Los barbadenses tienen una relación especial entre ellos y también con su isla.
¿Cómo es un día típico en Barbados?
La risa de un auténtico barbadense comienza profunda desde el estómago, gana resonancia mientras asciende y después explota como un rugido a pleno pulmón, generalmente seguido de réplicas. Esa risa, me voy dando cuenta, es la expresión despreocupada de una isla que está enamorada de sí misma. Más de un amigo caribeño me había dicho que Barbados —“la pequeña Inglaterra”— es la isla más civilizada y educada de los alrededores. En otras palabras, de las más aburridas. Pero no me cuadra en absoluto con la experiencia que yo he tenido. Para mí, es la isla más atractiva y encantadora de todo el Caribe.
Estrictamente hablando, Barbados no está en el Caribe. “Estamos en el Atlántico Norte”, dice Adrian Loveridge, mi guía de la casa de George Washington, un museo enclavado en una plantación del siglo XVIII en las afueras de Bridgetown. “Barbados se sitúa al borde de la plataforma caribeña, al este del arco de las islas Windward que tradicionalmente dividen el Caribe del océano Atlántico”.
Mientras Loveridge me enseña la casa en la que residió George Washington durante dos meses, me entero de que más de un siglo antes de la revolución estadounidense se incluyó una ley que declaraba que “no habrá impuestos sin representación” en la Carta Constitucional de Barbados, que la alfabetización de la isla del 99,7 por ciento es superior a la de los Estados Unidos (99 por ciento) y que Barbados reivindica tener uno de los gobiernos más estables del hemisferio. Ello se atribuye, en parte, a los 339 años de gobierno británico que finalizaron con la independencia en 1966.
Aun así, llámelo Pequeña Inglaterra y verá cómo los lugareños ponen los ojos en blanco. “Solo es cierto a medias”, me dice un vendedor de la calle Bridgetown junto al edificio del parlamento de estilo británico. “Podemos ser pequeños, pero no somos Inglaterra”. Al observar a mi alrededor me doy cuenta de lo que quiere decir: bares donde se bebe ron en vez de pubs, camionetas con música soca a tope en vez de ómnibus de dos pisos, eso sin mencionar los rabos de cerdo a la brasa que me estoy comiendo. Pero mientras me encamino al centro, un inconfundible decoro cubre las metódicas e históricas calles.
Sin embargo, bajo todo este aparente civismo, subyace la herida que ha marcado muchas de las islas caribeñas: la esclavitud. Cuando las plantaciones de azúcar despegaron en el clima tropical de Barbados en la década de los cuarenta del siglo XVII, el gobierno británico envió a miles de esclavos del África Occidental.
La esclavitud se abolió en la isla en 1834, pero la psicología del esclavo y el patrón tardaría muchas generaciones en desaparecer. Así que, ¿cómo superó Barbados su historia de esclavitud para convertirse en lo que parece ser el Vagón de Bienvenida del Caribe? Lo averiguo al día siguiente en la Punta del Surfista, en la costa suroeste de Barbados. Hablo un poco con Zed Layson, propietario de Zed’s Surfing Adventures. Cuando noto un ligero acento irlandés en su habla, me dice que es la quinta generación barbadense, también conocidos como Bajan. Desciende de prisioneros irlandeses.
“Qué bendición -dice riendo-. ¡Cometer un crimen contra la Corona y que te envíen al paraíso!”. ¿Cómo hicieron -pregunto yo-, esos primeros colonos para ir por ahí creando colonias en estas tierras lejanas? “Se trata de compartir. Procedemos de una cultura de esclavos africanos, de las culturas británica, irlandesa, escocesa e india, pequeñas esencias que han conformado una atalaya del buen vivir’”, dice Layson.
¡Y también tiene vida nocturna!
El espíritu se hace patente en la noche semanal de parrillada de pescado los viernes en la ciudad pesquera de Oistins, en la costa sur de Barbados. La cocina Bajan gira en torno al marisco. De hecho, los Bajan no comen mucha carne roja, pero puede uno llenarse hasta las cejas de pescado fresco. Y cuando los platos de papel empiezan a apilarse, comienza a sonar la música en directo. Pero cuando las melodías soca suenan a todo volumen, son los turistas y no los lugareños los que saltan a la pista a mover sus esqueletos. Los Bajan se deslizan por su propia pista de baile en el cercano Bar de Lexie al son de los sesentas.
