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El dilema

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¿Son los biocombustibles una alternativa viable para reemplazar al petróleo?

¿Está ya el combustible «verde» entre nosotros?

El año pasado subí por primera vez a un auto que se mueve gracias al biocombustible derivado del aceite usado en las frituras, el mismo que habitualmente los restaurantes desechan en las cañerías del desagüe o que nosotros tiramos a la basura. Al encender el motor, lo primero que sentí fue un intenso ¡olor a papas fritas! Pero el andar del vehículo (cambio de marchas, aceleración, frenos) era idéntico al de cualquier otro impulsado por combustibles tradicionales. El auto, marca Volkswagen Gol, debía tener unos 10 años de antigüedad y no se le había realizado ninguna modificación para que pudiera funcionar con biocombustible.

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Se puede hacer biocombustibles con maderas o cañas, con semillas o con estiércol; se hace con remolachas, frutas, arroz y hasta con el aceite usado de las papas fritas. Provienen de la biomasa, es decir, de toda la materia orgánica que se encuentra en la tierra, constituyen una fuente de energía renovable y, como sus propiedades son similares a los combustibles originados del petróleo, se pueden mezclar ambos en cualquier proporción sin problemas. Los biocombustibles más usados son el biodiésel y el bioetanol.

El primero se obtiene del aceite vegetal (puede ser de soja, girasol, colza, palma) nuevo o usado, o de las grasas animales que descartan los frigoríficos tras la faena. Su combustión genera, de acuerdo a los componentes que incluya la preparación, un olor similar a las galletitas dulces recién horneadas o al de las frituras. Puede usarse puro o mezclado con gasoil.

Por su parte, el bioetanol se alcanza a través de la fermentación de las materias primas ricas en sacarosa (caña de azúcar, melaza, sorgo), en almidón (granos de maíz, cebada, trigo, papa), o en celulosa (pastos, pajas, maderas, y algunos residuos agrícolas). Se lo puede combinar con naftas o utilizarlo puro, como sustituto del combustible fósil.

El biocombustible tiene sus ventajas: reduce al 80 por ciento las emisiones de CO2, causantes del efecto invernadero; disminuye las emisiones de azufre, principal motivo de la lluvia ácida; es biodegradable y duplica la vida útil de los motores por la óptima lubricidad que, especialmente, tiene el biodiésel.

Todos los vehículos están en condiciones de utilizarlo: autos, camiones, maquinarias. Incluso, el año pasado, la Fuerza Aérea Argentina realizó una prueba en un avión Pucará A-561: se le agregó un 20 por ciento de biocombustible en base a aceite de soja al JP1, combustible de mayor octanaje que utiliza la aviación. Los resultados fueron óptimos.

En principio, la sensación de transitar en vehículos que funcionan a base de biocombustible alivia. Consciente de la simpleza que encierra el proceso para su fabricación, la comparación con el petróleo es inevitable: costosos estudios para encontrarlo, su extracción y el traslado, los precios del barril, la contaminación y guerras desatadas en su nombre.

Así es que el biocombustible aparece como la mejor posibilidad de sustituir al petróleo, de precio alto y escaso. Además, según los especialistas, América Latina tiene el potencial para cubrir una buena parte de la demanda mundial futura y la producción de biocombustible crece año tras año. En la actualidad, en Brasil, la caña de azúcar, con la que se elabora la cachaça, sirve para producir casi la mitad del combustible que utilizan los autos, a un precio un 40 por ciento más barato en relación con los combustibles tradicionales. A partir de este año, el combustible utilizado por la totalidad de los camiones, tractores y autos brasileños debe tener por lo menos un dos por ciento de biodiésel; en 2013 será un cinco por ciento.

