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En tren a Siberia

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El recorrido en el Transiberiano Express es uno de los viajes en tren más épicos del mundo.

Una experiencia fabulosa para todas las edades

“Lo más divertido”, dijo mi hija de siete años en mi primer viaje en el Transiberiano, en 1991, “es que te acuestas al lado de una persona y cuando te despiertas estás al lado de otra diferente”. Veintidós años después, sigue siendo una realidad.

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En 1991, justo antes de la creación de la Federación Rusa, viajé de Moscú a Irkutsk para visitar a unos amigos con mi hija Sasha y su hermana de cuatro años Anya en un compartimento de cuatro literas. Los compañeros del camarote aparecían y desaparecían del tren como fantasmas en mitad de la noche.

Esta vez, me dispongo a viajar en solitario, 5.152 kilómetros a lo largo de la estepa rusa, para visitar a mis amigos y descubrir lo mucho que ha cambiado esta nueva Rusia, despótica y democrática al mismo tiempo. Salimos de la estación de Yaroslavskii, en Moscú.

Tras décadas de radicales cambios políticos, este lento y pesado tren verde sigue siendo exactamente igual, si bien es verdad, que si uno mira por la ventana, los carteles de propaganda comunista han sido sustituidos por llamativas pintadas y las banderas soviéticas por señales de neón que anuncian bebidas gaseosas. Pero el gran tren verde no ha cambiado en absoluto. “Que mezcla tan horrible, ¿verdad?”, dice suspirando uno de los pasajeros del compartimiento de al lado que va apoyado, como yo, en la baranda del pasillo. Observo en el exterior el desorden de garajes, hangares, quioscos y casetas destartalados, con autos estacionados por todas partes.  “Sí”, continúa, “durante la era comunista había poryadok (orden). Ahora es un bardak (basurero)”. Asiento con la cabeza e intento batirme en retirada, pero se ha quedado ensimismado y me mira fijamente con brillantes ojos. Esa es otra cosa que tampoco ha cambiado: a los rusos les encanta quejarse de la política. El tren serpentea a unos 50 kilómetros por hora.

Una vez a bordo del tren, me alegra descubrir que comparto el habitáculo con dos ancianas hermanas de Siberia. Galya y Svyeta empujan mi equipaje bajo sus literas (la repisa para el equipaje se pasa inexplicablemente todo el viaje ocupada por una enorme bolsa de lino) antes de sentarse a leer sus novelas rosas. “Un viaje en tren como este era más asequible en los viejos tiempos”, gruñe Galya apasionadamente, mientras remueve el té en la taza y casca un huevo hervido. “Por el contrario, mi pensión mensual de 2.000 rublos (65 dólares) solo cubre las facturas de mi casa, sin incluir la comida”.  Tanto ella como Svyeta han tenido que ponerse a trabajar en turnos nocturnos en la fábrica para poder costearse la visita a su tía en el sur de Rusia.

Malik se sube al tren diez horas después y se une tímidamente a nosotras, quienes estamos sentadas en las dos literas de abajo. Las tres nos ponemos nerviosas cuando nos dice que es checheno, pero media hora después las dos hermanas lo interrogan amablemente y nos informa de que el presidente checheno, colocado en el poder por Putin, es un bandido que se aseguró de que el 99 por ciento de su pueblo votara a su mentor en las elecciones presidenciales rusas. “Es un país de mafiosos”, dice encogiéndose de hombros. No sé si se refiere a Rusia o a Chechenia. Podría ser cualquiera de los dos.

Viktor, desde el compartimento contiguo, descubre que soy inglesa y baja galantemente de un salto en la estación de Alexandrov para limpiar la ventana haciendo un círculo para que yo pueda hacer fotos de las brillantes cúpulas doradas de la ciudad. Viktor se sube de nuevo en el tren, tambaleándose y oliendo, tengo que decirlo, a vodka del mercado negro, prohibido en el tren pero vendido en el andén por sospechosos hombres con abultados abrigos. Entonces me enseña orgulloso una serie de fotos aterradoras que lleva en su billetera, de puentes de ferrocarril que se han caído y colisiones de trenes. Es chofer de tren.

Los paisajes, el coche restaurante y más…

El tercer día empieza a nevar mientras nos deslizamos por Nikolo-Poloma. Después nos adentramos en las estribaciones alpinas de los Urales y más tarde llegamos a la emergente ciudad de Perm, la antigua Molotov, llamada así por un político de la era estalinista.
 
