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Cuando el amor no basta

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Una verdadera historia de coraje novelada.

Lucas nace un frío día de invierno. El parto fue largo y agotador. Apenas puedo ver unos instantes a mi bebé, antes de que se lo lleven para limpiarle las vías respiratorias y darle oxígeno. Al cabo de un rato lo estabilizan y por fin me permiten abrazarlo. Siento su cuerpito tibio y suave sobre mi vientre. Es un pequeño milagro. Rozo con los labios su tersa frente e inhalo su aroma. ¡Si tan sólo pudiera guardar esta emoción en un frasco!, un frasquito que pudiera abrir de vez en cuando para recordar las maravillas de la vida…

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Lucas es apenas un nene de dos años cuando comienzo a darme cuenta de que es diferente. ¡Es tan callado! Si quiere algo, me tira de la ropa y lo señala. Pero aparte de eso, rara vez usa gestos para comunicarse. Tampoco dice sí ni no con la cabeza. A menudo se frustra y se enoja porque no lo entiendo: grita, patalea y da manotazos. No reacciona cuando le hablo ni al llamarlo por su nombre. Mi esposo, Calle, y yo, empezamos a preguntarnos si será un poco sordo. ¿O no? Cuando digo “dulce”, Lucas corre hacia mí de inmediato. No obstante, escapa del contacto físico. A veces acepta sentarse a upa, pero por lo general sólo cuando está muy cansado. Aprovecho cualquier oportunidad para abrazarlo, pero no son más que unos instantes, y demasiado infrecuentes.

El niño tiene problemas para concentrarse. Revolotea por todos lados como una mariposa, y apenas se detiene en algún lugar para reiniciar el vuelo en seguida. No le gustan los juguetes; le interesa más explorar. Le encanta hacer que las cosas giren: si tiene un cochecito, en vez de ponerlo a rodar en el suelo, lo da vueltas y hace girar las ruedas. Le fascina hacer esto con todo objeto redondo: anillos, monedas… También lo hace con su cuerpo. Tratamos de detenerlo, porque si no, continúa hasta que se marea y se cae.

No le interesa jugar con otros chicos. Si estamos en el parque, se sienta en el arenero y tira arena a su alrededor, o arroja piedras en los charcos, indiferente a los demás. A veces trata a su hermanita, Sara, como si fuera un objeto o un mueble. Suele taparla con una manta, y si ella le obstruye el paso, la levanta —en algunas ocasiones agarrándola por el cuello—, la cambia de lugar y la deja caer al suelo.

La palabra “autismo” me ronda la cabeza. Busco información en Internet. Mucho de lo que leo allí describe a Lucas, pero Calle y yo nos negamos a creer que sea tan grave.

Le contamos nuestros temores a la abuela de Lucas, Gunilla, que lo ve con frecuencia y se lleva muy bien con él. Ella nos dice que nuestro hijo no puede ser autista: ¡es tan alegre y juguetón! Es cierto que apenas habla, pero todavía es chico. Su hermanita nació hace poco, y en estos casos es común que el desarrollo de los niños se retrase por un tiempo.

Ante nuestras dudas, Gunilla nos sugiere buscar ayuda profesional. Luego de hacer varios llamados, hablamos con una terapeuta del lenguaje que puede atender a Lucas, pero no antes de octubre. Tal vez sea lo mejor; así podrá madurar un poco más.

Con la terapeuta

Llegó el otoño. Lucas y yo tenemos una cita con la terapeuta del lenguaje. Es un día despejado, pero frío y con viento. No hay tráfico, así que pronto llegamos al hospital. Mi hijo está tan lindo con su pelo rubio, lacio y corto. Me mira con sus enormes ojos azules. Su carita redonda está seria. ¿Acaso percibe mi inquietud?

La terapeuta nos recibe. Es más o menos de mi edad. Se inclina un poco para saludar a Lucas. Él se mueve hacia un costado y corre hacia la recepción. La mujer lo sigue, sonriendo. Lucas corre por todas partes. Trato de calmarlo y de hacer que se siente a upa, pero es imposible.

