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Navidad: el mejor regalo que recibí en mi vida

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A veces, los obsequios más sencillos son los más significativos. Aquí, lectores de Selecciones reflexionan sobre aquellos regalos que nunca olvidarán.

MI HERMANO ME REGALÓ un hermoso colgante con forma de corazón cuando cumplí 16 años. Se convirtió en una posesión muy preciada para mí que reservaba para usar solo en ocasiones especiales. Un día, 30 años más tarde, desapareció. Me sentía devastada. Busqué por todas partes, pero no logré encontrarlo.
La Navidad siguiente, mi esposo y mis hijos estaban extrañamente ansiosos porque abriera un regalo en especial. Mi esposo había encontrado mi amado collar. Lloré mientras lo abría. Ahora, cada vez que lo uso, me aseguro de guardarlo cuidadosamente en mi cofre de tesoros.
Julie Oliver, Ontario, Canadá

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CUANDO ERA UNA NIÑA me encantaba escribir. Una Navidad pedí una máquina de escribir, pero en lugar de un regalo para desenvolver, recibí un “cupón” para una máquina de escribir que nunca se materializó. Ya más grande, me encontré en la disyuntiva entre estudiar periodismo o psicología. Finalmente opté por esta última y hoy amo mi profesión. Tal vez no recibir aquella máquina de escribir fue el verdadero regalo: una señal de que debía olvidarme de escribir y, en cambio, optar por el camino de la psicología.
Amira Bueno, Madrid, España

MI HERMANA FUE LA ARTÍFICE DEL reencuentro con el hombre que había sido mi esposo. Ella comprendió las razones de nuestro divorcio y entendió que no nos habíamos separado porque no nos amáramos sino por circunstancias de la vida.
Después del divorcio, ambos rehicimos nuestra vida y disfrutamos relaciones gratificantes con otras personas, pero luego de 30 años, él había quedado viudo y yo estaba nuevamente divorciada. Yo no había seguido en contacto con él, pero mi hermana sí, y fue entonces cuando decidió hacer las veces de Cupido.
En resumidas cuentas, volvimos a enamorarnos. Ya hace nueve años que estamos casados y tanto él como nuestra relación son lo mejor que puede haberme sucedido. Probablemente sea una de las pocas veces que experimento felicidad y gratitud luego de que alguien se meta en mi vida, aunque reconozco que en aquel momento me sentí bastante escéptica y molesta.
Debbie Browne, Alberta, Canadá

CUANDO MI HIJO ROBERT tenía 12 años consiguió su primer empleo como repartidor de diarios. Se levantaba a las 5:30 todas las mañanas y salía de casa antes de que el resto de nosotros comenzara siquiera a moverse.
El fin de semana anterior al Día de la Madre, me preguntó si podía ir solo de compras. Pensé que había demostrado un gran sentido de la responsabilidad al manejar tan bien su primer trabajo y sabía que quería comprar un regalo para darme en mi día, así que accedí.
Un par de horas más tarde regresó a casa con las manos vacías. “¡Sabes lo que cuesta una docena de rosas!”, dijo y se fue a su habitación. Lo primero que pensé fue que estaba aprendiendo el valor del dinero. Y luego, que no recibiría flores en mi día.
Una semana después, golpearon la puerta. Era un florista que, con un brillo especial en los ojos, me entregó una caja larga y delgada. La abrí pensando que era de mi esposo. Apoyada sobre montañas de papel de seda blanco había una rosa roja de tallo largo. La tarjeta decía: “Feliz Día de la Madre. Te amo, Robert”.
Pasaron muchos años y Robert ahora está casado y tiene su propia familia. Vive lejos pero aun así se acuerda siempre de enviarme algún regalo en ocasiones especiales. Yo siempre aprecio sus obsequios y tengo todos guardados, pero ninguno es tan valioso para mí como aquella rosa. Aunque se secó hace mucho tiempo, sigue acurrucada cerca de mi corazón.
Marilyn Doyle, Nueva Escocia, Canadá

