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Jane Goodall y sus razones para sentirse optimista

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La naturalista y conservacionista de renombre mundial Jane Goodall , asegura que; el mundo necesita más que nunca un manifiesto para la esperanza. 

Quizá estarás pensando: “Jane tiene casi 90 años. Si es consciente de la situación en el mundo, ¿cómo puede escribir sobre la esperanza?”.

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Admito que muchas veces me siento deprimida, en especial aquellos días en los que parece que fracasan los esfuerzos, las batallas y los sacrificios de tantas personas que luchan por la justicia social y medioambiental, que combaten los prejuicios y el racismo y la codicia.

Pero, sin esperanza, todo está perdido. Es un elemento crucial de supervivencia que ha permitido a nuestra especie perseverar desde los tiempos de nuestros antepasados en la Edad de Piedra. También es un hecho que mi propia e improbable historia habría sido imposible si hubiera carecido de esperanza.

Como todas las personas que viven lo suficiente, he pasado por muchos períodos oscuros y he visto bastante sufrimiento. Estuve en Nueva York aquel terrible día de 2001, cuando nuestro mundo cambió para siempre. Aún recuerdo el sentimiento de incredulidad, miedo y confusión mientras la ciudad se quedó en silencio, salvo por el sonido de las sirenas de las patrullas y ambulancias en las calles desiertas.

Fue a una década de ese día que conocí el Árbol de los Supervivientes, un peral de Callery encontrado un mes después del derrumbe de las torres, aprisionado entre dos bloques de cemento. Solo quedaba medio tronco carbonizado, con las raíces rotas y una sola rama viva.

Estuvo a punto de acabar en un vertedero, de no ser por la joven que lo descubrió, Rebecca Clough, quien insistió en que se intentara salvarlo. Fue así como llegó a un vivero en el Bronx donde lo cuidaron. Lograr que aquel árbol severamente dañado volviera a estar sano no fue una tarea sencilla, y durante un tiempo la situación se mantuvo en suspenso. Pero cuando se le da una oportunidad, la naturaleza siempre regresa.

Al final, el árbol se recuperó. Una vez que tuvo suficiente fuerza, regresó para ser plantado en lo que ahora es el 9/11 Memorial & Museum. En primavera, sus ramas se cubren de flores. He visto gente contemplarlo y llenarse de lágrimas. Es un auténtico ejemplo de la resiliencia de la naturaleza y, a su vez, un recordatorio de todo lo que se perdió en aquel terrible día hace más de 20 años.

Hay otra historia aún más dramática sobre árboles que sobreviven. En 1990 visité Nagasaki, la ciudad donde se lanzó la segunda bomba atómica al final de la Segunda Guerra Mundial. La bola de fuego que generó la explosión nuclear alcanzó temperaturas equivalentes a las del sol: millones de grados. Los científicos predijeron que nada crecería en ese lugar durante décadas. Pero, para sorpresa de todos, dos alcanforeros de 500 años sobrevivieron. Tan solo quedaban las bases de sus troncos, de los que casi todas las ramas habían sido arrancadas. No quedó ni una sola hoja en los árboles mutilados. Pero estaban vivos.

Me llevaron a ver a uno de los sobrevivientes. Ahora es un árbol grande, pero su grueso tronco tiene grietas y fisuras y se puede ver su interior negro. Cada primavera se llena de hojas nuevas. Muchos japoneses lo consideran un monumento sagrado a la paz y la supervivencia; de sus ramas colgaron oraciones, escritas en diminutos caracteres kanji sobre pergamino, en memoria de todos los fallecidos. Me quedé ahí, humilde ante la devastación que podemos causar los humanos y la increíble resistencia de la naturaleza.

Qué mundo tan fascinante el del reino de las plantas. Y si lo pensamos, sin flora no habría fauna. No habría humanos. Es un hecho que toda la vida animal depende de las plantas. Es un increíble tejido de vida en el que cada pequeña puntada se mantiene hilada gracias a las que la rodean.

Cada vez que se extingue una especie, es como si se desgarrara un agujero en ese maravilloso tejido de la vida. Y en cada vez más lugares, el tejido está tan roto que está a punto de deshacerse. Me esfuerzo por hacer comprender a la gente lo mucho que los humanos dependemos del mundo natural. En las horas que pasé en la selva tropical aprendí cómo cada especie tiene una función que desempeñar, cómo todo está interconectado.

El año pasado, en el Día Internacional de la Paz de la ONU, participé en una ceremonia muy especial en Nueva York, junto a cerca de 20 estudiantes de secundaria de todo Estados Unidos. Nos reunimos en torno al Árbol de los Supervivientes, ese que fue rescatado tras ser aplastado y herido el 11 de septiembre. Contemplamos sus fuertes ramas que se alzaban al cielo.

Poco antes, estaban llenas de hermosas flores blancas y ahora las hojas empezaban a caer. Nos quedamos en silencio y rezamos porque se restaure el respeto a todos los animales y a la naturaleza. Miré a mi alrededor y vi los rostros jóvenes, de quienes heredarían un planeta herido por innumerables generaciones de humanos.

Entonces lo vi. Vi la perfección del nido de un pequeño pájaro. Imaginé a los padres alimentando a sus crías, el crecimiento de las plumas de los polluelos hasta quedar listas para el despegue, el vuelo final hacia un mundo aún desconocido. Los niños también lo miraban. Ellos también estaban listos para salir al mundo.

El Árbol de los Supervivientes, resucitado de entre los muertos, no solo había dado vida a hojas nuevas, sino que también cultivaba la vida de otros.

¿Ahora entiendes cómo es que me atrevo a tener esperanza? 

Tomado de el libro de la esperanza, de Jane Goodall y Douglas Abrams, con Gail Hudson, publicado por Celadon Books, un sello de Macmillan Publishers, LLC. © 2021 por Jane Goodall y Douglas Abrams

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