— Déjelo —me dice la terapeuta—. Aquí no hay nada que pueda romper, y usted y yo tenemos que hablar.

Intento relajarme, sin dejar de mirar a mi hijo. La terapeuta me pregunta sobre su edad, desarrollo, relaciones familiares y el motivo de la consulta. Luego lee el expediente: Lucas no balbuceó a los seis meses; a los 10 no comprendía palabras sueltas, y a los 18 no decía más de 10 palabras coherentes, ni podía señalar las partes de su cuerpo. El nene ya va a cumplir tres años. La mujer me pregunta si le han hecho un examen de audición.

 — Sí, en primavera —contesto—. Lucas oye bien con el oído derecho, pero la prueba del oído izquierdo no fue concluyente porque costó trabajo hacérsela. La verdad, no creo que sea un problema auditivo. Parece que el chico escucha bien cuando quiere.

La mujer levanta una bolsa amarilla y trata de que Lucas se acerque, pero él sigue corriendo por el cuarto. Lo atrapo y nos sentamos en el piso.

—Mirá —le dice la terapeuta al niño, y saca una vaca de plástico de la bolsa—. ¿Qué es esto?

Lucas no responde.

— ¿Cómo hace la vaca?

Sigue el silencio. Entonces saca un coche de juguete. El niño casi se lo arrebata y empieza a hacer girar las ruedas.

— ¿Qué es eso? —insiste la mujer.

Lucas no contesta ni la mira; sólo sigue jugando. Ella le saca el coche y el niño protesta.

— Mira, podés tomar otra cosa de acá —dice, y le acerca la bolsa.

El niño mete la mano y saca una pelota, que de inmediato lanza al otro extremo del cuarto.

— Pelota —dice la terapeuta.

Quiere que Lucas repita la palabra, pero él no quiere hacerlo. La mujer lo intenta con otros objetos, pero no le hace el menor caso. De pronto Lucas se levanta, va a buscar la pelota, me la tira y dice “¡Ay!”. Me la arroja una y otra vez.

— Mano —dice al cabo de un rato, lo que significa que quiere sentarse sobre mis piernas.

Es como si el lenguaje no fuera algo natural para él y tuviera que inventar una gramática propia, y significados para las palabras. Le pregunto a la terapeuta qué piensa, y si podría ser autista. Me dice que no puede emitir un juicio tras una sesión tan breve, pero me aconseja acudir a un neurólogo para que lo evalúe. Entonces nos despedimos y volvemos a casa.

Hacer algo pronto

La visita a la terapeuta del lenguaje confirma nuestros temores y sospechas. Durante más de medio año nos limitamos a esperar que se produzca un cambio en Lucas. Ahora estamos ansiosos por conseguir consejo y ayuda. Llamo por teléfono al Hospital Infantil Sachsska, en Estocolmo, y una enfermera casi se ríe de mí.

— ¿Una evaluación neurológica antes de Navidad? Es imposible. Ya es octubre y tenemos una lista de espera de dos años —dice—. Primero necesitamos que su médico le dé la orden.

Una lista de espera de dos años. No puedo creerlo. Siento pánico. No podemos esperar tanto. ¿Y si el chico está enfermo y necesita tratamiento? ¿Y si tiene un tumor cerebral?

— ¿Hay algún otro hospital al que podamos ir?, pregunto, alterada.

Me contesta que sólo unos cuantos hospitales realizan esos exámenes, y me dice algunos nombres. Hago varios llamados, pero las listas de espera son igual de largas. Una enfermera menciona que podemos obtener una evaluación en el consultorio privado del doctor Tore Duvner.

Después de hablar con mi esposo, llamo al doctor Duvner. Su lista de espera es de tres meses, pero lo convenzo para que nos atienda antes. Le llevará tres meses realizar la evaluación, y la comenzará dentro de 30 días.

