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Un anillo de oro por dos barras de chocolate

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Durante la Segunda Guerra Mundial, cambió una joya por dos chocolates. Casi 70 años después, alguien envió el preciado objeto de vuelta a casa.

 

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El soldado italiano que estaba al otro lado de la alambrada tenía lo que el alférez David C. Cox más deseaba en la vida: dos barras de chocolate. Era marzo de 1945, y ambos hombres estaban recluidos en el campo de prisioneros alemán Stalag VII-A. A los cautivos se les separaba por nacionalidad, pero el hambre los hacía iguales. Sus raciones de comida consistían principalmente en sopa infestada de insectos y pan negro mezclado con aserrín. En la barraca de Cox, los soldados y aviadores estadounidenses daban vueltas, flacos como espantapájaros en sus uniformes andrajosos. Del otro lado de la alambrada, prisioneros esqueléticos de otros países se acurrucaban para protegerse del frío. 

El italiano señaló el anillo de piloto que Cox llevaba en la mano derecha; lo quería a cambio de los chocolates. El oficial estadounidense miró el anillo y en el acto recordó el día en que sus padres se lo dieron: cuando se graduó de la escuela de aviación y se casó. Hombre alto y rubio, hijo del dueño de un aserradero de Greensboro, Carolina del Norte, Cox había abandonado los estudios al final del segundo semestre de la universidad para unirse a la Fuerza Aérea del Ejército. Había volado como copiloto en enormes bombarderos B-17 Flying Fortress, en misiones sobre Alemania y la Francia ocupada. En mayo de 1943 ganó una Cruz de Vuelo Distinguido por ayudar a llevar su avión en llamas de vuelta a Inglaterra tras una incursión en la que murieron 5 de los 10 tripulantes. Pero en julio un proyectil nazi derribó su bombardero. 

Cox saltó en paracaídas sobre un pueblo del sureste de Alemania, aterrizó en una rosaleda y fue capturado por una patrulla. Terminó en el Stalag Luft III, un campo de prisioneros reservado para oficiales de la Fuerza Aérea aliada. Los cautivos estaban bien alojados y alimentados; pasaban gran parte del tiempo practicando deportes, montando obras de teatro y cavando túneles secretos en las barracas. Fue después de que 76 de ellos huyeron a través de uno de esos túneles cuando comenzó el terror; a los demás los encerraron en celdas. Un guardia mató de un tiro en la garganta a un coronel de la barraca de Cox por protestar. Poco después, por órdenes directas de Hitler, acribillaron en el patio a 50 fugitivos capturados. Posteriormente atraparon a 23 de los 26 prófugos restantes. 

Conforme la marea de la guerra empezaba a favorecer a los Aliados, los prisioneros se iban llenando de esperanza. Sin embargo, en la helada noche del 27 de enero de 1945, un oficial de la barraca de Cox reunió a todos para hacer un anuncio: 
Esos matones acaban de darnos 30 minutos para presentarnos en la puerta delantera. ¡Recojan sus cosas y fórmense!
Los cautivos se unieron a decenas de miles de personas en una gran marcha forzada, en medio del invierno más crudo en 50 años en Alemania. Caminaron toda la noche durante los dos días siguientes a través de una intensa nevasca. A los que caían los mataban de un tiro o los dejaban morir de frío. Los sobrevivientes, hacinados en vagones para ganado y con baldes como retretes, viajaron dos días más; más hombres murieron en el trayecto. Finalmente, llegaron al Stalag VII-A, cerca del pueblo bávaro de Moosburg.

Diseñado para 10.000 prisioneros, el campo alojaba a 80.000 en barracas y carpas. Luego de dos meses de marcha, Cox, de 26 años, como casi todos sus compañeros, estaba cerca de la inanición. Se sentía débil y frágil; unas cuantas calorías podrían aplazar un poco su muerte. Hizo girar el anillo en su dedo. Pensó en sus padres, en su esposa, Hilda, y en el amor y los sueños amalgamados en ese objeto de oro. Entonces se lo quitó y lo pasó por la alambrada.

