Una mujer que nació sorda decide hacer la apuesta de su vida para escapar del mundo de silencio en el que habita.
Mi perro guía, Matt, se agita a mis pies. Estamos en un tren atestado y yo trato de construir una imagen mental de los demás pasajeros. Huelo un perfume dulzón y fuerte. Es probable que los otros viajeros no lo perciban —quizás estén ocupados chateando en sus celulares o leyendo el diario—, pero para mí es una pista. ¿Será ese aroma agradable el de una muchacha que va a encontrarse con su novio? ¿O tal vez a su primera cita? También me llega un olor a café. Pienso que debo ser cuidadosa, por si alguien cerca lleva alguna bebida caliente.
Así es mi vida como mujer sorda y ciega: atrapada en un mundo que cada día se hace más oscuro, un mundo de silencio que interrumpe solo el difuso ruido blanco de bajo volumen que emiten mis auxiliares auditivos. Pero dentro de un mes me pondrán implantes cocleares. Soy coordinadora de tutores, y los cirujanos dicen que a mi edad, 39 años, podría oír por primera vez las voces de mis familiares, amigos y colegas. Es una posibilidad increíble, pero conlleva riesgos serios. Si llegara a sufrir daño en el nervio auditivo, perderé incluso el ruido blanco del cual dependo, un sonido que se parece un poco al que oís cuando estás bajo el agua.
Me abruma el miedo. Mi madre también está preocupada.
—Así estás bien, hija —me dice—. ¿Y si algo saliera mal?
Pero, ¿y si no? ¿Y si es mi oportunidad de quitarme los aparatos auditivos para siempre? Sé que pronto perderé lo que me queda de vista —tengo retinosis pigmentaria, un síntoma del síndrome de Usher, la cruel y rara enfermedad genética que me robó la audición cuando nací. Desde que empecé a quedar ciega, después de los 25 años, perdí la visión periférica: solo veo un túnel estrecho enfrente de mí que me permite leer los labios. Pero, ¿de verdad podrán los médicos devolverme el oído a cambio?
Los párpados me pesan como si fueran de plomo. Despacio, abro los ojos. Veo una grieta en el techo de la sala del hospital. Luego una cara aparece en mi túnel visual. Es mamá.
—¿Ya me operaron? ¿Ya terminaron?—le pregunto, y ella se ríe.
Dos días después, estoy en mi casa, en Gateshead, Inglaterra. Los cirujanos piensan que todo salió bien, pero tendré que esperar un mes para que activen los implantes. Solo entonces podremos saber si la operación fue exitosa. De repente, me he quedado indefensa. Ya no puedo usar los auxiliares auditivos, y sin ellos, ya no existe el ruido blanco que me guiaba en mis actividades cotidianas. El abrumador silencio absoluto es un compañero muy deprimente. Lo que más me asusta es pensar en quedarme así para siempre.
Un mes después estoy de regreso en el hospital. Mi madre y yo estamos sentadas en la sala de espera. Una pantalla grande de televisión muestra el nombre de cada paciente y el tiempo de espera.
Joanne Milne, 10 minutos.
Seis minutos: mi terror no ha desaparecido. ¿Y si la operación fue un fracaso?
Cinco minutos: pienso en otras cosas. El miedo en la cara de mamá aquel día en que salió corriendo de la casa cuando yo era pequeña y un auto me golpeó porque no lo oí acercarse; la vez que me escapé del cochecito mientras mi madre miraba la góndola de una tienda; las dos horas de angustia que pasó buscándome entre la multitud, sabiendo que no tenía caso llamarme a gritos por mi nombre; el trabajo que le costó inscribirme en la misma escuela que mis hermanas; los abusivos que me escupían en la espalda en el micro escolar porque pensaban que era muy gracioso que no pudiera oírlos…
Tres minutos: observo la pantalla y trago saliva con dificultad.
Un minuto: mientras miro el piso, un par de zapatos negros aparecen a mi lado. Alzo la cabeza y veo una cara amistosa en mi túnel; en seguida siento las vibraciones de mamá al ponerse de pie junto a mí.
Me siento frente a Louise, la audióloga. Antes de activar los implantes, necesita alinear 22 electrodos en cada oído con la computadora. Es un procedimiento muy laborioso conectar los cables de mis nuevos auxiliares auditivos a la máquina. Cuando me los coloca detrás de las orejas por primera vez, los siento fríos y duros.
Luego de conectar trabajosamente cada uno de los electrodos, Louise apoya su pluma encima del escritorio y me sonríe.
—¿Podés oírme? —me pregunta, alargando las sílabas.