Estoy desesperada. ¿No hay nada que podamos hacer mientras esperamos el diagnóstico? Llamo al centro de apoyo para niños y adolescentes autistas —donde psicólogos, terapeutas del lenguaje y maestros de educación especial aplican programas de intervención individualizados—, y pregunto si pueden ayudarnos. Me dicen que sí, pero antes se requiere el diagnóstico. También tienen una lista de espera, claro, y es de un año.

Todo lo que leo me hace ver la importancia de la intervención temprana: cuanto más pequeño sea el niño al empezar a recibir educación especial, más altas son sus probabilidades de llevar una vida normal. Tenemos que hacer algo ahora.

Me pongo a buscar un tratamiento que pueda ayudarlo. Por las noches, mientras los chicos duermen, navego en la Red y leo todo lo que encuentro sobre autismo y trastornos del lenguaje. Reviso informes científicos durante horas, todos los días. Elijo materiales y empiezo a desarrollar mi propio método educativo. Entre otras cosas, uso películas y fotos para enseñarle a Lucas a nombrar objetos y personas de su entorno. Poco a poco comienza a entender. Hacemos un álbum con fotos de alimentos, bebidas y personas ocupadas en diversas tareas. Lo llevo a Datateket, un lugar donde los chicos con problemas de aprendizaje pueden jugar y aprender con computadoras. Lucas prueba algunos juegos y parece muy divertido cuando pasan cosas en la pantalla. Pronto aprende a usar las diferentes teclas y el mouse.

Una noche estoy sentada en el sillón con un libro en las manos. Apenas llevo leídas unas páginas cuando le digo a Calle: — ¡Creo que encontré un método que podría servirle a Lucas! El método parte de que el niño padece un trastorno de aprendizaje, y que antes de empezar a aprender, debe “aprender a aprender”. Llamo a la autora, quien me dice que en la ciudad de Uppsala, al norte de Estocolmo, hay un psicólogo llamado Örjan Swahn que enseña esa pedagogía y da conferencias sobre el tema.

Me convenzo cada vez más de esta opción y entonces me comunico con el psicólogo. Swahn dice que debemos formar todo un equipo alrededor del niño, integrado por nosotros —los padres—, terapeutas y maestros de educación preescolar. Sus ejercicios están diseñados y desarrollados paso a paso. Pienso que su estrategia de enseñanza suena bien, así que nos inscribimos en uno de sus cursos.

En diciembre y enero, Lucas es evaluado. Cuando terminan de hacer los exámenes, nos reunimos con Tore Duvner, quien observa la conducta del niño mientras juega. Aún no puede emitir un diagnóstico; primero debe analizar con cuidado los resultados de las pruebas. Tenemos otra cita con él en febrero.

Un paso adelante

El día de la cita viajamos a Uppsala para asistir al curso de Swahn sobre terapia conductual. Lo primero que Lucas aprenderá es a escuchar y entender la palabra “ven”. Me siento a un metro de él. Swahn se para detrás del niño y lo sostiene. Entonces yo lo llamo: — ¡Lucas, ven! Para ayudarlo a entender, Swahn lo empuja suavemente hacia mí. Cuando el niño se acerca, lo abrazo y todos en el cuarto aplauden y exclaman: — ¡Bien hecho, Lucas! Al principio el niño se cohíbe, pero luego empieza a apreciar los aplausos y las felicitaciones. Lo hacemos una y otra vez. Si Lucas no se mueve, Swahn dice “incorrecto”; lo llamo de nuevo, y si no camina, el psicólogo lo empuja con suavidad hacia mí.

Después aprende a imitarnos. Hay dos cubos de plástico en la mesa. Le digo—Haz esto —, y tiro uno de los cubos en una caja que hay en el piso. Lucas aprende muy pronto a hacer lo mismo. Luego Swahn se sienta frente a él, dice “haz esto” y entrechoca las palmas una vez. Lucas se retuerce en la silla, pero no aplaude. Cuando aplaudimos en los primeros ejercicios, lo hizo bien y aplaudió espontáneamente, pero ahora que queremos que nos imite, no funciona. La siguiente vez un asistente se coloca detrás de él, y al ver que no aplaude, toma sus manos y lo ayuda a hacerlo, pero él grita, protesta y trata de escapar.

