastizales y cuencas rocosas con lagos cristalinos, donde viven y mueren alces, lobos y pumas. Accesible sólo a caballo por un abrupto camino de 24 kilómetros hasta la cuenca Boulder, es una de las zonas vírgenes más aisladas de los Estados Unidos. Es también un territorio de osos pardos.

Alguna vez al borde de la extinción, el oso pardo ha regresado al parque: se calcula que ahora hay 600 ejemplares en la zona. Pero no eran osos, sino alces, lo que los Leming buscaban en su cacería de una semana de duración en septiembre de 2008. “Mi padre y yo hacemos un viaje de caza con arco y flecha casi todos los años”, dice Ronnie. Es un momento especial para los dos. Acampan siempre en el mismo lugar, y al caer la noche se sientan alrededor de una fogata a tomar café, reír y recordar historias de sus amadas montañas. “Somos muy unidos”, asegura el padre. “Estos viajes son muy significativos para mí”.

Quizás este viaje significó aún más. El último día de la cacería del año anterior, Ron estaba ensillando su caballo cuando de pronto le crujió el codo derecho: se había roto un tendón; apenas podía mover el brazo, pero no usar el arco. Tras un tratamiento quirúrgico, una larga rehabilitación y mucha práctica de tiro, volvió a sentirse confiado; sin embargo, este viaje sería la verdadera prueba. “Mi padre jamás había cazado un alce adulto con un arco”, refiere Ronnie, quien había cazado varios alces, “y yo quería que lo hiciera”. Dos veces en este viaje Ron había estado cerca, pero en ambas ocasiones falló el disparo.


Sin embargo, el alce adulto no huyó, sino que se acercó aún más a Ron y quedó a menos de 40 metros del alcance de su flecha.


“Fue frustrante”, recuerda. “Empecé a creer que ya estaba muy viejo”. En esta ocasión, esperaba que fuera distinto. Al salir del campamento esa mañana, hizo un ruego en silencio: Señor, guía mi flecha hoy. Era la súplica humilde de un cazador. “Nunca rezaría para matar a un animal”, señala. “Sólo quería saber si aún podría disparar bien al tener la oportunidad”. Horas después, su ruego recibiría una respuesta que jamás hubiera imaginado.

Los dos hombres estaban en un lugar al que llaman la Roca: un largo tramo de riscos salpicado de macizos de árboles. “Siempre vemos alces allí, y esta vez teníamos un plan”, refiere Ronnie. Vestido con ropa de camuflaje y embadurnado con almizcle de alce para ocultar su propio olor corporal, Ronnie estaba a unos 35 metros de su padre, colina arriba, y comenzó a imitar el berrido de un alce emitiendo con su cuerno un sonido vibrante y agudo que resonó por las montañas. Hizo llamados durante media hora, y finalmente hubo una respuesta: un alce adulto apareció más abajo, y caminó hacia Ron padre.

Se acercó a unos 60 metros de él, fuera del alcance de su arco, pero en seguida se detuvo y empezó a raspar con sus astas el tronco de un árbol. Ronnie siguió haciendo llamados desde su lugar, con la esperanza de que el alce se moviera un poco más hacia su padre. Fue entonces cuando oyó un ruido a sus espaldas, entre la maleza: era otro alce, un macho joven, el cual salió corriendo al oler al cazador. Sin embargo, el alce adulto no huyó, sino que se acercó aún más a Ron y quedó a menos de 40 metros del alcance de su flecha.

“Todo iba bien: el viento soplaba a nuestro favor y el alce no tenía idea de que estábamos allí”, dice Ronnie. “Estaba seguro de que papá daría en el blanco”. Sin embargo, Ron no tuvo oportunidad de disparar porque el alce de pronto corrió. Ronnie se puso de pie, dio media vuelta y su mirada se encontró con la de un oso.

“Los osos pardos adultos rara vez atacan a las personas, pero sí son depredadores de alces”, dice Mark Bruscino, el guardabosques del Departamento de Caza y Pesca de Wyoming que se encargaría de investigar el incidente. Según él, como Ronnie hizo todo lo posible por berrear y oler como un alce, el oso seguramente creyó que estaba al acecho de uno. “Cuando vio que el cazador se ponía de pie, lo atacó por instinto”, señala.

El oso —una mole de músculos, garras y dientes de más de 220 kilos de peso— alcanzó a Ronnie en segundos. Como este no llevaba consigo un arma de fuego ni aerosol repelente, lo único que tenía para protegerse era su arco. “Tenía una flecha lista —cuenta— y de inmediato pensé en dispararla, pero no tuve tiempo”. Logró esquivar el primer embate saltando detrás de un árbol y alejándose unos pasos del oso; luego corrió ladera abajo hacia donde estaba su padre.

“Oí gritar a Ronnie: ‘¡Papá, huye de aquí!’, y por el tono de su voz supe al instante que se trataba de un oso”, recuerda Ron. Al alzar la mirada vio a su hijo corriendo despavorido hacia él, seguido muy de cerca por el oso. Me dije: Ese animal va a matar a mi hijo. Pero no tuvo tiempo para pensar ni caer en pánico. “En ese momento afloró mi instinto paterno, y supe que no podía permitir que eso pasara”. Olvidándose del peligro, de la lesión en el brazo y de la frustración de haber fallado varios disparos fáciles durante el viaje, el señor Leming se plantó con firmeza en el suelo, tensó el arco, apuntó y lanzó la flecha.