ESTABA CONVERSANDO CON mi nieto Youri sobre qué era lo que más deseábamos en la vida. “Me gustaría ver pingüinos”, dijo él. Yo respondí: “¡Qué gracioso! Yo tenía el mismo sueño cuando tenía tu edad. ¿Por qué pingüinos?”.
Ni él ni yo lo sabíamos. Tal vez porque aquel exótico animal nos resultaba desconocido. Los pingüinos más cercanos vivían en Sudamérica y nosotros en Francia.
El tiempo pasaba y Youri y yo seguíamos hablando sobre pingüinos, como una forma de recordarnos a nosotros mismos que siempre debemos tratar de hacer realidad nuestros sueños.
Tiempo después, recibí una postal de Youri desde donde estaba pasando sus vacaciones. En el reverso había escrito que el lugar era lindo, pero que faltaban los pingüinos. Eso despertó algo en mí. Revisé entonces mis ahorros y le dije: “¡Vayamos a verlos!”.
En ese momento, yo tenía 81 años y Youri 14. Partimos un día, completamente por nuestra cuenta. Desde Buenos Aires, cruzamos la Patagonia en ómnibus hasta llegar a Tierra del Fuego.
Youri cuidó de mí todo el viaje, se aseguró de que me asignaran una buena habitación en el hotel y me traducía el menú con el poco español que sabía. Durante el recorrido, algunos turistas franceses me dijeron: “¡Eres muy afortunada de tener un nieto así!”. Para mí, fue la presencia de mi nieto lo que hizo de este viaje el mejor regalo de todos.
Vimos a los pingüinos en las orillas del Canal de Beagle, cerca de Ushuaia, Argentina. En el centro de una colonia, un pingüino adulto salió repentinamente del agua, se acercó a su cría y sacó de su boca un puñado de pescados que acababa de recoger para el pequeño. Se lo veía exhausto. El pequeño fue de un salto a comer el pescado y el adulto se recostó a su lado, con los ojos a medio cerrar. Parecía satisfecho con su trabajo.
En este momento me siento como aquel pingüino cuando observo a Youri, quien hoy tiene 20 años y sabe que es posible soñar en grande.
Monique Arnoult, Pau, Francia

EL REGALO MÁS INOLVIDABLE que recibí no necesariamente fue el mejor. Me crie en un pueblo pequeño e iba a la iglesia luterana Bethel Lutheran Church con mi familia. Todos los años, la iglesia organizaba un intercambio de regalos. En 1959, cuando tenía 13 años, el Sr. y la Sra. Rude dejaron un regalo de forma extraña bajo el árbol.
El paquete medía 30 centímetros de ancho, un metro de largo y era completamente plano con esquinas redondeadas. ¡Extensor de pantalones! ¡No había dudas! Aunque, seguramente, los Rude no regalarían algo así para Navidad, ¿o acaso sí? Aquello debía ser un obsequio para alguna de las personas mayores de la congregación, pensé.
Mi madre usaba este dispositivo, como muchas otras amas de casa de aquella época. Este invento maravilloso, anterior a la era de las telas resistentes a las arrugas, se insertaba dentro de las piernas de los pantalones recién lavados para garantizar que se secaran sin arrugarse y que les quedara una marca permanente tanto en el frente como en la parte posterior de cada pierna. Los Rude evidentemente habían pensado que este era un regalo muy práctico.
Cuando llegó el momento del intercambio de presentes, todas las miradas estaban fijas en los extensores y no había allí una sola persona que no se preguntara quién sería el destinatario de aquel inusual obsequio.
Como era de esperar, los extensores de pantalones eran para mí. Recibí el regalo con la mayor indiferencia posible para un adolescente que pretende verse cool y lo deslicé debajo del banco de la iglesia con la esperanza de evitar cualquier tipo de conversación bochornosa con los compañeros que estaban sentados a mi lado.
Por suerte, nunca les agradecí adecuadamente a los Rude por aquel regalo bien intencionado. Me gusta pensar que me perdonaron por mi falta de buenos modales.
Obert Friggstad, Saskatchewan, Canadá

UNOS DIEZ AÑOS ATRÁS, estaba atravesando un momento difícil en mi vida; había perdido a mi padre y mi madre se había mudado a mi casa. Me sentía triste por la muerte de mi padre y estresada por tener que cuidar a mi madre enferma mientras trabajaba tiempo completo. Decidí conseguir un cachorro para que me ayudara a salir de la casa, me motivara a caminar y para tener alguien a quien acurrucar.
Mientras esperaba la llegada de “Freddy”, mi hijo y su esposa pasaron por casa a visitarnos y me obsequiaron una encantadora tarjeta que tenía un chupete sujeto en una esquina. Yo me reí y dije: “Son muy graciosos. Los cachorros no usan chupetes”.
Luego me di cuenta de que la tarjeta era, en realidad, una manera de avisar que estaban esperando un bebé. Mientras esperaba la llegada de mi bebé peludo, ellos esperaban un bebé humano, ¡me convertiría en abuela!
Nueve años más tarde, Freddy aún está junto a mí y todos los días me ofrece su amor incondicional. Mi nieta tiene casi nueve años y también he sido bendecida con un nieto. Si bien perdí a mi madre en ese tiempo, el amor de mis hijos, mis nietos y mi perro me han ayudado a atravesar los momentos más difíciles de la vida y nunca sentirme sola.
Bernice LeDuc, British Columbia, Canadá