Todos comenzamos a sentirnos un poco incómodos. Swahn dice que es mejor que Lucas reaccione así ahora y no cuando nos hayamos ido. Él señala que quiere hacerlo bien, pero teme que sea demasiado difícil y prefiere no intentarlo.

Pasamos un largo rato discutiendo cómo crear un equilibrio que permita al niño sentirse a gusto y disfrutar los ejercicios. Todo sale bien, y al final tenemos una estrategia de enseñanza estructurada para trabajar.

Un día después de haber concluido el curso nos reunimos con el doctor Duvner. Por fin nos dará el diagnóstico. Estamos tranquilos y preparados para lo peor. El médico dice que Lucas presenta los síntomas del trastorno de espectro autista. Aunque no nos sorprende el dictamen, es doloroso escucharlo. Calle y yo nos tomamos de las manos y nos ponemos a llorar. Duvner cree que Lucas tiene una inteligencia normal y un evidente trastorno del lenguaje, pero como muestra mucho interés en hacer contacto y se adapta rápidamente a la comunicación por imágenes, hay esperanzas de que sus síntomas de autismo sean consecuencia de su trastorno del lenguaje. Ahora una pequeña luz brilla en medio de nuestras sombras.

Dudas y miedos

El adiestramiento de Lucas continúa. Los ejercicios funcionan y está progresando. Habla poco, pero su vocabulario pasivo aumenta con rapidez. Pronto aprende nuevas palabras y las señala en las imágenes. Usamos su golosina preferida como premio cuando hace bien un ejercicio, y luego empezamos a usarla en el propio ejercicio. Ponemos caramelos rojos y verdes en la mesa y decimos “Señala el rojo”. Si el niño lo hace bien, se lo queda; si no, debe intentarlo de nuevo.

A pesar de la intensa práctica, le cuesta aprender los colores. En un ejercicio ponemos en la mesa un cubo rojo y una vaca de juguete. Luego decimos “Dame el rojo”, y se supone que debe darnos el cubo. Lo ayudamos a elegir el color correcto una y otra vez, pero cuando tiene que hacerlo solo, elige la vaca tantas veces como el cubo. Está claro que no entiende. ¿O lo habremos confundido? Tras aprender que un cubo se llama cubo, ahora de repente lo llamamos rojo.

Empieza a preocuparme haber elegido el método incorrecto. Los ejercicios han funcionado bien y Lucas no ha protestado mucho, pero me parece que comienza a mostrar síntomas de estrés. Aunque hace mucho tiempo que no usa pañales, otra vez está mojando su ropa interior. Tal vez sea su manera de decirnos cómo se siente.

Un día le damos caramelos, y vemos con horror que sólo rechaza los rojos. Pensé que sus golosinas preferidas lo alentarían para realizar los ejercicios, pero más bien se han convertido en un factor negativo. Siento como si estuviera haciendo de Dios en la vida del niño. Controlo y dirijo sus instintos e influyo y modifico su conducta. Tengo miedo de lastimarlo. Después de verlo mostrar esos síntomas, los caramelos rojos son la gota que rebalsa el vaso. No quiero experimentar con sus pensamientos y sus deseos.

Juegos simples

Debo usar otra estrategia de enseñanza. Con la terapia conductual logramos que Lucas se sentara frente a la mesa, se concentrara, escuchara las instrucciones, comprendiera y realizara los ejercicios. Mostrándole fotos y dibujos aprendió a señalar distintos objetos, y nos dimos cuenta de que tiene un amplio vocabulario pasivo. Al ver las imágenes también empezó a pronunciar las palabras. Ahora quiero enseñarle la función del lenguaje y que experimente la alegría de utilizarlo. Uno de nuestros ejercicios es jugar en nuestra cama. Le hago cosquillas, lo persigo, lo atrapo y lo tiro en ella, lo cual le encanta. También le enseño nuevas palabras, como “caer”. Cuando Lucas dice “caer”, me tiro en la cama y él se ríe a carcajadas.

