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La alquimia, precursora de la química

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Gracias a sus experimentos, los alquimistas descubrieron el plomo, el cobre y el sulfuro.

¿Cómo intentaban los alquimistas convertir en oro los metales comunes?

Un desapacible día de finales de diciembre de 1666, en La Haya, un forastero harapiento se presentó en casa de John Frederick Helvétius, médico del Príncipe de Orange y uno de los principales alquimistas de Europa (alquimia deriva del árabe alkimiya, «el arte de la transmutación», o del griego khemia, «la fundición y aleación de metales»). Después de presentarse como Elías el Artista, el extranjero le mostró a Helvétius tres pequeños objetos cristalinos de color amarillo azufre que llevaba en una cajita de marfil. Según él, eran trozos de la piedra filosofal, la legendaria piedra que transmutaba en oro los metales comunes.

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Brillante como el oro

Después de muchos ruegos, Helvétius logró que Elías le diera un trocito de la mágica sustancia. En presencia de su mujer y de su hijo, la colocó en un crisol y la calentó al rojo vivo mezclándola con un trozo de plomo. Según sus propias anotaciones: «Se produjo un sonido silbante y una ligera efervescencia, y el compuesto adquirió un tono verde brillante… ¡Al comenzar a enfriarse, empezó a brillar como el oro

Loco de emoción, Helvétius corrió a llevarle el metal, aún templado, a un orfebre vecino, quien lo examinó y declaró que era oro. La noticia se propagó como la pólvora por La Haya y un reguero de ilustres visitantes acudió a ver el oro «de fabricación humana». Entre ellos, el inspector general de la Casa de la Moneda, quien ratificó que se trataba de oro puro.

Los alquimistas llevaban siglos tratando de dar con la fórmula del oro y, gracias a sus experimentos, descubrieron el plomo, el sulfuro, el cobre, el estaño y el mercurio. «Se entregan diligentemente a su labor», escribía en el siglo XVI el médico y alquimista suizo Paracelso. «No pierden el tiempo en conversaciones ociosas, sino que encuentran su felicidad en el laboratorio».

Otro de los empeños de los alquimistas era producir el «elixir de la juventud», sustancia legendaria que prolongaría la vida indefinidamente. Paracelso sostenía que la fabricación del elixir no era demasiado complicada: bastaba con disolver la piedra filosofal en vino. «El elixir limpia todo el cuerpo de impurezas al introducir en él nuevas energías de juventud que se mezclan con la naturaleza del hombre». Por lo visto, Paracelso no alcanzó el éxito, ya que murió en 1541 a los 47 años.

No es oro todo lo que reluce

En el libro Vida Eterna, un médico y químico belga del siglo XVII, Johannes van Helmont, afirmaba haber usado la piedra filosofal con frecuencia. Según él, era pesada, de color azafranado y brillaba como el cristal. Su fórmula para producir oro consistía en añadir mercurio caliente a un trocito de la piedra. Un siglo después, el extravagante aventurero italiano que se hacía llamar «Conde» Alessandro di Cagliostro, alquiló un piso en Londres para dedicarse a su pasatiempo favorito: la alquimia.

Muchas personas, y sobre todo muchas mujeres, se dejaron cautivar por Cagliostro y le entregaron dinero para que lo transmutara en lo que resultó ser ámbar sin ningún valor. Cagliostro continuó sus andanzas en París y en Roma, donde fue detenido por orden del Papa Pío VI y condenado a cadena perpetua por herético.

La Iglesia Católica condenaba la alquimia, en especial porque algunos alquimistas sostenían que la piedra filosofal representaba a Cristo y que sus artes ocultas tenían un valor espiritual para la humanidad. Sin embargo, «los únicos valores en que los alquimistas están interesados», según afirmó un tratadista posterior, «eran los que les permitían fabricar dinero y riqueza».

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