Para el hijo mayor de cox, David, la historia del anillo perdido era una parte tan esencial de la identidad de su padre como la réplica que llevaba en el dedo. “Mis hermanos y yo escuchamos esa historia muchas veces”, recuerda David, vendedor jubilado de instrumental médico, hoy de 68 años. “Papá se quitaba el anillo y nos lo mostraba. Nos contó que esas barras de chocolate eran lo mejor que había comido jamás”.

Una vez que la 14ª División Blindada del general George Patton liberó el campo Stalag VII-A, en abril de 1945, Cox regresó a Carolina del Norte. Se reunió con Hilda, una rubia menuda y cariñosa, y nueve meses después nació David hijo. Tuvieron luego otro niño, Brad, y una niña, Joy.

Junto con su hermano menor, Cox empezó un negocio de equipo para renovación de neumáticos, y pronto se hizo rico. Tuvo mansiones, autos de lujo y animadas fiestas. Parecía encarnar al hombre de éxito de su tiempo, pero sus allegados veían algo oscuro en él. Salvo unos cuantos momentos de ternura, su estilo de crianza era duro y distante. Todas las mañanas levantaba de la cama a los niños gritando “¡Raus!”, como los guardias nazis. Cuando volvía a casa del trabajo, se tumbaba en el sofá con un vaso de ginebra en la mano, y su esposa les pedía a los niños que no lo molestaran. Si los chicos no lavaban los platos después de la cena, Cox les daba un sermón sobre las muchas privaciones que había sufrido.

Cuando David llegó a la adolescencia, el alcoholismo de su padre era ya un problema grave. Cox lanzaba amargas peroratas a su familia, o se retraía y hablaba en susurros sobre los civiles que había matado en bombardeos masivos. En el trabajo se metía en tantos pleitos con sus colegas y empleados, que su hermano terminó por obligarlo a vender su parte de la empresa. Cox invirtió el dinero en otro negocio, pero fracasó y quedó casi en la bancarrota. Es probable que padeciera lo que hoy se conoce como trastorno de estrés postraumático, pero ese diagnóstico no existía en su tiempo, y sus hijos solo sabían que su padre era insoportable.

La crisis se agravó cuando Hilda (ex fumadora empedernida) contrajo enfisema pulmonar y Cox se negó a dejar de fumar en su presencia. “Ella es la enferma, no yo”, decía. Tras la muerte de Hilda, en 1984, Cox le heredó el anillo de réplica a David, quien tenía ya más de 30 años y lo usaba con una mezcla de orgullo y tristeza. Unos años después, por el tiempo en que a David se le atoró el anillo en una puerta corrediza y lo rompió casi a la mitad, Cox empezó a tener dificultades para terminar las frases. Le diagnosticaron demencia senil. 

En 1993 David internó a regañadientes a su padre en una casa de asistencia cerca de su hogar, en Raleigh. Para entonces Cox apenas podía hablar. Lograba comunicarse mediante cambios de entonación y expresión facial, y David se sorprendió al descifrar lo que su padre le dijo un día: “Te quiero. Disfruto tu compañía. Por favor, no me dejes solo”. 

David lo visitaba casi todas las noches. “Supongo que lo quería”, admite. “Empecé a ver lo que me había estado perdiendo”. Cuando Cox murió de un ataque de apoplejía a los 75 años, en septiembre de 1994, David estaba a su lado, asiéndole la mano. “Fue un privilegio acompañarlo en ese trance”, dice. 

Diecinueve años después, en julio de 2013, Mark y Mindy Turner fueron a cenar a la casa de un vecino suyo, en el pueblo de Hohenberg, Alemania. Se habían mudado allí, procedentes de Kansas, cuando Mark, de 45 años, consiguió un empleo como controlador de tráfico aéreo civil en la base militar de los Estados Unidos ubicada en la cercana ciudad de Ansbach. Su vecino, Martin Kiss, era un hombre alto y afable que rondaba los 65 años. Trabajaba como pintor en la iglesia del pueblo, y los Turner —junto con sus madres y una tía de Mark, que estaban de visita— ardían en deseos de conocer sus trabajos. 

