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Milagrosas historias navideñas

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En esta época tan especial, te acercamos cinco relatos sobre el asombro, la bondad y la alegría que suscita la Navidad, ideales para compartir con la familia y los amigos durante las fiestas.

El regalo de Navidad

Por James Michener, escritor 

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Cuando yo tenía nueve años solía cortar el césped de la señora Long, una mujer mayor que vivía frente a la iglesia. Me pagaba muy poco por hacerlo porque no le sobraba el dinero. Sin embargo, me había prometido: “Cuando llegue la Navidad tendré un regalo para vos”. Pasé mucho tiempo preguntándome qué sería. Los chicos con quienes jugaba tenían guantes de béisbol, bicicletas y patines para hielo, y yo sentía tales ansias de poseer cualquiera de esas cosas, que me había convencido de que mi benefactora escogería una de ellas para mí. 

“No creo que sea un guante de béisbol”, pensé. “Una mujer como la señora Long no puede saber gran cosa de béisbol”. Y como era una persona frágil y menudita, deseché también la idea de la bicicleta, ya que ¿cómo podría ella manejar ese artefacto? 

El último sábado que trabajé en su casa, la señora Long me dijo: “Recordá: como fuiste un buen chico todo el verano, en Navidad te estará esperando un regalo. Ven aquí a buscarlo”. Estas palabras disiparon mis dudas: como la anciana iba a tener el regalo en su casa y ella misma me lo daría, concluí que se trataba de un par de patines para hielo. 

Llegué a estar tan seguro de esto, que ya me imaginaba los patines y hasta me veía deslizándome con ellos. Al acercarse los días fríos de noviembre y empezar a formarse el hielo en los estanques, me dediqué a probar suerte sobre el hielo que debería resistir mi peso y el de mis patines durante el invierno. 

—¡Alejate de allí, muchacho! —me gritó un hombre—. ¡Ese hielo todavía no está lo bastante firme! 

Pero pronto lo estaría. 

Conforme se acercaba la Navidad, me costaba más trabajo frenar el impulso de presentarme ante la señora Long para buscar mi regalo. En mi familia todos decían que ir el primer día de diciembre sería demasiado pronto. “Quizá ni siquiera lo haya envuelto todavía”, señaló alguien, y me pareció razonable. 

El 21 de diciembre una fuerte ola fría congeló todos los estanques, y los chicos que tenían patines pudieron aprovecharlos, con lo cual me resultó imposible soportar la espera de tener los míos. El día 22 no pude resistir más. Tomé calle abajo, me presenté a la puerta de la casa cuyo césped había cortado durante todo el verano, y sin más dije:

—Vengo por mi regalo, señora Long.

—Te esperaba —contestó ella, y me hizo pasar a su living. 

Me indicó que me sentara en un sillón y un minuto después de haber desaparecido en otro cuarto, estaba de nuevo frente a mí. En las manos tenía un paquete que era imposible pensar que pudiera contener una bicicleta, un par de patines o siquiera un guante de béisbol. Me sentí inmensamente desilusionado, pero, si la memoria no me es infiel, no lo demostré, porque a lo largo de la semana mis consejeros en casa me habían advertido repetidas veces: “Sea cual sea el regalo que ella te dé, aceptalo sonriendo y dale las gracias”.

Lo que la señora Long tenía para mí era un paquete común, de unos 30 centímetros de largo, 20 de ancho y uno de grosor. Mientras lo miraba yo en las frágiles manos de la anciana, la curiosidad empezó a desvanecer mi decepción inicial, y cuando lo tomé, al sentirlo tan liviano me sentí cautivado: no pesaba casi nada. 

—¿Qué es? —le pregunté.

—Ya lo verás la mañana de la Navidad —me respondió.

Agité el paquete y no oí ningún ruido, si bien me pareció percibir un sonido tenue, que creí conocer pero que no podía identificar.

—¿Qué es? —volví a preguntar.

—Algo mágico —dijo ella. 