En la Argentina, la ley establece que en 2010 el gasoil y la nafta deberán incluir al menos un cinco por ciento de combustibles verdes. Para ese año, el país necesitará 600.000 toneladas de biodiésel para mezclar con gasoil y 160.000 toneladas de etanol para agregar a las naftas, por lo que la producción de oleaginosas en la pampa húmeda sobraría para abastecer al mercado local.
El uso de estos combustibles es visto como una posibilidad cierta para atenuar el cambio climático y reducir la vulnerabilidad de sociedades que dependen del petróleo, como los Estados Unidos. Para ello se necesitan suelos adecuados, climas favorables y buena topografía, una condición que hoy garantizan países como la Argentina, Brasil o Paraguay, ya que poseen extensiones aptas. A su vez, éstos ya han tomado la decisión de no detener la intensificación de la agricultura, y las proyecciones de siembra están creciendo de manera exponencial.

Sin embargo, el fenómeno de los biocombustibles es complejo y también entraña riesgos si se piensa en una producción desbocada. Por otra parte, la agricultura es una de las actividades humanas que modifica la cobertura y la calidad de los suelos. Las consecuencias: se perderán especies y se verá afectada la diversidad.

Uno de los problemas más serios de la producción masiva de biocombustible es el costo ambiental que significará atender a la creciente demanda mundial. La expansión de la frontera agropecuaria para incrementar las plantaciones de soja, cultivo más que rendidor, resulta sorprendente. Durante la década del 80, Brasil produjo la tala de 800.000 hectáreas por año. En la Argentina, hasta el año pasado cuando se aprobó la ley que regula el desmonte, había un promedio de deforestación anual cercano al 300 por ciento, algo así como ¡quince veces! la superficie de la Ciudad de Buenos Aires.

El biocombustible se puede obtener de: soja, caña, aceite, grasa animal, celulosa.

La soja es el cultivo de mayor expansión en la región y, sólo en la Argentina, hay ocho plantas (y cinco más en ejecución) para exportar millones de toneladas con destino a la fabricación de biocombustibles.
El otro punto de discusión —quizás el dilema central— tiene que ver con el incremento del precio de los alimentos, ya que las materias primas de los biocombustibles son a la vez fuente de proteínas de la población.

El impacto en los precios dependerá de la materia prima que se utilice para producir biocombustible. Por ejemplo, si al total del combustible consumido en el mundo se le agregara un diez por ciento de bioetanol harían falta 20 millones de hectáreas cultivadas con caña de azúcar o unos 220 millones con maíz o trigo. En ambos casos, la cantidad es enorme. El relator especial de la ONU, Jean Ziegler, aseguró recientemente que “para llenar el tanque de un auto (50 litros) con biocombustible, se necesitan unos 200 kilos de maíz, cantidad suficiente para alimentar a una persona durante un año”.

Una de las claves para garantizar los recursos naturales en el futuro podría ser la elaboración de biocombustibles en el ámbito local con insumos de fácil obtención. Un agricultor que labore unas 50 hectáreas puede cubrir sus necesidades de combustible con solo dedicar un 2 por ciento de su terreno para biodiésel. De este modo el pequeño productor tendría la posibilidad de elegir de acuerdo a su conveniencia: si sube el precio del gasoil fósil, optará por elaborar biodiésel a menor costo, y si baja tendrá la opción de vender su grano y comprar gasoil. Algo así como tener “el pozo de petróleo” en el campo.

Conviene no dejar de lado la dimensión ambiental, social y energética ante el desafío que impone el agotamiento de los recursos naturales. Las necesidades locales deberían tener prioridades sobre el comercio global, tomando en cuenta que la destrucción de ecosistemas originales afectará a todos por igual. Es indiscutible la necesidad de buscar el equilibrio entre el volumen de consumo y las posibilidades de generación que nos ofrece el planeta.

Es central la comunión de decisiones estratégicas que permitan elegir el tipo de cultivos más adecuados para que ocupen la menor extensión de tierra posible logrando el mayor rendimiento para la obtención de combustibles, sin que esto produzca una merma en la oferta alimentaria.

El consenso debería ser posible dada la variedad de fuentes orgánicas que permiten la elaboración del biodiésel y aquí la intervención de los Estados para defender el interés común será fundamental frente a la lógica de mercado que tradicionalmente no ha tenido en cuenta las variables ambientales.

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