Me doy cuenta de que la pista de baile es una cancha de tenis en miniatura, parte del rompecabezas cultural que encontramos en Barbados. “El tenis de calle” es una versión popular isleña del famoso deporte, un efecto Bajan de la Pequeña Inglaterra. “Empezó en la década de los treinta del siglo pasado, cuando los locales veían jugar al tenis a los blancos”, explica McArthur Barrow, fanático del tenis callejero. “A nosotros no se nos permitía el acceso a sus clubs, así que inventamos nuestro propio juego”. Es ingenioso: un tablón de madera bajo actúa de red, las raquetas están hechas de contrachapado, y la pelota no tiene pelusa; se juega en cualquier superficie pavimentada, generalmente en la calle.
A la mañana siguiente, me dirijo tierra adentro, hacia las montañas. Un hombre con el que me encuentro, Richard King, no es demasiado tímido. Sobrepasa los 70 y ha vivido aquí toda su vida, cultivando batatas y otras verduras. No sabe de dónde proceden sus antepasados pero sus brillantes ojos azules no dejan lugar a dudas.
¿Qué es lo mejor de vivir en este lugar? “Siempre hemos tenido paz y tranquilidad —dice—. Sé que la isla está cambiando. Sólo espero que por aquí sigan las cosas tranquilas”.
Me pregunto por aquellos cuyos ancestros fueron traídos en barco desde los fuertes de esclavos de Ghana. Manejo tierra adentro hacia uno de los pueblos no blancos más antiguos de Barbados. El lugar que estoy buscando fue fundado medio siglo antes de la abolición de la esclavitud, cuando el propietario de la plantación cedió tierras a su amante esclava y a sus cuatro hijos. Pero no puedo encontrar Sweet Bottom (Dulce Trasero) en el mapa — por una razón que descubro cuando finalmente me tropiezo con ella.
“El gobierno piensa que el nombre es demasiado ordinario y ha decidido cambiarlo por Sweet Vale”, comenta Velda Merrick, una de las varias mujeres que lucen largas polleras floreadas y blusas blancas, y remueven con la azada los surcos donde se encuentran los brotes de batatas. Le pregunto a Merrick cómo se las arregla para realizar lo que parece un trabajo extenuante. “Demasiado sol, un día demasiado largo, un sueldo no muy bueno, pero es la vida que nos gusta”, afirma, mientras las otras mujeres asienten con la cabeza.
Para tener perspectiva, visito a Richard Hoad, un criador de cabras e irascible columnista del diario de Barbados Nation. La familia de Hoad llegó de Inglaterra en 1850 para establecer un negocio en Bridgetown. Mientras nos sentamos en el parque de su casa, le pregunto por su versión sobre la aparente cordialidad innata de la isla. “Nosotros, los Bajan, nos reunimos en un terreno común, comemos la misma comida, escuchamos la misma música”, afirma Hoads. “Incluso pensamos parecido. Eso crea un sentimiento común verdaderamente agradable”.
¿Cómo ser deportado a Barbados pasó de ser prácticamente una sentencia de muerte a una experiencia alentadora? Yo lo atribuyo a una alquimia especial entre los barbadenses y su isla mágica. El lugar genera momentos en los que, de repente, uno siente que forma parte de todo lo que lo rodea. Y no hace falta ser Bajan para experimentarlo.
Mi momento llega la última noche cuando observo una multitud mirando un partido de tenis callejero en Speightstown. Cuando ven que tengo la raqueta en la mano, me empujan junto a la alineación y de repente me encuentro frente a La Roca. No me da cuartel. Sin embargo, estoy en la zona y veo la pelota tan grande como un fruto del árbol del pan. La Roca tira una pelota, yo la golpeo con todo el efecto que puedo y se la cuelo entre las piernas. Los espectadores aplauden y ríen mientras me quedo sonriendo como un tonto bajo el halo ámbar de una farola. Siento el corazón tan grande como un continente y estoy por ello seguro de que soy uno más.