Y eso fue todo. Pero sus palabras bastaron para hacer bullir mi imaginación con mil posibilidades, y cuando llegué a casa estaba seguro de que tenía en las manos una maravilla. “Me dio un juego de magia, sin duda”, pensé. “Bien, así podré sacar conejos de un sombrero”. 

La mañana de Navidad, antes de que el sol saliera, ya tenía el paquete sobre mis rodillas y estaba tirando de la cinta de colores con que estaba atado. Arranqué el papel de la envoltura y en mis manos quedó una caja plana con tapa abatible. La abrí con gran emoción y dentro encontré una pila de 10 delgadas hojas de papel negro, cada una de las cuales tenía esta leyenda: “Papel carbón Regal Premium”. De estas palabras yo solo conocía la primera, y no tenía idea de qué significaban las otras. 

—¿Es algo mágico? —pregunté. 

Mi tía Laura, que era maestra de escuela primaria, tuvo la presencia de ánimo para responder:

—¡Sí, ya lo creo! 

Y tomó dos hojas de papel blanco, puso entre ellas una de las hojas negras de la caja, y con un lápiz escribió mi nombre en la de arriba; luego, tras quitar ésta y la de papel carbón, me dio la segunda hoja blanca, que el lápiz no había tocado en absoluto. ¡Allí estaba mi nombre! ¡Muy nítido, negro, bien escrito y tan bello como aquel día de Navidad! Quedé fascinado.

Aquello en verdad era magia, y en su máxima expresión. Que con un lápiz se pudiera escribir en un trozo de papel y, misteriosamente, se repitiera lo escrito en otro papel, era un milagro, tan satisfactorio para mi mentalidad de niño que, puedo afirmarlo sinceramente, en ese momento aprendí tanto acerca del valor de lo impreso, de la duplicación de las palabras y del misterio fundamental de la diseminación de las ideas, como he aprendido en el siguiente medio siglo de mi vida. 

Me entregué a escribir y escribir, usando cuadernos enteros, hasta que agoté la última pizca del negro de mis 10 hojas de papel carbón. Fue el regalo de Navidad más encantador que podía haber recibido un niño como yo, infinitamente más significativo que un guante de béisbol o que un par de patines. Era justo el obsequio que necesitaba yo y me llegó precisamente en la Navidad, cuando podía apreciarlo mejor. 

Desde entonces he recibido algunos regalos de Navidad memorables, pero ninguno que se acercara a la magnificencia de aquél. La mayoría de los regalos se limitan a satisfacer un deseo pasajero, como habría sido el caso con los patines; el obsequio más valioso es el que ilumina todos los años que le restan a uno de vida. 

Solo mucho tiempo después comprendí que las hojas de papel carbón que me regaló la señora Long no le habían costado nada. Las había usado para algún fin, y sin duda las habría tirado a la basura si no se le hubiera ocurrido pensar que un niño podría sacar provecho de un regalo tan completamente ajeno a sus conocimientos y experiencias habituales. 

Espero que esta Navidad algunos chicos reciban, de manos de adultos sensibles e inteligentes que en verdad los quieran, regalos que los sorprendan y los aparten de cuanto han conocido hasta ahora. Son esos obsequios y esas experiencias (que por lo común cuestan poco o nada) los que pueden transformar una vida y darle un impulso que perdure muchas décadas. 

Sí, Virginia, existe…

Querido señor director: Tengo ocho años, y algunos de mis amiguitos dicen que no existe Papá Noel. Mi papá me dijo: “Si lo ves en el diario The Sun, entonces existe”. Por favor, dígame la verdad, ¿existe Papá Noel?

Virginia, tus amiguitos están en un error. Se han visto afectados por el escepticismo de esta época escéptica. No creen en nada que no vean. Piensan que no puede existir lo que no es comprensible para sus pequeñas mentes. Todas las mentes, Virginia, sean de adultos o de niños, son pequeñas. En este gran universo nuestro, el hombre es un mero insecto, una hormiga, en su intelecto, en comparación con el ilimitado mundo. 