Busco en Internet y encuentro bancos de imágenes creadas para mejorar el lenguaje de los niños autistas. Hago un curso que enfatiza la importancia del juego. Los instructores nos enseñan a motivarlos por medio de juegos sencillos, y es precisamente lo que quiero para desarrollar las habilidades de comunicación e interacción de Lucas, en vez de corregirlo cuando comete errores. De noche sigo leyendo libros sobre autismo, comunicación y psicología. Ya casi no duermo, y mi cerebro nunca descansa. La línea entre el sueño y la realidad se hace difusa.

En el jardín

El verano termina y por fin vamos al centro de apoyo para niños autistas a ver a un terapeuta del lenguaje. Este observa a Lucas mientras juega y luego prepara un programa de ejercicios.

En agosto, Lucas ingresa en el jardín de infantes. La adaptación dura tres semanas. Para mi hijo, que ahora tiene poco más de tres años y medio, es un gran paso estar lejos de mí, formar parte de un grupo con otros chicos y ser atendido por adultos que no conoce.

El distrito escolar designó una maestra de educación especial para que trabaje con él la jornada completa. Su tarea no es sencilla. Lucas corre por todos lados y tira cosas por doquier. En la sala de juegos, tira las piezas de Lego y destruye las “casas” que los otros chicos levantan con almohadas. En la clase matutina se niega a participar, y a la hora del almuerzo se pone peor. Empiezo a preguntarme si esto realmente funcionará.

A veces tenemos que obligarlo para que intente cosas nuevas, o de lo contrario no aprenderá nunca. Pero su maestra es muy paciente con él. Piensa que el interés debe surgir sin presiones. Se supone que ella debe guiarlo en los ejercicios preparados por el terapeuta del lenguaje, pero como Lucas protesta y ella respeta su voluntad, los ejercicios no se hacen.

A lo largo del año, la maestra falta a clases frecuentemente por enfermedad, y la escuela no quiere contratar una suplente por presuntas razones de dinero. El desarrollo de Lucas es lento, así que contratamos a una maestra particular para que trabaje con él en casa una tarde por semana.

Sé que para los empleados del jardín mi hijo es demasiado demandante y que preferirían, aunque no me lo dicen, que ya no volviera.

Encaro la situación exigiendo una reunión con el administrador del distrito y el supervisor de la escuela. Después de eso, se designa a otra maestra especial para que ayude a Lucas. Como él resuelve rápido los ejercicios, necesita algunos nuevos, pero nuestras citas con el terapeuta del lenguaje son escasas y muy espaciadas. Lucas se desarrolla lentamente y su habla no mejora.

Pasado el verano le asignan otra maestra, la tercera en un año. Se llama Tova y es una encantadora joven de veintitantos años. Antes era suplente en el jardín, así que mi hijo ya la conoce. Cada mañana trabajan dos horas en nuestra casa y luego se van caminando a la escuela. Así Lucas tiene un poco de paz y silencio, y puede concentrarse en los ejercicios. Tova recibe asesoría de un terapeuta del lenguaje del centro de apoyo, el cual nos presta además algunos materiales didácticos. Ahora Lucas se comporta mucho mejor. Ya no hace tantos berrinches, y cuando voy a buscarlo no está en la entrada esperándome. Casi a diario juega en el arenero, pero siempre solo.

Luz de esperanza

En noviembre veo por televisión un programa sobre niños autistas de Noruega que reciben adiestramiento intensivo y tuvieron progresos excelentes. Algunos de ellos llevan una vida completamente normal y asisten a la escuela común sin ningún apoyo extra. Se trata del método de terapia conductual que empezamos, y que decidí abandonar por temor a manipular la mente de Lucas.