Regina, la esposa de Martin, sirvió una opípara cena en la terraza, y luego todos fueron a ver la obra del pintor, que incluía cuadros religiosos, elaborados crucifijos de madera y yeso, y una serie de retratos. Cuando terminó de mostrárselos, Martin entró a otra habitación y regresó con una pequeña caja de plástico.

Tengo aquí otra cosa que quisiera que vieran —dijo. 

Dentro de la caja había un anillo de oro decorado con una hélice de avión, alas, un águila y las letras US. Luego les contó un poco de su historia. Se había criado en lo que entonces era la Yugoslavia comunista (hoy parte de Serbia), donde su familia administraba una posada a orillas del Danubio. En 1971 él emigró a Alemania Occidental para hacerse pintor. Antes de partir, su abuela le regaló el anillo, que le había dado un soldado ruso que volvía a casa de la guerra como pago por alojamiento y comida. La abuela esperaba que el anillo le diera suerte a Martin, o al menos podría cambiarlo por algunos marcos alemanes. 

Martin les contó que había usado el anillo por un tiempo, pero luego lo guardó en un frasco para que no se dañara mientras trabajaba. Se había preguntado por años sobre su origen. Por el diseño y la inscripción, “De mamá y papá para David C. Cox, Greensboro, Carolina del Norte, 10-4-18-42”, dedujo que debió de haber pertenecido a un soldado estadounidense, pero no tenía ni idea de cómo localizar al propietario.

¿Podrían ayudarme a encontrar a este hombre o a sus hijos? —les preguntó Martin. Mark se comprometió a intentarlo, y le tomó fotos al anillo antes de que se marcharan de Hohenberg. 

De vuelta en casaMark y Mindy hallaron en Internet una tesis de maestría escrita en 2005 por alguien llamado Norwood McDowell, que trataba sobre las experiencias de guerra de David C. Cox y uno de sus compañeros de escuadrón. La anécdota del anillo y las barras de chocolate se narraba en cuatro renglones.

Mark le envió un e-mail al autor, preguntando si conocía el paradero de la familia de Cox. McDowell respondió que él era yerno de David hijo, y que la tesis estaba basada en gran medida en el diario de Cox, conservado por la familia tras su muerte. A continuación reenvió el mensaje de Mark a su suegro. David lo leyó a la mañana siguiente. “Sentí escalofríos”, recuerda. “Pensé: ‘Esto no es posible’. Parecía un sueño”.

Más mensajes electrónicos fueron y vinieron. Para verificar, intercambiaron fotos del anillo original y de la réplica por la misma vía. David le explicó a Mark que los números en la inscripción se referían a la fecha de nacimiento de su padre y el año en que recibió el anillo. También le envió una nota a Martin Kiss (con ayuda de Google Translate) en la que ofrecía pagarle el valor del oro del anillo.

Martin ni siquiera aceptó el reembolso de los gastos de envío. “No es mi anillo”, dijo después a los periodistas. El paquete llegó dos semanas después. El 16 de agosto de 2013, David reunió en la sala de su casa a su hermana, esposa, hijas, yernos, nietos y tres periodistas (su hermano murió en 1999 de alcoholismo, enfermedad que ya había matado a varios de sus parientes). Las manos le temblaban al arrancar el papel de la caja. Finalmente, sacó el anillo

¡Es precioso! —exclamó su hermana, con lágrimas en los ojos.

Pensé: ‘La última vez que mi padre sostuvo este anillo fue para intercambiarlo’”, cuenta David. “Ojalá se lo hubieran devuelto cuando aún vivía, para poder decirle: ‘Papá, ¡mira lo que acabas de recibir!’” 

Cuando los invitados se marcharon, David guardó el anillo en un lugar seguro junto con la réplica. De vez en cuando los saca para mostrarlos a sus visitas. “Tengo intención de conservarlos en la familia”, dice. “Espero que pasen de generación en generación, al igual que sus historias”.

También tiene intención de visitar algún día a Martin Kiss y a los Turner para darles las gracias. “Si llego a ir a Alemania, es un hecho que les llevaré chocolates”, promete.

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