Sí, Virginia, existe Papá Noel. Su existencia es tan cierta como el amor, la bondad y la fe, cosas que llenan la vida de belleza y alegría. ¡Qué triste sería el mundo si no existiera Papá Noel! Sería tan triste como si no hubiera Virginias. No habría fe infantil, ni poesía, ni amor para hacer tolerable esta existencia. No tendríamos goce, excepto en el tacto y la vista. La llama eterna con que la infancia ilumina el mundo se extinguiría. 

¡No creer en Papá Noel sería como no creer en las hadas! Podés decirle a tu padre que mande hombres a espiar a Papá Noel en todas las chimeneas en la Nochebuena, pero, aunque no lo vieran, ¿eso qué demostraría? Nadie ve a Papá Noel, pero eso no es prueba de que no exista. Las cosas más reales son aquellas que ni los niños ni los adultos pueden ver. ¿Alguna vez has visto hadas bailando en tu jardín? Por supuesto que no, pero eso no significa que no estén allí. 

Si rompés un sonajero de un bebé podrás ver dentro de él qué es lo que hace el ruido, pero hay un velo que cubre el mundo invisible que ni el hombre más fuerte podría romper. Solo la fe, la fantasía, la poesía y el amor pueden apartar ese velo y dejarte ver la belleza suprema y la gloria que hay detrás de él. Ay, Virginia, en todo este mundo no hay nada más real y perdurable que eso. 

Gracias a Dios, Papá Noel existe y existirá por siempre. Dentro de 1.000 años, Virginia, y dentro de 100.000 años a partir de este día, él seguirá alegrando el corazón de los niños. 

La Virgen del bosque

Por Doris Cheney Whitehouse 

Terminé tarde mi trabajo aquel día. Ni siquiera me detuve en nuestro dormitorio de enfermeras para quitarme el uniforme y ponerme otra ropa, sino que salí directamente al aire libre y me interné en el bosque que rodeaba el pabellón psiquiátrico del hospital militar. Iba pisando una gruesa alfombra de hojas secas, de la que emanaba un penetrante olorcito otoñal. Las llaves de la sala 8, colgantes de una cuerda atada a mi cintura, tintineaban al compás de mis pasos. 

Anthony D. Nardo era un joven soldado, víctima de neurosis de guerra, a quien le habían diagnosticado agitación nerviosa de tipo maníaco-depresivo. Yo, en cambio, era una aprendiz de enfermera, procedente de un hospital civil, y en mi cabal juicio. Pero esa tarde Tony y yo, de pie en el hall de la sala 8, compartimos una visión increíble. Lo que vimos estaba en algún sitio del bosque. Yo quería averiguar qué era aquello realmente, demostrarle a Tony que era solo una ilusión, y terminar así con lo que obstaculizaba su recuperación. 

Tony había ingresado en el hospital hacía tres meses. Llegó atado a una camilla, con el cabello revuelto y sucio. Un camillero le desató las correas y lo llevó a un cuarto, donde lo mantuvieron encerrado siete semanas. Por las mangas de su piyama gris asomaban las vendas blancas que le envolvían las muñecas. 

En las facciones angulosas de Tony advertí cierta dulzura, que hizo surgir en mi interior una ternura recíproca. Transcurrieron los días y su manera de ser me hacía preferirlo por sobre todos los demás enfermos. 

Habían quitado a Tony de su puesto en el Pacífico sur porque una mañana sacó la afilada hoja de su maquinita de afeitar y con ella se cortó las venas de las muñecas. Durante los primeros días de su estancia en el hospital, no había dejado de tratar de arrancarse las vendas en un desesperado esfuerzo por romper las suturas. Pasó siete semanas sin hablar, ni levantar la mirada siquiera. 

