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Momentos luminosos de la vida

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Seguro alguna vez experimentaste uno de esos momentos reveladores donde sentiste que eras uno con el universo y te invadió una profunda alegría.

Era un día gris y deprimente de fines de junio. Mi esposo y yo nos dirigíamos en nuestro auto a Nueva Escocia, Canadá, para tomar unas vacaciones que ambos necesitábamos desde hacía mucho tiempo. Viajábamos en silencio, con nuestras esperanzas puestas en llegar adonde pudiéramos comer y descansar antes de que empezara a llover. De pronto, mientras recorríamos un solitario tramo de la ruta, se desató una tormenta. Torrentes de agua nos envolvieron, impidiéndonos continuar. Guiamos el coche a la orilla del camino y nos detuvimos. 

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En ese momento, como si alguien hubiese cerrado algún grifo celestial, cesó la lluvia. Un fulgor diáfano que se antojaba polvo de oro se derramaba de las nubes; cada brizna de hierba parecía hecha de cristal al centellear el sol sobre las gotas trémulas. La carretera misma resplandecía, y de repente un arco iris se dibujó en el cielo. Era como si aquel semicírculo de colores vivos hubiera sido hecho especialmente para nosotros. Enmudecimos, llenos de admiración y gozo.

Una amiga mía describió una experiencia semejante. Había salido a caminar por una playa solitaria, al atardecer. Pasaba ella por una época de dolor y buscaba la soledad. Frente a la costa, en medio del mar que iba oscureciéndose, divisó el perfil de una barca de pesca y la silueta de un hombre. Mi amiga me contó que pronto experimentó una intensa y deleitosa sensación de estar unida a aquella figura silenciosa. Era como si el mar, el cielo oscurecido y esos dos solitarios seres humanos compartieran una especie de identidad profunda. “¡Me sentí inundada de alegría!”, dijo:

La mayoría de nosotros ha experimentado esos momentos luminosos, en los que parece que comprendemos el mundo y a nosotros mismos, y por unos instantes saboreamos el encanto de todas las cosas vivientes. Sin embargo, esos momentos se desvanecen muy pronto y nos sentimos casi avergonzados de reconocer que hemos pasado por ellos.  

El psicólogo Abraham Maslow, de la Universidad Brandeis, en Massachusetts, realizó hace varios años un estudio de personas normales y descubrió que muchas de ellas habían conocido instantes así: “momentos de gran asombro, de felicidad muy intensa e incluso de embeleso o éxtasis”.

En su archivo figura, por ejemplo, el caso de una joven mujer casada. Cierta mañana estaba preparando el desayuno para su familia en la cocina; mientras servía café y jugo de naranja y untaba la mermelada en el pan tostado, sus hijos charlaban, con el rostro bañado por la luz del sol, y su esposo jugaba con el bebé. Era una escena habitual para esa mujer, pero al ver así a los suyos y pensar en lo mucho que los quería, sintió una alegría tan desbordante que casi se le cortó el habla. 

Se puede citar también la historia de un hombre que recordaba un día en que se fue solo a nadar. “Tengo muy presente el gozo desbordante e infantil con que hacía piruetas en el agua como un pez”, contó. Lo embargó una dicha tan grande al sentirse “tan perfectamente natural”, que lanzó un grito de júbilo tras otro. 

Parece que cualquier cosa puede suscitar ese sentimiento de alegríael resplandor de las estrellas sobre la nieve recién caída; la visión repentina de un campo de narcisos; ese instante de la vida conyugal en que la mano de uno aferra la del otro al comprender que ambos piensan y sienten de igual manera. La alegría puede aguardar también justo después de encarar un peligro, cuando se ha tenido el valor de afrontar la situación y superarla.

La alegría es mucho más que la felicidad: es el alborozo del espíritu, un contento del alma, un estado de beatitud.

Encierra algo de misterio y de temor reverencial, de humildad y gratitud. De pronto cobramos plena conciencia de toda cosa viviente: cada hoja, cada flor, cada nube; de la libélula que revolotea sobre el estanque, del graznido del cuervo en la copa de un árbol. 

Lo más importante en estas exaltadas vivencias, dice Maslow, es la sensación de vislumbrar “la esencia de las cosas, el secreto de la vida, como si de pronto se descorriera el velo que la cubre”.

Descubrimos igualmente la unidad de todas las cosas, el íntimo parentesco que nos hermana a todos unos con otros y con la vida que nos rodea. Quien ha experimentado un momento así tiene la sensación de “fundirse” con el universo. Lo triste es que es una experiencia que rara vez tenemos. Conforme envejecemos, los apremios de la vida cotidiana nos van sofocando. La alegría nos elude cuando estamos dando vueltas y vueltas en torno al círculo torturador de nuestras rutinas. 

Cuando advertimos lo transitorio y frágil de la vida, se nos hace más dulce lo que poseemos.

Recuerdo una vez, hace varios años, que viajando en tren me encontré junto a un hombre mayor que miraba en silencio por la ventanilla, contemplando cada árbol, cada nube, la silueta de las casas que pasaban ante nosotros, los rostros de los niños vueltos hacia el tren. Intrigada al verlo tan absorto, le dije al fin: 

Es hermoso, ¿verdad? 

Sí —contestó sonriente y, señalando una carreta de heno que pasaba, añadió—: Llevan heno para el pajar. 

Lo dijo como si no hubiera en la vida nada más importante que el paso de una carreta llena de heno de camino a una granja. Al notar mi mirada interrogativa, el caballero comentó: 

Quizá le extrañe que una simple carreta de heno signifique tanto para mí, pero, ¿sabe?, la semana pasada el médico me dijo que me quedan tres meses de vida. Desde ese día todo me parece bello e importante. Es como si hubiera estado durmiendo toda mi vida y apenas hoy saliera del sueño. 

Tal vez tengamos más probabilidades de experimentar esos momentos de gozo si reconocemos que la vida encierra más de lo que creemos,

si admitimos que hay un mundo más grande que el nuestro. Desde luego, esa sensación de alegría no es por fuerza religiosa en el sentido habitual, pero un rasgo propio de ella es que nos hace creer que atisbamos por un instante algo inescrutable. 

Yo he tenido momentos de exaltación así. Un día volaba a gran altura en un avión, sobre una masa de nubes radiantes. Muchas veces había contemplado el paso de esas nubes luminosas, pero en esa ocasión sentía una alegría tan extraña e intensa, que el avión parecía no existir. En un instante revelador comprendí que en el universo hay una luz, una trama, una sustancia ante la cual nadie puede sentirse solo jamás. La vivencia me dejó la convicción de que habitamos sin peligro en un universo mucho más humano y tierno que nosotros mismos.  

¿No será que esos instantes de alegría nos son dados como revelación de que así deberíamos vivir?

¿Acaso la claridad de esa alegría no nos muestra cómo deberíamos ver todo el tiempo? A muchos les parece casi malvado experimentar ese gozo en el mundo actual, tan lleno de amenazas, pero casi todas las generaciones han conocido la inseguridad, el peligro y los grandes desafíos. Cuanto más atroz nos parece el mundo, más necesitamos recordar la luminosa belleza de la vida. Nuestros momentos de dicha son prueba de que en la mayor oscuridad brilla una luz inextinguible.  

Este artículo se publicó por primera vez en Selecciones en agosto de 1965.

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