Hace año y medio que dejamos esa terapia. Desde entonces, casi no ha avanzado en destrezas de comunicación. Pronto cumplirá cinco años, y en todas partes encontré que si un niño no habla al llegar a esa edad, es muy poco probable que adquiera un lenguaje funcional; tenemos miedo de que si seguimos como hasta ahora, nunca aprenda a hablar. El terapeuta del lenguaje no puede ver a Lucas con mayor frecuencia, y la escuela no le da prioridad a sus ejercicios.

Llamo a la empresa noruega productora del programa, la cual abrió una filial en Estocolmo hace poco. Les explico nuestra situación, y agrego que queremos retomar la terapia conductual lo antes posible. Me dicen que mucha gente los ha llamado por el mismo motivo que yo, pero que las autoridades sólo pagan por el tratamiento de 30 niños autistas. Les pregunto cuándo podrían aceptarnos, y me dicen que no antes de un año. ¡No podemos esperar! Ya perdimos un año y medio; pronto serán dos. Hablo con Calle, y concluimos que no nos queda otra opción que pagar la terapia con nuestro dinero. Las sesiones por un año cuestan 170.000 coronas suecas [unos 20.000 dólares], lo cual afectará mucho nuestras finanzas.

En enero comenzamos la terapia conductual. Estamos preparados para el método y conocemos los ejercicios, porque ya pasamos por esto antes. Tova nos acompaña, deseosa de aprender. A Lucas se le dificulta formar sonidos, así que dedicamos un 90 por ciento del tiemp a esa tarea.

Una hora antes de que lleguen a la escuela los otros niños, Tova trabaja con Lucas y progresan mucho. Pronto ya puede articular todos los sonidos, y entonces continuamos con palabras y comprensión del lenguaje. También practican el contacto visual y a decir “hola” mirando a los ojos. Mi hijo aprende a saludar con un gesto, y a estrechar la mano.

Lucas trabaja en el jardín todos los días, y además de realizar sus ejercicios individuales, debe cumplir otros objetivos cada jornada; por ejemplo, mantenerse quieto y poner atención a la clase matutina, levantar la mano cuando dicen su nombre, sentarse a la mesa para almorzar y participar en los juegos de grupo al aire libre por las tardes. Esta vez la terapia conductual funciona bien y Lucas no muestra síntomas de estrés.

Tres palabras

En la primavera compro un teléfono al que se le pueden pegar fotos y números telefónicos en los botones. Será útil cuando mis hijos sean mayores y quieran hacer llamados. Lo programo y pego el número y la foto de Calle, los míos y los de otros familiares. Luego les enseño a Lucas y a Sara a usarlo. Apretan el botón con mi foto, escuchan sonar mi celular y entonces contesto y hablo con ellos. Se ríen y piensan que es muy divertido.

Poco antes del verano, Calle y yo asistimos a una fiesta de mi empresa, y una buena amiga de la familia de mi esposo cuida a los chicos. Mientras converso con algunos colegas, mi celular suena. Lo saco rápidamente de mi bolso. No escucho nada, así que me tapo la otra oreja con los dedos.


—  ¿Hola? —repito.
—  ¡Mami, ya regresa! —dice una voz aguda al otro lado de la línea.
— Lucas, ¿sos vos? —pregunto, pero la llamada se corta.

Era mi hijo. Nunca me había llamado por teléfono, y dijo tres palabras: “Mami, ya regresa”. Nunca había dicho tantas de corrido. Esas tres palabras significan que desea verme. De inmediato llamo a casa, y la niñera contesta.

— Acabo de hablar con Lucas. ¿Lo ayudaste a llamarme? —pregunto.

— No, no sabía que había llamado. ¿Quiere hablar con él?

— Sí… ¡Hola, Lucas! ¿Me llamaste?

— ¡Hola, mami! —dice, y en seguida vuelvo a oír la voz de la niñera.

— No quiere hablar más. Todo está bien aquí. Ya los voy a acostar.

Después de colgar, todas mis emociones afloran y me pongo a llorar. Me disculpo, y digo que tengo que irme a casa con mis hijos. Anhelo verlos, pero también quiero demostrarle a Lucas que sus palabras son útiles, que la comunicación es importante.