Finalmente, las heridas empezaron a sanar. Poco a poco, el espíritu de Tony encontró la forma de salir de las tinieblas. Yo lo veía recorrer la sala, erguido y confiado, ayudando a los demás pacientes con la sabiduría de quien conoce a sus propios demonios. 

Tony estaba casi restablecido. Hasta nuestra supervisora, la incrédula teniente Barbara Rankin, tuvo que reconocerlo. Pero de pronto, aquella tarde de finales de octubre, algo extraño, fantasmal, amenazaba con destruir todo lo conseguido. 

Ese día había empezado como cualquier otro. Llegué al hospital a las 7 de la mañana, y a las 12 fui a almorzar. Cuando volví, la tenienta Rankin me llamó a su despacho. 

—Sería bueno que fuera usted a ver a su protegido —me dijo.

—¿Hizo algo malo? —contesté.

—Nada serio —repuso ella—. Es solo que se agitó un poco al ver a la virgen María en el bosque… 

Corrí a la sala 8, y encontré a Tony de rodillas; tenía la frente contra el alambrado que rodeaba el hall y los ojos fijos en algún punto del bosque. Estaba rezando en voz baja. 

—¿Qué estás haciendo, Tony? —lo increpé—. ¡Levantate!

—¿No se da cuenta usted? —contestó—. ¡Estoy viendo a la Virgen, allá! ¿No hay una estatua allí?

—No, Tony. Conozco bien este bosque. No hay ninguna Virgen allí. Ahora, por favor, ¡ponete de pie! 

Se desentendió de mí, para mirar el bosque otra vez. Pasé un rato a su lado, deseando poder tomar su cabellera negra entre mis manos y ahuyentar de su mente el peligro. Pero uno no hace esas cosas, menos aún si es una aprendiz de enfermera. 

Mis ojos vagaron por entre los árboles, mientras una palabra funesta afluía a mis labios: alucinación. “Finalmente, habrá que declararlo demente”, concluí en silencio. Sin embargo, al aguzar la mirada vi una cosa blanca… y entre el follaje distinguí ¡la imagen de la Virgen! 

Debo de haber gritado porque Tony se volvió hacia mí y exclamó:

—¡Ah, ya la vio también!

—Sí, también la veo… 

El resto de la tarde transcurrió lentamente. Por fin terminó mi turno y quedé libre para ir en busca de la imagen de la Virgen. Era un alivio pensar que solo tenía que hallar la causa lógica de la ilusión para demostrar que Tony no estaba alucinando. 

Estaba anocheciendo y yo empezaba a sentir frío. Doblé los brazos contra mi pecho, debajo de la capa, tiritando. Y de repente vi aquello, justo delante de mí: un tronco de abedul, alto y delgado, al que los elementos y el tiempo habían convertido en una imagen abstracta de la Virgen. Aun a esa corta distancia, la delicada curva de la cabeza y los hombros y los elegantes pliegues del manto se distinguían con claridad en la pulida superficie de la corteza. 

Corrí de vuelta a la sala 8, y encontré a Tony sentado en un banco de madera, contemplando el bosque. Habló sin alzar la mirada:

—¿Encontró lo que buscaba? 

De pronto, me sobrecogí. Tony parecía esperar una respuesta clara, lógica y concluyente. Pero yo me había topado con algo inescrutable, algo que escapaba a la razón y temí que Tony no estuviera lo bastante lúcido para asimilar tal misterio. 

—No vi nada —le dije—. Es solo el tronco de un abedul. 

A finales de noviembre trasladaron a Tony a otra sala, de la cual podía salir para pasearse por los terrenos del hospital. Al verlo más fuerte cada día, pensé que había sido sensata al no decirle la verdad sobre lo que vi. Guardé aquel secreto en mi corazón, sin importarme que las otras enfermeras cuchichearan sobre por qué salía sola a pasear tan a menudo por el bosque. 