Durante mi primer viaje en el Transiberiano Express, mis hijas y los demás pasajeros se entretenían con libros, juegos de cartas y ajedrez, pero hoy en día las nuevas generaciones cuentan con portátiles, teléfonos móviles y tabletas, y se pelean por el único enchufe del pasillo aunque la revisora insiste en que solo se puede utilizar para enchufar su aspiradora.

Decido ir al coche restaurante, a sabiendas de que tengo que maniobrar por una serie de resbaladizas placas heladas de metal que unen unos vagones con otros. El coche restaurante está vacío y es relativamente lujoso. La música ambiental soviética se ha sustituido por música pop sacada directamente del reproductor de la moza. Para mi sorpresa la comida cuesta nada menos que 40 dólares, más de la mitad de lo que cobra Galya de pensión. Ni que decir tiene que no hay un alma.

Cuando vuelvo al compartimento me encuentro a Maxim, el oficial del ejército, contándole a las dos hermanas cuando su pelotón tuvo que blanquear hectáreas de nieve mugrienta antes de la visita de uno de los insignes generales. “Alcanzas el rango de comandante por tus propios méritos”, dice con tristeza. “A partir de ahí, depende de los contactos que tengas. Los generales son los hijos de los generales”.

Entonces nos paramos en la pequeña estación de Zima (que significa “invierno”) y doy un grito ahogado al ver a las abuelitas dando traspiés en el hielo al cruzar las vías delante de los trenes en movimiento para llegar al andén en el que nos hemos detenido y donde venden pastelillos calientes de col y pescado desecado.
Hoy hay puestitos de Pepsi y Coca-Cola por todos lados, pero afortunadamente para las viejitas, a todos nos sigue gustando tomar uno o dos pasteles caseros como suplemento a nuestros noodles deshidratados.

Han pasado tres días y todos hemos caído en el sopor del transiberiano bajo la tenebrosa luz del vagón. El letargo se instala en nuestro compartimento mientras por la ventana vemos pasar la estepa enterrada bajo una densa capa de permafrost.
Se apagan las luces para ahorrar electricidad mientras nos mecemos suavemente con el balanceo del vagón y escuchamos las ruedas.

Lo que falta es gente. Con sus pueblos vacíos y su paisaje desierto, Siberia parece abandonada. En su día, mis hijas se quedaron extasiadas con los trineos tirados por caballos y los hombres y niños que pescaban en el hielo. Hoy parece como si a todos los seres vivientes se los hubieran tragado las ciudades.
“A mis padres les gustaba la estabilidad de la era soviética”, afirma Alexander, serio empresario que ha ocupado el puesto de Maxim. “Pero a mí me gusta pelear para ganarme la vida”, dice levantando la mirada mientras juega a Angry Birds en su teléfono.  

En las horas mágicas del amanecer observo desde mi litera la estación y veo a un hombre avanzar con dificultad por el andén, con nieve hasta la cintura, con un niño pequeño en un brazo y dos maletas bajo el otro.   
Cinco minutos después se abre la puerta de nuestro compartimento y ahí está, jadeando. Echo un vistazo a la otra litera. Alexander se ha ido. Una sola litera para el hombre y su hijo. A la mañana siguiente, Grischa, el niño de cuatro años, se pone a ver su DVD. Cuando viajé con mis hijas, solo  tenían un cuaderno para colorear. Era otra época, pero esto sigue siendo la eterna Rusia.

“Socialismo o democracia, da igual”, dice el padre con una triste sonrisa mientras mece a su hijo para que se duerma. “Nos encanta estar deprimidos y dejar que el vodka llore por nosotros”.

Todavía es de noche cuando entramos lentamente en la estación de Irkutsk, nuestro destino final, a las nueve en punto. Todos mis compañeros de viaje se han bajado antes y cuando me bajo y miro a mi alrededor en el frío aire de la mañana (-15ºC) me golpea la misma sensación de soledad y abandono que hace décadas cuando llegué con mis dos hijas.  

Los lectores pueden hacer el viaje del transiberiano con más comodidad en el Golden Eagle. Es un tren privado que va desde Moscú hasta Vladivostok.

Para más información consultar www.seat61.com/Trans-Siberian.htm

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