Son las dos primeras palabras que oigo en toda mi vida.
Cada letra y cada sílaba rebota en las paredes, el techo y las puertas, resuena en toda la habitación, en mis oídos, y reverbera en mi cerebro, el cual trata desesperadamente de filtrar los sonidos que emergen de la boca de Louise y explotan en mis oídos como fuegos artificiales.
¿Así que esto es el sonido? No es como el ruido blanco, ni tampoco un zumbido leve. Por fin sé qué es oír, qué se siente no ser sorda.
—Voy a decir los días de la semana—anuncia Louise, despacio. Su voz suena como me había imaginado que es la de un robot: aguda, vibrante, electrónica.
—Lunes… martes… miércoles…
Las emociones brotan de mi cuerpo con efervescencia, como una lata de gaseosa agitada. Las lágrimas escurren por mi cara mientras trato de asimilar la experiencia.
—Jueves… viernes… sábado… domingo…—dice Louise.
Son palabras que he conocido toda la vida, pero que oigo por primera vez. Son tan comunes y, sin embargo, para mí son las más hermosas que pudiera haber imaginado jamás. Mi madre está de pie a mi derecha, filmando estos momentos. Al tratar de hablar me asalta una sensación extraña: oigo una voz en mi cabeza. Es mi propia voz.
—Suena muy aguda—comento.
—Así sonará al principio—afirma Louise—. Tu cerebro la reajustará; no siempre sonará igual.
Se me arrasan los ojos.
—Sonreí —me dice mamá, apuntándome con la cámara.
Ella ha sido mi vocera, mis oídos, mis ojos, mi vida entera, y jamás había oído su voz hasta ahora. Mi cerebro trata de registrar la diferencia entre ella y Louise, y al instante lo logra: es el acento del norte de Inglaterra de mi madre. Así es como sonamos.
La operación dio resultado. ¡Ya puedo oír! Si se pudiera embotellar el máximo momento de dicha, reventaría yo la botella. En tantos años de vivir en un mundo de silencio, las palabras me fueron ajenas, como extraños a los que solo podía aspirar a conocer. Y, lo sé, hay una pregunta obvia: ¿cómo sé el significado de las palabras si nunca las había oído? Tantos años de leer los labios adiestraron a mi cerebro para reconocer la forma y la sensación de las palabras pronunciadas aún antes de poder oírlas. Ahora, de repente, el sonido y el significado se fusionan.
Salgo del consultorio de la audióloga convertida en una mujer que oye. Mientras mamá y yo caminamos, oigo el golpeteo de nuestras pisadas. Luego percibo otro sonido.
—¿Qué es eso? —pregunto.
—Es un teléfono sonando —dice, y al alzar la mirada veo a la recepcionista levantando la bocina.
—¿Qué es eso otro? —vuelvo a preguntar cuando percibo un sonido metálico y vibrante.
—Es un carrito de almuerzos.
Las pequeñas señales del entorno que nadie toma en cuenta empiezan a colorear mi mundo y a llenarlo de vida como nunca antes.
Cuando salimos del hospital y nos ponemos a caminar por la calle, este día de marzo, el viento levanta las hojas secas del suelo y forma remolinos con ellas. Me doy cuenta de que el viento produce sonido, un silbido constante y misterioso.
Nos detenemos en un restaurante a comer algo, y me sorprende descubrir lo ruidoso que es el mundo: el entrechocar de platos en la cocina, el tintineo de cuchillos y tenedores sobre los platos, el murmullo de las conversaciones. Entonces me percato de otra cosa: el sonido de mis propios cubiertos al raspar el plato.
—Hago mucho ruido al comer —le digo a mi madre, riendo.
Todo es asombroso para mí: el hecho de contestarle a la camarera cuando me pregunta si quiero queso parmesano en mi pasta, a pesar de que estoy mirando hacia otro lado; el sonido que hace mi vaso cuando lo pongo sobre la mesa; los hielos que entrechocan entre las rodajas de limón de mi bebida. Yo pensaba que las bebidas eran silenciosas. Creía que los vasos no hacían ruido. Pensaba que las personas podían comunicarse unas con otras solo si se miraban. Todos estos son secretos que el mundo sonoro ha empezado a revelarme.
Cuando por fin volvemos a nuestro cuarto de hotel, siento la cabeza exhausta por el esfuerzo de escuchar. Cuando mamá cuelga su chaqueta en el placard, por primera vez en la vida le pido que no haga ruido.
—¡Ay, perdón! —responde, y nos ponemos a reír a carcajadas.