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Un día en tu aparato digestivo

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Qué es lo que sucede dentro tu cuerpo y cómo es un día en la vida de tu aparato digestivo.

Es muy curioso cómo un día puede cambiar tan rápidamente. Empezó bien: el Cuerpo consumió uno de mis alimentos preferidos en el desayuno: avena con yogur y arándanos azules. Funcionaré con fluidez, si saben a lo que me refiero, gracias a la fibra presente en la avena y en las bayas. Mejor aún, el yogur está repleto de probióticos: bacterias vivas que ayudan a mantener mi flora intestinal (FI), esos sorprendentes microorganismos alojados en mi interior que ayudan a hacer la digestión y refuerzan la inmunidad. Cuando mi FI está equilibrada y contenta, es más probable que El Cuerpo ingiera, sin enfermarse, esa comida china que lleva quién sabe cuánto tiempo guardada en la heladera. Estos “prebióticos” (piensa en la avena y los arándanos) y los probióticos del yogur son como diligentes ayudantes que permiten a la benéfica FI realizar su trabajo sin que la distraigan los microbios revoltosos.

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Es cierto, un porcentaje de la FI no hace tan bien su trabajo, y cuando, a causa de ello, las bacterias nocivas  proliferan, El Cuerpo se da cuenta. Yo me desequilibro y la hago sentir llena de gas, inflada y gorda (adiós, pantalones ajustados). Algunos expertos dicen que cuando tengo un exceso de ciertos microbios puedo hacer que El Cuerpo suba de peso, desencadenar enfermedades autoinmunes y producir depresión (¡qué manera de hacerme sentir mal!). El Cuerpo comienza a trabajar arduamente en cuanto llega a su oficina. Yo empiezo a sentir un poco de sed. ¿Realmente está ella tan ocupada que no puede detenerse un par de minutos para beber agua o comer un tentempié? Cuando se acerca la hora del almuerzo, me siento ansioso (no falta mucho para esa junta de las 3:30 de El Cuerpo con su supervisora) y hambriento… una pésima combinación.

Una vez que la comida masticada y hecha papilla llega a mi estómago, me pongo a trabajar. Empiezo por darle un buen masaje, flexionando mis músculos en contracciones suaves y rítmicas para descomponerla. Luego entra en acción una de mis sustancias químicas: el ácido clorhídrico, que disuelve las empanadas, los sándwiches y las galletitas con ayuda de esos músculos masajeadores. Es un ácido potente. Imagine que soy como un lavarropas, pero en vez de sacar manchas, extraigo nutrientes esenciales de la comida de El Cuerpo. Modestia aparte, soy una máquina sofisticada. Por cierto, mi estómago es más pequeño de lo que quizá supone. Imagínelo como una bolsa vacía sumamente elástica, más o menos del tamaño de un puño de adulto, ubicada justo debajo de las costillas izquierdas.

Después de almorzar, El Cuerpo trata de concentrarse en los 53 e-mails sin leer de su bandeja de entrada, pero no puedo evitar distraerla con una punzada. Eso la hace darse cuenta de que está preocupada por Luke, su hijo, que cursa el tercer año de secundaria. Ella lo llama instinto visceral, y tiene razón. Algunos científicos me llaman el segundo cerebro porque tengo 100 millones de células nerviosas —llamadas sistema nervioso entérico (SNE)— en mi revestimiento. El otro cerebro y yo colaboramos todo el día: transmitimos información a través de nuestras células nerviosas y hormonas, y prácticamente controlamos el estado de ánimo de El Cuerpo. Cuando me siento mal, le envío mensajes al otro cerebro, los cuales ponen ansioso a El Cuerpo.

¡A ver, trate usted de convertir unas empanadas enormes en moléculas sin hacer un solo ruido! Es imposible. Por suerte, el empleo de El Cuerpo no está en peligro; al contrario, su jefa solo quería darle las gracias por haber trabajado algunas horas extras la semana pasada. Ella suspira, llena de alivio. Al disminuir el nivel de estrés de El Cuerpo, prosigo con la correcta digestión de esas empanadas. El almuerzo empieza a desplazarse desde mí hacia el intestino delgado. En realidad, no es tan delgado. Imagine un tubo de unos 2,5 centímetros de diámetro, que serpentea de un lado al otro del vientre y mide más de seis metros de largo. Cada tramo de su superficie es un punto de tránsito para los nutrientes que acabo de extraer de la comida. Estos se filtran a través de las paredes del intestino hacia el sistema circulatorio, y recorren 95.000 kilómetros de vasos sanguíneos para suministrar materias primas esenciales a cada centímetro de El Cuerpo. Ella decide ir al gimnasio después de trabajar, pero me gustaría que hubiera esperado un poco más.

Cuando El Cuerpo deja pasar al menos una hora después de comer, me muestro totalmente a favor del ejercicio regular porque me hace ser más eficiente. Con el tiempo, los esfuerzos constantes de El Cuerpo mantienen mis músculos en buena forma para que puedan contraerse con mayor facilidad, le abran paso a la comida y yo no me quede atascado.

Cuando El Cuerpo por fin llega a casa, quiero cenar de inmediato. Ensalada griega con camarones… ¡qué delicia! Es una gran mejoría tras el desastre de las empanadas, y me emociona ponerme a trabajar. Pero… ¡nooo! Ella se acuesta justo después del último bocado. No puedo culparla; está agotada. Hace muchas cosas por los demás. Sin embargo, apenas se tiende en el sofá, todo el ácido clorhídrico que he segregado para digerir su cena asciende poco a poco hasta mi esófago, donde definitivamente no es bienvenido… ¡Ay, eso quema! Un par de horas después, El Cuerpo decide que es hora de ir a la cama. Pero yo nunca duermo. Soy un conjunto de órganos que trabajan las 24 horas. Convertiremos esas aceitunas, queso brie y camarones en la energía que ella necesitará para afrontar el día de mañana. Trataré de apaciguar mi sistema nervioso entérico para que tenga dulces sueños.

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