MI TORTUGA, KASSIOPEIA, tiene casi exactamente mi edad, cerca de 45 años. Tenía seis años cuando me enamoré de aquella pequeña tortuga en una tienda de mascotas y sentí una alegría inmensa cuando mis padres me la regalaron. El viaje a casa con mi mascota nueva es uno de los recuerdos favoritos de mi niñez.
Ahora la comparto con mis dos hijos que la malcrían con pequeñas porciones de sus platos favoritos: pepinos, manzanas y peras. Todos los años espero con ansias la llegada primavera, cuando se despierta de su hibernación.
Tobias Deeg, Leutenbach, Alemania

UN REGALO QUE SIEMPRE RECORDARÉ fue un simple recordatorio de mi hija Hannah sobre las cosas buenas de la vida.
Sucedió 16 años atrás. Hacía varios días que Hannah, quien entonces tenía 10 años, no se sentía bien. Nuestro médico indicó algunos análisis, pero antes de que llegaran los resultados, la historia dio un giro alarmante. Hannah comenzó a vomitar y le costaba respirar. Con mi esposa Cathy la llevamos de emergencia al hospital local, donde los médicos rápidamente determinaron que se trataba de un cuadro de diabetes de tipo 1 y que se encontraba en un estado potencialmente fatal llamado cetoacidosis.
Mientras el equipo médico intentaba estabilizar a Hannah, yo sostenía su mano y me preguntaba si lograría sobrevivir. Luego de lo que se sintió como una eternidad, comenzó a responder al tratamiento y fue trasladada a un hospital infantil con área de terapia intensiva y unidad enfocada en la diabetes.
Hannah se recuperó rápidamente y, durante su estadía en el hospital, valientemente se ocupó de monitorear sus niveles de azúcar en sangre e inyectarse insulina varias veces al día. Cathy y yo, por otro lado, nos sentíamos completamente abrumados; advertimos que nuestras vidas ya nunca serían lo que eran.
En medio de las charlas sobre control de sangre mediante punción en los dedos, conteo de hidratos de carbono y la amenaza constante de la hipoglucemia, uno de los especialistas en diabetes nos dijo que los niños, impulsados por encajar y ser “normales” solían volverse reticentes a la obligación de controlar su diabetes cuando llegaban a la adolescencia.
Un día de aquella semana de internación, se acercó una enfermera a observar cómo Hannah se aplicaba las inyecciones. Mientras sostenía el aplicador de insulina sobre su abdomen, Hannah miró a su madre y luego a mí y dijo: “Realmente me estoy hartando de esto”. Yo contuve la respiración y miré a Cathy; esto iba a ser aún más difícil de lo que habíamos imaginado. Luego, con una sonrisa, Hannah dijo: “¡Estoy bromeando!”.
Nos reímos con mucho entusiasmo durante un largo rato, probablemente más de lo que el inocuo chiste de Hannah merecía. Luego de una semana de estrés y ansiedad intensa, aquello se sintió como si la represa de contención se hubiera roto. Queríamos que este momento de felicidad durara eternamente.
Hannah nos había recordado que, a pesar de todo, aún era nuestra dulce y divertida niña. Sí, esta nueva realidad sería difícil, pero aun así habría alegría y risas.
En algún punto, nos había devuelto nuestras vidas. Y ese es un regalo que siempre atesoraré.
Peter Dockrill, Leura, Australia

SI BIEN MI ESPOSO Y YO recibimos muchos regalos encantadores y útiles en nuestra boda, hubo uno obsequiado por un amigo querido que superó a todos los demás. Al principio, parecía realmente modesto y excesivamente práctico. Pero como mujer joven e inexperta que se sentía completamente abrumada dentro de la cocina, resultó ser un verdadero salvavidas. Estoy hablando de un libro de cocina llamado Better Homes and Gardens Complete Step-By-Step Cook Book, que no solo me dio recetas, sino que me enseñó a preparar platos deliciosos.
Aprendí varias técnicas, entre ellas, cómo brasear carnes, cómo deshuesar pollo y cómo preparar tarta recubiertas con diseños entramados, las que me han resultado muy útiles durante casi 43 años. Sigue siendo mi libro de cocina favorito y aún lo consulto con frecuencia. Le tengo tanto cariño que hasta hice una búsqueda exhaustiva de una copia para regalarle a mi hija cuando se casó.
Cada vez que abro mi libro, pienso en aquel amigo que me lo regaló.
Karen Woosnam, B. C., Canadá

EN 1962, CUANDO TENÍA seis años, mi madre me regaló un hermoso reloj de oro para Navidad. Entonces, siempre buscaba primero los paquetes más grandes. Horas más tarde desenvolví la pequeña caja y vi lo que había adentro. Después, crecí y pude apreciar el valor del regalo y lo usé durante años. Hace tiempo que el reloj no funciona, pero de todas maneras lo conservé por motivos sentimentales. Dos años atrás, averigüé cuánto costaría repararlo: más de US$ 300. No valía la pena hacerlo. Actualmente, a mi nieta de cinco años le encanta usarlo y no hay problema porque todavía no sabe la hora.
Anita Morton, B. C., Canadá

 

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