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Castores canadienses

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Esta especie de castor creció sin control en el sur del continente.

Los árboles talados de la noche anterior se esparcen sobre la tundra como lápices a los que les acaban de sacar punta. Están ahí, tumbados sin remedio, entre los manchones de nieve. Son ejemplares maduros de especies valiosas de la Patagonia: lengas, ñires y coihues. Otra tanda de troncos y ramas flota sobre el río y se interpone en el curso natural de las aguas formando diques que podrían haber sido construidos por un ingeniero civil.

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El desmonte y las obras sobre el agua son labores que, en las zonas más australes de Chile y la Argentina, desarrolla desde hace seis décadas el castor, un animal simpático, inteligente y habilidoso que se procrea en la región desde 1946, cuando fue introducido por el Ministerio de Marina en la cuenca del río Claro, en Tierra del Fuego.

El castor canadiense
llegó a la Argentina en avión: 25 parejas procedentes de la provincia de Alberta fueron trasladadas en un aparato de la Fuerza Aérea Argentina fletado especialmente. En aquella época se pensaba que la introducción de la especie podría ser un buen negocio por la cotización que tenían las pieles en el mercado internacional. Antaño no se tuvo en cuenta que los animales carecerían aquí de los predadores naturales que equilibran su población en el hemisferio Norte (lobos y osos). El resultado es que se han reproducido como en ningún otro lugar en la Tierra. El intento por mantener a la población controlada fracasó porque se dispersaron siguiendo los cursos de agua y poblaron agresivamente la región.

En 1964, los castores llegaron a Chile y, desde hace unos años, hay evidencias de que cruzaron el Estrecho de Magallanes instalándose en territorio continental, según el testimonio de vaqueanos que dicen haber encontrado ejemplares en la Península de Brunswick, frente a la Isla Dawson, que también está colonizada.

Sesenta y cuatro años después todo intento de comercializar las pieles o su carne ha sido en vano, y el resultado es que estos roedores semiacuáticos y de pelo marrón aprovecharon que no tenían un rival en la cadena alimenticia local, construyeron diques con ramas, inundaron zonas bajas y pudrieron gran parte de los bosques de la zona. Según funcionarios de Vialidad Nacional argentina, también provocan daños sobre las rutas, obstruyendo puentes o tapando las cunetas y alcantarillas. En Tierra del Fuego el fenómeno de lo que producen las especies invasoras se aprecia con claridad. El castor reina en lo que se ha constituido el cementerio de otras especies. Árboles muertos, nidos que ya no están, aves que forzosamente emigraron.

Tras 40 años de estar protegido expresamente, se pensó en la posibilidad de frenar su desarrollo permitiendo la caza libre.

Aquellas 25 parejas, sin barreras biológicas que morigeraran su crecimiento, se reprodujeron de tal modo que la población en la Argentina y Chile asciende hoy a unos 70.000 ejemplares. “El castor es una especie invasora que produce graves alteraciones ambientales y por esa condición se la considera plaga”, explica Marta Lizarralde, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), que realiza un seguimiento de esos animales desde hace más de 20 años.

Los castores construyen sus madrigueras en los cursos de agua. Son herbívoros y, a través del armado de diques, modifican el medio para guardar sus alimentos durante el invierno. Para la edificación de estas estructuras, utilizan barro y principalmente los troncos de los árboles que derriban con sus poderosos incisivos. Es el animal nacional de Canadá y, por lo tanto, una especie valorada localmente porque propicia la creación de humedales, controla inundaciones y puede eliminar contaminantes de la corriente.

Sin embargo, en un ambiente que no reúne las características de su territorio original, puede causar daños que, en el caso de la Argentina y Chile, son valuados en cientos de millones de dólares. Un castor adulto puede cortar un árbol de 30 cm de grosor en unos 15 minutos gracias a sus cuatro incisivos afilados y endurecidos por el esmalte naranja que los recubre.

En el agua se mueven con mayor comodidad que en territorio firme y la cola les sirve de timón para manejarse en los diferentes canales que muchas veces construyen ellos mismos para acercarse a los lugares donde colectan alimentos y los materiales necesarios para el laboreo, que generalmente hacen de noche. Transportan el barro y las piedras con sus extremidades delanteras y las maderas entre sus dientes. Ubican la reserva de comida en el fondo del estanque y, mientras más frío sea el clima, más importante se vuelve la acumulación segura de alimentos.

De todos modos, por crudo que sea el invierno, jamás los sorprende: para que la superficie de agua donde viven no se congele y les imposibilite salir en caso de agotar las reservas, los castores dejan algunas ramas flotando. Los troncos en movimiento impiden la solidificación del líquido y se aseguran una rápida evacuación en caso de emergencia.

El castor canadiense es el emblema a la hora de citar las alteraciones que provocan las especies introducidas. Quizá sea el caso más estudiado y en la Argentina lleva más de 20 años de investigación. Se sabe mucho de su comportamiento y de la porfía que tiene el animal para abandonar territorios colonizados, pero no hay resultados en torno al control de su crecimiento desbocado.

Tras 40 años de estar protegido expresamente, se pensó en la posibilidad de frenar su desarrollo permitiendo la caza libre, luego llegaron los incentivos para pobladores de la zona que con exhibir cada cola del animal (una prueba de su eliminación) recibían unos cinco dólares. El Estado suministraba las trampas diseñadas especialmente para que el animal sufra lo menos posible. Pero todo ha resultado fatalmente escaso “muchas veces por la falta de continuidad y la facilidad con que se multiplica la población”, apunta Diego Valenzuela, a cargo del departamento de Fauna y áreas protegidas de Tierra del Fuego.

Recientemente las autoridades chilenas y argentinas encargaron un estudio de factibilidad de la erradicación de la especie. Un grupo de consultores internacionales presentó el informe diciendo que sería posible, pero la lucha debería ser persistente durante al menos una década y con un presupuesto inicial de 33 millones de dólares.

La doctora Lizarralde adelanta que “técnicamente en Tierra del Fuego será imposible erradicar la especie por las características del territorio”. Explica que es un archipiélago conformado por cientos de islas y hay áreas inaccesibles para colocar las trampas o cualquier otro dispositivo que garantice el objetivo propuesto que, por lo demás, no cuenta aún con los fondos necesarios para empezar.

La especie forma parte de unas 500 exóticas que, por diferentes razones, fueron introducidas en el territorio nacional argentino. Sólo en la zona insular de la que hablamos, el 65 por ciento de las especies animales y vegetales son exóticas, es decir, introducidas de manera intencional o por accidente. Hoy conviven con las nativas tres variedades de ratas, visones, renos, cabras y ciervos colorados.

En su afán de progreso y bienestar, sin tener en cuenta los procesos ambientales que se irían a desatar, el hombre propició el enclave de especies insospechadas de maldad pero cuyos efectos han sido devastadores en desmedro del patrimonio biológico local. Son variedades foráneas que integran este listado la rosa mosqueta y las margaritas, los jabalíes, las liebres, los conejos, los gorriones, las ranas toro, los ciervos, las truchas arco iris y, claro, los castores.

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