Se acercaba la Navidad. Mi período de capacitación había terminado e iban a enviarme a otro sitio. Me despedí de Tony, al cual le habían dado permiso para ir a pasar las fiestas con su familia. Luego fui a mi cuarto para empezar a empacar. De pronto vi que estaba nevando ligeramente, y que los copos comenzaban a posarse sobre las ramas de los árboles. Me puse el abrigo y salí del cuarto. 

El viento helado me azotaba la cara y me hacía parpadear. El corazón me palpitaba con fuerza. Me puse a correr; luego, repentinamente, me detuve: allí, sobre una alfombra de nieve resplandeciente, cubierta con una chaqueta militar de color verde oliva y con los blancos copos cayéndole sobre la cabeza como plumas livianas, una figura solitaria estaba de rodillas frente a la Virgen del bosque, cuya imagen aparecía envuelta en un manto de blancura. 

Cuando terminó su plegaria, hice una cosa que no debe hacer una estudiante de enfermería. Avancé hasta donde estaba él y tomé su negra cabellera entre mis manos. Con los dedos quité la nieve que se le había adherido al pelo, y le dije:

—Te vas a morir de frío aquí. 

Levantó los ojos para mirarme y pude darme perfecta cuenta de que había estado esperándome. 

—Los milagros se producen de muchas maneras —señaló. 

Luego se puso de pie y me miró, sonriendo. Y su sonrisa irradiaba tanta sabiduría y tanta ternura, que quedé convencida de que Tony estaba completamente curado. 

Caídos del cielo

Por Julie Bain 

A mi papá le encantaban las monedas de un centavo de dólar, sobre todo las acuñadas en el reverso con dos elegantes espigas de trigo alrededor de la leyenda “UN CENTAVO”. Eran los centavos de su infancia en Iowa, en los años de la Depresión, y Dios sabe bien que no tenía muchos. 

Cuando yo era chica hacíamos largas caminatas juntos. Él era muy alto y de buena zancada, así que yo tenía que trotar para seguirle el paso. A veces hallábamos monedas en el camino: una aquí, otra allá. Cuando yo recogía un centavo, papá me preguntaba si era uno con espigas de trigo. Se emocionaba mucho cada vez que encontrábamos una de esas monedas, que se acuñaron entre 1909 y 1958, el año en que nací. Una vez me contó que a menudo soñaba que encontraba monedas. Sorprendida, exclamé:

—¡Yo también! 

Ése era nuestro vínculo secreto. 

Papá murió en 2002. Para entonces yo residía en Nueva York. Un nublado día de invierno, poco después de la muerte de mi padre, iba caminando por la Quinta Avenida con mi sensación de duelo cuando de pronto vi que había llegado a la Primera Iglesia Presbiteriana, una de las más antiguas de Manhattan. Aunque papá había sido diácono presbiteriano en los años de mi niñez, hacía mucho que yo no iba a la iglesia. Decidí entrar. 

Era una mañana de domingo y me senté en una de las bancas. Al abrir la guía litúrgica vi que el primer cántico era Poderosa fortaleza es nuestro Dios, el preferido de papá, que entonamos en su sepelio. Cuando sonó el órgano y el coro empezó a cantar, no pude contener las lágrimas. 

Después del oficio saludé al pastor y salí del templo. Entonces noté que había una moneda en el suelo. Me agaché para recogerla y la di vuelta… ¡Era un centavo con espigas de trigo! Había sido acuñado en 1944, año que mi padre pasó de servicio militar en un barco en el Pacífico sur. 

A partir de ese día empecé a encontrar más centavos en las veredas y eran de años muy importantes para mí: los del nacimiento de mis padres, el de la muerte de mi abuela paterna, el de la graduación de papá, el del año en que mis padres se conocieron, el del año en que se casaron y el del año en que nació mi hermana. Pero ninguno era de 1958, el año de mi nacimiento y el último en que se acuñaron. 

Empecé a asistir a la iglesia con frecuencia y, un año después, cerca de la Navidad, me uní a la congregación. El domingo siguiente, tras el oficio, iba caminando por la Quinta Avenida cuando vi una moneda en el suelo. ¡Era otro centavo con espigas de trigo! Estaba muy desgastado y no se veía bien el año. Al llegar a casa, lo examiné con una lupa… Era de 1958. 