“Vi pasar una flecha a toda velocidad junto a mi pierna —dice Ronnie —pero no alcancé a ver dónde había caído”. En cuestión de segundos, tenía al oso encima. El cazador se fue de espaldas y trató de protegerse la cara con los brazos; el oso le mordió uno de ellos y le aplastó el codo con las mandíbulas. “La fuerza de su mordedura era tremenda”, refiere Ronnie. “Me zarandeaba como a un muñeco, pero yo no sentía dolor”. De pronto, el animal lo tiró al aire, y Ronnie cayó de pie. Corrió a refugiarse entre los árboles, pero en pocos segundos el oso estaba otra vez encima de él, mordiéndole la mano y la espalda.

“Giré un poco el cuerpo para sacar otra flecha”, dice su padre, “pero al mirar hacia atrás lo único que vi fue al oso encima de Ronnie. Pensé que tenía que hacer algo para salvarlo”. Usando el arco como garrote, Ron arremetió contra el animal y lo golpeó en el lomo y la cabeza hasta que soltó a su hijo. Entonces el oso dio media vuelta y empezó a bajar la ladera tropezándose.

“Ronnie me gritó que le disparara otra flecha, pero yo no quería que el oso se enfureciera más, así que sólo lo observé”, dice Ron. “Por la forma en que se tropezaba, supe que le había clavado la primera flecha”.


“Desde el año pasado yo había tenido que ayudar a mi padre a subir al caballo, por su lesión en el brazo, y ahora él me estaba ayudando a subir a mí”.


En efecto, esa flecha le había per-forado un vaso sanguíneo al animal, cerca del corazón. En una criatura que a veces ni un rifle de alto poder puede detener con cuatro o cinco balas, había sido un tiro en un millón para un arquero. El oso se tambaleó unos pasos más, cayó y quedó inmóvil. La flecha había dado en el blanco.

“Fue entonces cuando los árboles y todo lo demás se puso borroso ante mis ojos”, recuerda Ronnie. Estaba entrando en shock. “Había mucha sangre —dice su padre— pero no sabíamos cuánta era del oso y cuánta de Ronnie”. Al revisar el cuerpo de su hijo, vio que tenía mordeduras profundas en una mano y en el brazo, y algunas cortaduras y rasguños, pero, milagrosamente, ninguna herida grave. Casi toda la sangre era del oso. Aun así, Ronnie estaba muy aturdido y temblando. El señor Leming encendió una fogata y empezó a pensar en trasladar a su hijo a algún lugar seguro 25 kilómetros abajo, por un sendero escarpado, y de allí a un hospital, a otros 50 kilómetros de distancia.

No podían hacer ni recibir llamadas con sus teléfonos celulares. Nadie los buscaría durante días. Su única opción era viajar a caballo, pero Ronnie no podía montar a causa de las heridas. “Fue algo irónico”, dice. “Desde el año pasado yo había tenido que ayudar a mi padre a subir al caballo, por su lesión en el brazo, y ahora él me estaba ayudando a subir a mí”.

Aunque con dificultad, ambos lograron montar y emprendieron la marcha. Casi no recuerdan nada de lo que les pasó durante las seis horas de travesía; el cazador Carl Sauerwein, en cambio, nunca olvidará la imagen de los dos arqueros a lomo de caballo. Mientras se dirigía sendero arriba hacia el campamento de cacería de alces, cerca de la cuenca Boulder, Sauerwein reconoció a aquellos dos hombres; los había visto en sus viajes de los años anteriores. Los saludó a gritos desde lejos, pero entonces se dio cuenta de que el joven llevaba encima una chaqueta gruesa, a pesar de que el aire estaba tibio.

Cuando los Leming se acercaron a él, Ronnie le comentó con voz serena que habían tenido que bajar de la montaña porque los acababa de atacar un oso. “Entonces vi la sangre en su rostro y todas las heridas”, dice Sauerwein, quien ha pasado 18 años en las montañas de Wyoming y también ha tenido algunos encuentros peligrosos con osos pardos. “A pesar de la dureza del ataque, me pareció que estaba bastante bien”. (Y así era: en el hospital curaron las heridas del cazador y lo dieron de alta al día siguiente.) Padre e hijo sólo inclinaron sus sombreros y siguieron cabalgando.

Durante el largo trayecto, Ronnie pensó en el amor que siente por la caza, en sus riesgos y recompensas. “No culpo al oso”, dice. “Cazar es algo que siempre quise hacer, y sé que algún día mi papá y yo volveremos para ver si podemos atrapar a ese alce que él siempre ha deseado”.

Tuvieron otra oportunidad de lograrlo mientras bajaban la montaña. “En un punto del trayecto oímos berrear a un alce”, cuenta Ronnie. “Miramos hacia arriba, y a unos 90 metros de distancia estaba un magnífico ejemplar macho”. Sonriendo, le dijo a su padre que se bajara y le disparara una flecha. “No creo que hubiera podido hacerlo”, dijo Ron.

Ronnie replicó: “Si yo me hubiera bajado del caballo y hecho que el alce me persiguiera, apuesto a que lo habrías cazado”. Ambos se rieron, mientras pensaban en aquel tiro que sucede una vez en la vida: la flecha de un padre que salvó la vida de su hijo.

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