En el auto lloro todo el camino, muy conmovida por el hecho de que Lucas pudiera hacer algo tan significativo. Una vocecita en el teléfono. Mi hijo autista hizo una llamada sin ayuda para pedirme que regresara a casa.

Una vida mejor

Quiero que Lucas sea capaz de encarar todas las situaciones con que lidian los otros chicos de su edad, y lo ayudo todo el tiempo. Fomento en él diversas actividades recreativas, y lo llevo a un gimnasio infantil para que desarrolle sus habilidades motoras; como en cada clase practica los mismos ejercicios, le resulta más fácil realizarlos. Los demás padres esperan afuera y miran por las ventanas; yo, en cambio, suelo quedarme dentro para ayudar a mi hijo cuando no entiende algo o cuando se aleja del grupo.

Un día, otra madre me pregunta por qué estoy allí. Le explico las dificultades de Lucas, y agrego que a veces necesita apoyo extra.

— Ah, no me había dado cuenta—dice.

Es muy agradable escuchar que alguien puede ver a mi hijo como a cualquier otro chico. ¡Estoy tan acostumbrada a pensar que es raro y diferente!

Lucas también asiste a clases de natación. Ya sabe nadar, pero para él es bueno ser parte de un grupo, aprender a seguir instrucciones y esperar su turno. En la piscina tiene la oportunidad de destacarse, pues es valiente y disfruta el agua, lo cual favorece su confianza en sí mismo.

En el verano lo inscribimos en un curso de golf infantil. Este deporte es ideal para él: es individual y a la vez social. Los golpes son siempre los mismos (sólo se cambian los palos), y a Lucas le gusta la repetición. No es fácil, pero con la práctica mejorará.

En agosto ingresa a la primaria y se adapta rápidamente a ese mundo más amplio. Para nosotros es maravilloso que se integre a un grupo común. Como ya sabe leer, escribir y contar, aventaja a sus compañeros, pero tiene serias dificultades con el lenguaje y las interacciones sociales. Es como un turista en un país extraño. No tiene amigos, pero le gusta estar con otros chicos y visitarlos.

Durante años Lucas fue quisquilloso con la comida, y cuando iba al jardín yo siempre le mandaba el almuerzo. En la primaria son muy comprensivos: permiten que él entre a la cocina mientras preparan su almuerzo, y que ayude a ponerle sal y pimienta. Con el tiempo prueba otras comidas y ya casi no rechaza ningún plato.

Una noche, después de leerle antes de dormir, le doy un beso de buenas noches y me levanto para irme. Entonces me dice:

— Mami, acostate acá.
— ¿Querés que me quede un rato más?
— ¡Sí! —exclama con alegría.

Se me derrite el corazón y me acuesto a su lado. Cuando era más chico no le gustaba el contacto físico, pero ahora le parece agradable. Afuera está oscuro. Desde la tarde había señales de tormenta, y ahora los rayos entran en la habitación. De pronto oímos un trueno.

— Mami, hay monstruos afuera. ¡Escondete! — dice Lucas, y se mete bajo las sábanas—. ¡Vení, mami!

Le sigo el juego y nos abrazamos bajo las tibias mantas. La lluvia golpea la ventana y el viento silba entre los árboles. Luego de un rato nos destapamos y lo abrazo. Poco después advierto, por el ritmo de su respiración, que ya se durmió. Yo lo hago también, pero a medianoche Lucas me despierta.

— ¿Mami? —dice, con un tono de inquietud en la voz.
— Acá estoy, cariño. Volvé a dormirte —contesto sin abrir los ojos.

Se acerca más a mí y se mueve unos minutos hasta que se relaja. Se queda en silencio un largo rato, y entonces dice con voz muy clara:

— Mami, ya dejó de llover.

Sí, mi amor, digo para mis adentros. Tenés razón. Ya dejó de llover.

Lucas ya cumplió 11 años. Asiste a clases comunes y tiene una maestra de educación especial. Habla, lee, escribe y sabe contar. Es un niño feliz al que le encantan el cine y los Transformers.

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