Soy periodista y en mi profesión el escepticismo es una necesidad y una virtud. Pero durante el año que siguió a la muerte de mi padre, encontré 21 centavos con espigas de trigo en las calles de la ciudad, y no creo que haya sido una simple coincidencia. 

Mi Navidad favorita

Por Bill Butler 

Cuando tenía cinco años, no sabía lo pobre que era mi familia. Nos terminamos de mudar a Manhattan y yo no conocía a nadie allí. Mi padre no iba a pasar la Nochebuena en casa porque estaba de servicio en el Ejército, en otro país. Mi madre, que rondaba los 25 años, y yo dedicamos toda la tarde a hacer adornos para el árbol. La mesa de la cocina estaba llena de estrellas, esferas y animalitos hechos con papel lustroso. 

Había también una guirnalda hecha con papel de colores de unos cuatro metros de largo. Mamá y yo iríamos a comprar el árbol de Navidad más tarde, al caer la noche, cuando por lo general rebajan los precios. 

Justo después de la puesta del sol, salimos al frío de la noche y caminamos cuatro cuadras hasta un estacionamiento de autos donde vendían árboles de Navidad. 

—¿Cuánto cuesta el árbol más barato? —le preguntó mamá al hombre que estaba en la entrada.

Él acercó las manos con guantes al fuego que ardía dentro de un tonel de acero, y contestó:

—Treinta dólares, señorita.

La sonrisa de mi madre desapareció.

—¿Es lo menos?

El hombre recogió del suelo una pequeña rama de árbol, la dejó caer al fuego y contestó:

—Yo solo trabajo aquí, señorita. No puedo cambiar los precios.

La repentina melancolía en el rostro de mi madre me entristeció. 

El hombre me miró a los ojos unos momentos; luego, señaló un enorme montón de ramas que había en una esquina del estacionamiento y le dijo a mi madre:

—¿Ve esa pila de ramas? Detrás de ella hay un árbol que no podemos vender. Llévenselo. Es gratis.

—Gracias —respondió mamá y me tocó un hombro con el codo.

—Gracias, señor —dije. 

Corrimos hasta el sitio que señaló el hombre, y allí estaba: un árbol escuálido, con muy pocas ramas, apenas un poco más alto que yo.

—¿Podemos llevarnos también algunas de estas ramas sueltas? —le gritó mi madre al hombre.

Él agitó el brazo y respondió:

—Llévense todas, si quieren. 

Yo arrastré el árbol, y mamá cargó con media docena de ramas. Pusimos el árbol en un rincón del living, lejos del radiador. No podía imaginar cómo podríamos colgar tantos adornos en un árbol tan mermado. 

Sonriendo otra vez, mamá me dijo:

—Ahora, Billy, andá a dormir. Papá Noel adornará el árbol para nosotros. 

Me desperté al amanecer y corrí al living. Lleno de asombro, vi el árbol totalmente cubierto de adornos y lucía muy natural. Las esferas resplandecían bajo la luz del alba y la guirnalda de papel de colores rodeaba todo el árbol con elegancia. Apenas me fijé en los regalos envueltos en papel brillante que había al pie del árbol. 

Al cabo de unos días, la curiosidad me hizo examinar de cerca el árbol. Aquella noche, mientras dormía, mi madre había usado trozos de alambre de ganchos para ropa para fijar las ramas sueltas al tronco del árbol casi desnudo y luego las había recortado cuidadosamente con tijeras hasta darles la forma perfecta. 

Varias semanas después, mi padre regresó a casa. Cuando le conté sobre el árbol, sucedió algo que no entendí en aquel momento: las lágrimas llenaron los ojos de ese soldado corpulento. Desde entonces, he tenido muchas navidades maravillosas, pero la de aquel año sigue siendo mi favorita.

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